La llamada de la tribu de Mario Vargas Llosa

Utopías y distopías / crítica / Noviembre de 2018

Eloy Urroz

 Leer pdf

Por qué soy un liberal digan lo que digan mis amigos

Una de las enseñanzas que puede dejarnos el último libro de Vargas Llosa, La llamada de la tribu, es que existen, aunque nos digan lo contrario, muchas formas de ser liberal, muchas maneras de entender el liberalismo. Aquel amigo que pretenda darnos la receta única e insustituible no sería, ergo, un auténtico liberal y de ésos debemos cuidarnos. El reduccionismo atenta, entre otros, contra esa libertad de la que parte el pensamiento político liberal. El reduccionismo encasilla y ningunea, y con ello socava el diálogo y el examen crítico, parte constitutiva de la libertad. Al hablar de Hayek, por ejemplo, y enfrentarlo con Milton Friedman, Vargas Llosa concluye: “¿No es ésta una prueba de que el liberalismo es una amplia doctrina de corrientes diversas y, también, de que los liberales, no importa cuán sabios sean, son también humanos?”. En una cosa, sin embargo, coinciden, a pesar de sus diferencias, los liberales de cualquier país y cualquier época: todos ponen la libertad por encima de cualquier otro valor o atributo. Sin ella, cualquier otra buena intención (justicia, igualdad, paz, bienestar y hasta educación o salud) queda socavada. Y tal parece, es ésa la constante que recorre este libro singular y necesario —necesario porque millones de latinoamericanos “liberales” no conocen el liberalismo y mucho menos han oído de estos autores—. Bien harían, si no ya en leerlos, en acercarse a esta síntesis clara y amena que lleva a cabo el escritor peruano en apenas trescientas páginas. La llamada de la tribu es, otra vez, como sus ensayos anteriores, una delicia sólo comparable a mi otro ensayo favorito del autor: La utopía arcaica. Lo que, por ejemplo, dice sobre Isaiah Berlin bien podría aplicársele al peruano: “reflexionó con originalidad y […] escribió con profundidad, elegancia y una absoluta transparencia”. Acaso por ello sean tan sugestivos —y persuasivos— estos siete trabajos que lo componen, cada uno dedicado a los liberales que más lo han influido en la vida: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich August von Hayek, Karl Popper, Raymond Aaron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel. El capítulo más extenso es el que dedica a mi filósofo de cabecera: Popper, pero es quizás el más redundante. En él declara que, si tuviera que elegir un solo libro de filosofía política de todo el siglo XX escogería La sociedad abierta y sus enemigos, y no puedo sino coincidir con él. Junto con el que dedica a Berlin, el largo ensayo sobre Popper crea una suerte de curioso contraste con el dedicado a Hayek y a Adam Smith (y esto sea acaso porque los dos últimos son, sobre todo, economistas y los dos primeros, pensadores, filósofos de las ideas). El contraste o disyuntiva del que hablo surge en un punto asaz álgido y controvertido: ¿intervención o no intervención del Estado en los mercados?, ¿regulación o libre competencia?, ¿controles o laissez faire? No encontré, digan lo que digan los innúmeros detractores de Vargas Llosa, una sola declaración, clara y contundente, donde escucháramos al peruano decantarse por uno u otro. Está claro que se siente imantado por los cuatro —no por otro motivo los ha estudiado por más de treinta años—, pero nunca ofrece una respuesta definitiva al respecto. Vargas Llosa expone, desmenuza, sus respectivos pensamientos como cuando escribe que: “Isaiah Berlin no coincidió del todo con aquellos que, como un Friedrich von Hayek o un Ludwig von Mises, ven en el mercado libre la garantía del progreso, no sólo el económico, también el político y el cultural, el sistema que mejor puede armonizar la casi infinita diversidad de expectativas y ambiciones humanas, dentro de un marco que salvaguarde la libertad”. Sólo cuando el tema es explícitamente político, cultural, religioso o social, oímos más claramente la posición vargasllosiana; por ejemplo, su adherencia y la mía, afín a los siete autores estudiados, de que no existe la igualdad y de que es preferible la desigualdad, pues ésta fomenta, entre otras, la competencia y el capitalismo, sin el cual no habría industria, producción y, por tanto, tampoco el tiempo (y el productivo ocio) para el estudio, la educación, el arte, la creación y el pensamiento. Pretender homologarnos y forzar cierta —imposible— igualdad socava las libertades individuales, lo más preciado que tenemos. Para Berlin, lo mismo que para Popper, la mentada igualdad es una de las grandes farsas del socialismo. Una cosa es buscar la igualdad ante la ley y la justicia, y otra pensar que los seres humanos somos iguales. Soy, como Vargas Llosa, un erizo. Él desearía ser un zorro; yo también, pero el caso es que no lo somos. En uno de los capítulos de La llamada de la tribu, el dedicado a Berlin justamente, hay un apartado titulado “El erizo y el zorro” y aunque, como explica, todos somos un poco los dos, al final, somos preponderantemente