Samanta Schweblin

“El límite entre lo posible y lo imposible me parece la zona más literaria y atractiva”

Tiempo / panóptico / Marzo de 2018

Carlos Barragán, Gonzalo Sevilla

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Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es una de las cuentistas más reconocidas del panorama literario actual. Con su novela corta Distancia de rescate quedó finalista del Premio Man Booker International Prize en 2017.

¿Qué aspectos de la infancia cree que favorecieron su vocación artística?

Yo era muy tímida, la sola idea de que alguien se acercara a hablarme me aterraba. Y enseguida descubrí —en los recreos del colegio, en los cumpleaños, en los domingos con la familia—, que en cuanto abría un libro se me respetaba ese aislamiento: “dejen a la nena, que está leyendo”. Abrir un libro era cubrirse con un manto invisible, era sacar un cartel de “no molestar”. Todo lo que tenía que hacer era mirar fijamente las páginas. Otro gran descubrimiento fue que, si desobedecía las consignas de algunas tareas y, por ejemplo, en lugar de una monografía escribía un cuento, me felicitaban. Era un poco desconcertante al principio: no hacía lo que se me había pedido, no investigaba sobre el tema que había que estudiar, me llevaba sólo unos minutos de libre escritura, y me ponían unas notas radiantes. Me acuerdo de la furia de mis compañeros ante semejante injusticia. Leer y escribir eran dos caras de una misma estafa: no estar, y no participar, era lo mejor que tenía.

Su primera inclinación artística fue el cine. ¿Qué han aportado a sus cuentos sus estudios cinematográficos, sus gustos por David Lynch y Michael Haneke?

Tuve muchas dudas de si meterme en la carrera de cine o en la de letras. Ya estaba muy metida en la escritura, iba a talleres literarios y casi todos optaban por meterse en letras. Pero creo que al final el cine me enseñó mucho más acerca de cómo contar una historia de lo que me hubiera enseñado una carrera más teórica. Las cátedras de guion y sobre todo las de montaje me dieron notas, tips y consejos en los que sigo pensando cuando escribo.

Muchas veces decir que un escritor escribe como Kafka es un cliché, pero mi primera impresión al leer Pájaros en la boca fue esa. En las entrevistas dice que con Kafka empezó todo. ¿Qué tiene su prosa de kafkiano?

Nada que no tengan muchos otros grandes cuentistas, Kafka nos marcó a todos. Los errores judiciales, el poder autoritario, las alegorías sobre el funcionamiento de la democracia, el sinsentido de muchas cosas. Supongo que me marcó por su contemporaneidad, por lo rotundo que sigue siendo con muchas de sus historias.

Usted divide sus influencias en dos: las ideas que le aportaron Beckett, Vian o Buzzati, y luego la técnica, que cogió de los norteamericanos Carver, Salinger o Cheever. Son dos polos opuestos. ¿De esa contradicción nace Samanta Schweblin?

A mí me cuesta verlo como una contradicción; tan cercana que me siento a ambas tradiciones. Y también está la tradición del fantástico rioplatense, de Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Antonio Di Benedetto, Felisberto Hernández. Seré un mix de todo eso, y de cada uno adoro distintas cosas. Qué bueno que se puedan elegir los maestros, y que uno pueda leerlos una y otra vez, y dejarse influenciar cada vez de un modo diferente.

¿Cree que su estilo tiene similitudes con el de Alejandro Zambra, aséptico, aunque en la temática sean tan diferentes? Bolaño decía en uno de sus libros que hay palabras que no necesitan ningún barniz.

Ojalá las tenga, me gusta mucho la prosa de Zambra. Y ojalá de todas formas conservemos cada uno nuestra voz.

En sus influencias hispanoamericanas menciona a Cortázar, Bioy y Rulfo. Estos autores se inscriben en esa literatura donde todo sucede en un plano realista, pero con elementos que rozan lo fantástico, lo onírico. ¿Escribir entre esos límites de lo conocido y lo no conocido dificulta el proceso creativo?

En mi caso, en la búsqueda particular que yo sigo en mi propia escritura, yo creo que más que dificultarlo lo potencia. Ese límite entre lo posible y lo imposible, entre lo conocido y lo desconocido, me parece la zona más literaria y atractiva. Creo que busco ese límite en cada una de mis historias.

¿El hilo común que comparten los cuentos de sus libros es premeditado?

¿Hay un hilo común? No sé si esto lo veo tan claro. Yo pienso en cierto clima, una atmósfera de cierta densidad e incertidumbre que necesito para avanzar en cualquier historia, y algunos temas sobre los que siempre estoy rondando: la incomunicación, la muerte, el miedo a la pérdida.

Ha dicho muchas veces que lo que más le ha influido de la narrativa de Julio Cortázar es la búsqueda constante de nuevas formas. ¿Cómo es su propio proceso de investigación literaria?

A veces se dice que todo ya está escrito. Quizá sea cierto que ya se ha escrito sobre todos los temas —muy cierto, de hecho, porque al final los temas en lo que nos interesa pensar, y probarnos a nosotros mismos cuando leemos y escribimos—. Pero un cuento, o una novela, no son “un tema”. Hay algo que debe ser contado, y hay una forma particular de contarlo —una mirada única que cada uno de nosotros puede conferir—, el choque de estas dos formas genera algo único. Un “modo particular” (un recurso, un narrador, un ritmo, un estilo, una voz) configura también cientos de limitaciones: si elijo una voz de una mujer conservadora del Opus Dei que se crió en México, pero ahora vive en Holanda, ya hay muchísimas decisiones e ideas y recorridos que no puedo tomar, porque no serían posibles, o verosímiles. Y a veces son estas imposibilidades las que nos empujan hacia las nuevas formas, a hacer recorridos que no se habían hecho antes. Cuando uno lee a Cortázar cada cuento tiene una configuración muy clara de sus limitaciones, en una o dos líneas ya hay todo un panorama muy claro de las leyes internas que funcionan para esa historia en particular.

Dice que sus cuentos nacen de una imagen.

Todas mis historias nacen con alguna imagen que me llamó la atención, que de alguna manera sentí incompleta y, por lo tanto, instintivamente, se fue completando en mi cabeza durante un tiempo. Pero las imágenes cambian, una conduce a otra, y me gusta dejarlas atrás, no atarme sino todo lo contrario, dejar que el cuento, en cuanto se vuelve algo más armado y orgánico, dicte también con sus propias reglas qué le falta y qué le sobra.

Es interesante que desde sus inicios quisiera desmarcarse de temas considerados “femeninos” como la maternidad o el amor; ahora dice que siempre los ha abordado desde un lado monstruoso. Hay un cambio visible en Distancia de rescate.

Siempre estuvieron esos temas. La maternidad, la familia, el amor. Pero cuando publiqué mi primer libro era muy nena todavía, muy ingenua, y me molestaba mucho, muchísimo, todo lo que se llamaba “literatura femenina”. Sentía que era un lugar sonso y empalagoso del que debía huir con todas mis fuerzas. Entre mis quince y mis veinte, cuando empecé a leer literatura adulta por mi cuenta, sólo leía hombres. Por supuesto, no era una búsqueda consciente, sólo leía lo que me recomendaban otros amigos y profesores, lo que encontraba en las mesas de las librerías. Había que elegir entre Carver, Salinger, Cheever o Isabel Allende, y por supuesto yo sentía que los primeros me llegaban de una manera mucho más personal y tangible que la segunda. Hoy leo más mujeres que hombres —y otra vez, no por una búsqueda consciente, sigo recomendaciones—, y cada vez son más las mujeres. Es notable.

Sus diálogos, a veces tan claros, conducen a la ambigüedad. ¿El escritor es capaz de controlar las dobles interpretaciones?

Por supuesto. O al menos me gustaría pensar que sí, que somos capaces. Es algo en lo que suelo reflexionar bastante. Mira, por ejemplo, yo soy muy mala lectora. Soy una abandonadora empedernida de libros. Me quedo siempre dormida en las mejores partes. Puedo empezar un libro en la página 40, leerlo hasta la 45 y no volver a darle nunca más otra oportunidad. Soy injusta, tiránica y vaga. Pero luego, como escritora, trabajo como si realmente el lector fuera algo que uno puede controlar, cuando evidentemente no es cierto. Pero aun así, prefiero trabajar convencida de que ese control es posible, aunque eso implique un lector ideal y entregado que en realidad no existe, un lector que yo misma nunca he sido.

Si algo caracteriza su obra es la creación de atmósferas, que es una forma muy difícil de describir sin adjetivos. Me recuerda a El Llano en llamas, de Rulfo.

No sé, quizás es así como más natural lo siento. A veces los adjetivos entorpecen más de lo que ayudan, y le restan a las palabras el poder que tienen por sí solas, las decoloran, las tuercen. Siento que, cuanto más fuerte y concreto es lo que quiero decir, menos palabras debería utilizar. Y para avanzar en una historia siempre necesito algo de atmósfera, es el espacio en el que crece la tensión, y sin la tensión no siento que tenga derecho a retener a un lector en lo que estoy escribiendo.

The New Yorker destaca de Distancia de rescate la tensión narrativa. Es un libro para leer de una sentada. ¿De qué recursos se vale para construir el ritmo interno de sus cuentos?

Hay mucha intuición. Ya conté lo mala lectora que soy, que me disperso tan fácilmente, pierdo mi atención, abandono los libros. Y es ese lector —yo misma a mis espaldas—, con el que me veo obligada a escribir. Así que supongo que esa es una de las razones por las que necesito tanta tensión y atención sobre lo que escribo. Y ese sea quizás el recurso más importante de todos, o al menos, la pista de cómo ir avanzando: escribo muy atenta a mi cuerpo, al impacto que cada palabra o cada línea tiene sobre mi propia atención. Si la historia me abruma demasiado, no funciona. Si la historia me suelta demasiado, tampoco, y lo que sea que prometí en el medio, para mantenerme atenta, tengo que entregarlo en las últimas páginas. Si no, el recorrido no habrá servido de nada.

Una versión extendida de esta entrevista se publicará en www.eloficiodelescritor.com, proyecto con el que un grupo de jóvenes interesados en la creación literaria pretende descubrir y analizar la manera en que diversos escritores hispanohablantes realizan su trabajo.

Imagen de portada: Samanta Schweblin.