erizos o zorros. Los artistas, intelectuales y escritores erizos tenemos, mal que nos pese, una visión global, unitaria y a ratos totalizante y cohesionadora, no sólo del quehacer artístico, sino de la Historia y los aconteceres sociales, tal y como si hubiera un aleph escondido que despejara de pronto todas las incógnitas. Los erizos queremos (insistimos) en ver cierta unidad, ciertas correspondencias, donde casi nunca las hay. Un término análogo sería el de filogenia, que (darwinianamente) emplea Marcuse en Eros y civilización para sentar que todo tiene, al cabo, un origen común, lo que, por supuesto, no es verdad salvo en la biología y acaso en la antropología. Los zorros, en cambio, tendrían, según Berlin y Vargas Llosa, una “visión dispersa y múltiple de la realidad”. Ellos no buscan ni perciben “un orden coherente” en el mundo. Los erizos son centrípetos; los zorros son centrífugos. Un erizo es Dostoyevski o Beethoven, por ejemplo; un zorro es Shakespeare o Balzac. Pero… claro, en todo esto hay gradaciones, como en Tolstoi —que según Berlin— puede ser ambos. Estas actitudes o visiones se proyectan, dice el Premio Nobel, en todos los aspectos de la cultura y llegan a influir en el acontecer del mundo y la historia. No sólo eso: los zorros envidian a los erizos y viceversa. Isaiah Berlin, por ejemplo, no pudo —como tampoco Jorge Cuesta en México— ordenar en un todo coherente su inmensa obra, por ello se encuentra (o se encontraba hasta hace poco) dispersa: artículos, ensayos, conferencias que sólo más tarde sus discípulos consiguieron organizar en forma de libros autónomos. Cuando Berlin quiso lanzarse a escribir, por fin, su primer y único gran libro unitario, The Roots of Romanticism, desistió. ¿Cómo, pues, puede imaginar Vargas Llosa que él, el sistemático autor de Conversación en la Catedral, sea un zorro? Él mismo se contradice al afirmar en el capítulo dedicado a Popper que “toda novela, para estar dotada de poder de persuasión, debe imponerse a la conciencia del lector como un orden convincente, un mundo organizado e inteligible cuyas partes se engarzan unas con otras dentro de un sistema armónico, un ‘todo’ que las relaciona y sublima”. Pero estos detalles, al final, no importan (El llamado de la tribu no es un libro de teoría literaria, sino de pensamiento político), lo que importa, y con lo que difiero, es con la siguiente —peligrosa— afirmación: “Disfrazado o explícito, en todo erizo hay un fanático; en un zorro, un escéptico y un agnóstico”. Creo que, sin darse cuenta cabal, Vargas Llosa lleva la alegoría berliniana demasiado lejos. Coincido con él en que envidiamos —él y yo y muchos— a los zorros, o que incluso a veces nos quisiéramos parecer a ellos (Kafka, Lowry, Cavafis y, en la música, un Chausson), pero de allí a que el erizo no sea, asimismo, un escéptico y un agnóstico, un relativista y un pluralista en materia política, en resumen: un auténtico liberal, hay una enorme diferencia. Son muchos los temas que este hermoso libro abarca y son simplemente imposibles de desglosar en una reseña. Desde la brillante refutación del historicismo popperiano hasta el agorero fin de las democracias, de las que habla Revel; desde el análisis de La rebelión de las masas de Ortega, hasta su total desencanto de Sartre al oponerlo al pensamiento de Raymond Aaron. Algo, no obstante, queda claro al terminar la lectura: se engañan quienes piensan que el capitalismo tiene que ver con el liberalismo o que es su condición sine qua non. Rusia y China son capitalistas y no son liberales. Tampoco tiene que ver con la intervención (poca o mucha) del Estado en los asuntos del mercado. Cada pensador que el escritor peruano estudia tiene una idea diferente al respecto. De Smith a Revel, de Hayek a Berlin, ninguno coincide. No sólo eso: cada país, cada gobierno, tiene una visión distinta al respecto y esta intervención varía continuamente. Más importante todavía: no es necesario ser socialista para ser liberal. De hecho, hay rasgos del socialismo que lo acercan más al conservadurismo que al auténtico liberalismo, tal y como explica Vargas Llosa al final del capítulo dedicado a Hayek. La izquierda y la derecha se tocan a veces en su radicalidad (en su siempre latente totalitarismo). Por eso es un error asociar izquierda con liberal o socialista con liberal. No son lo mismo y tampoco lo son necesariamente. En resumen, el liberal puede ser muchas cosas y puede abarcar desde una visión o una actitud vital hasta una forma de pensar que, en líneas generales, tiende a ser más escéptica y menos radical; que tiende a ser más diversa y plural; que es siempre crítica y democrática —aunque tienda a ser más individualista que colectivista; que defiende siempre a las minorías y “las nociones de solidaridad humana y responsabilidad social”; que tiene siempre como designio “reducir o abolir la pobreza, la desocupación y la discriminación”, pero que, sobre todo, pone la libertad humana por encima de todas las cosas.

Alfaguara, Madrid, 2018

Imagen de portada: © Fotis Varthis