Imperio

Imperialismos / dossier / Noviembre de 2021

Michael Hardt, Antonio Negri

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El imperio se está materializando ante nuestros propios ojos. Durante las últimas décadas, a medida que se derrumban los regímenes coloniales, y luego, precipitadamente, a partir de la caída de las barreras interpuestas por los soviéticos al mercado capitalista mundial, hemos asistido a una globalización irreversible e implacable de los intercambios económicos y culturales. Junto con el mercado global y los circuitos globales de producción surgieron un nuevo orden global, una lógica y una estructura de dominio nuevas: en suma, una nueva forma de soberanía. El imperio es el sujeto político que efectivamente regula estos intercambios globales, el poder soberano que gobierna al mundo. Muchos sostienen que la globalización de la producción y el intercambio capitalistas significa que las relaciones económicas se han hecho más autónomas respecto de los controles políticos y, en consecuencia, que la soberanía política está en decadencia. Algunos ensalzan esta nueva era como la de la liberación de la economía capitalista de las restricciones y deformaciones que le habían impuesto las fuerzas políticas, otros le critican haber cerrado los canales institucionales a través de los cuales los trabajadores y ciudadanos pueden influir en la fría lógica de la ganancia capitalista u oponerse a ella. Indudablemente es cierto que, en concordancia con los procesos de globalización, la soberanía de los Estados-naciones, si bien continúa siendo efectiva, ha declinado progresivamente. Los factores primarios de la producción e intercambio —el dinero, la tecnología, las personas y los bienes— cruzan cada vez con mayor facilidad las fronteras nacionales, con lo cual el Estado-nación tiene cada vez menos poder para regular esos flujos y para imponer su autoridad en la economía. Ya ni siquiera deberíamos concebir a los Estados-nación más dominantes como autoridades supremas y soberanas, ni fuera de sus fronteras ni tampoco dentro de ellas. La declinación de la soberanía de los Estados-nación no implica, sin embargo, que la soberanía como tal haya perdido fuerza.1

Joseph Pennell, _Para que la libertad no muera en la faz de la tierra, compre bonos_, 1918. Library of Congress Joseph Pennell, Para que la libertad no muera en la faz de la tierra, compre bonos, 1918. Library of Congress

Durante todo el tiempo que se produjeron las transformaciones contemporáneas, tanto los controles políticos y las funciones del Estado como los mecanismos reguladores continuaron gobernando el ámbito de la producción y el intercambio económico y social. Nuestra hipótesis básica consiste en que la soberanía ha adquirido una forma nueva, compuesta por una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos por una única lógica de mando. Esta nueva forma global de soberanía es lo que llamamos imperio. La declinante soberanía de los Estados-nación y su creciente incapacidad para regular los intercambios económicos y culturales es en realidad uno de los síntomas primarios de este imperio que comienza a emerger. La soberanía del Estado-nación fue la piedra angular de los imperialismos que construyeron las potencias europeas a lo largo de la era moderna. No obstante, lo que hoy entendemos por “imperio” es algo por completo diferente del “imperialismo”. Las fronteras definidas por el sistema moderno de Estados-nación fueron fundamentales para el colonialismo y la expansión económica europeos: las fronteras territoriales de la nación delimitaron el centro de poder desde donde se ejercía el dominio sobre los territorios extranjeros externos, a través de un sistema de canales y barreras que alternativamente facilitaban y obstruían los flujos de producción y circulación. El imperialismo fue realmente una extensión de la soberanía de los Estados-nación europeos más allá de sus propias fronteras. Al fin y al cabo casi todos los territorios del mundo podrían dividirse en parcelas y el mapa del mundo entero aparecería codificado con colores europeos: el rojo para los territorios británicos, el azul para los franceses, el verde para los portugueses, etcétera. Allí donde tenía sus raíces, la soberanía moderna construyó un Leviatán que se extendió por encima de su dominio social e impuso fronteras territoriales jerárquicas, tanto para vigilar la pureza de su propia identidad como para excluir todo lo diferente. El tránsito al imperio se da a partir del ocaso de la moderna soberanía. En contraste con el imperialismo, el imperio no establece ningún centro de poder y no se sustenta en fronteras o barreras fijas. Es un aparato de mando descentrado y desterritorializador de dominio que progresivamente incorpora a todo el reino global dentro de sus fronteras abiertas y en permanente expansión. El imperio maneja identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales a través de redes moduladoras adaptables. Los colores nacionales distintivos del mapa imperialista del mundo se han fusionado y mezclado en el arcoíris imperial global. La transformación de la moderna geografía imperialista del globo y la instauración del mercado mundial señalan una transición dentro del modo capitalista de producción. Lo más significativo es que las divisiones espaciales de los tres mundos (el Primer Mundo, el Segundo y el Tercero) se han mezclado en un revoltijo tal que continuamente hallamos el Primer Mundo en el Tercero, el Tercero en el Primero, y ya casi no encontramos el Segundo en ninguna parte. El capital parece tener que vérselas con un mundo uniforme o, en realidad, con un mundo definido por nuevos y complejos regímenes de diferenciación y homogeneización, desterritorialización y reterritorialización. La construcción de las rutas y los límites de estos nuevos flujos globales estuvo acompañada por una transformación de los procesos productivos dominantes, lo que dio como resultado una reducción del protagonismo del trabajo industrial en fábricas, desplazado por la prioridad que se le da hoy al trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de riqueza tiende aún más hacia lo que llamaremos la producción biopolítica, la producción de la vida social misma, un proceso en el cual cada vez más lo económico, lo político y lo cultural se superponen e intervienen recíprocamente.

Yoshua Okón, _Freedom Fries: Naturaleza muerta_, 2014. Cortesía del artista Yoshua Okón, Freedom Fries: Naturaleza muerta, 2014. Cortesía del artista

Muchos localizan en los Estados Unidos la autoridad última que gobierna todos los procesos de la globalización y el nuevo orden mundial. Sus defensores consideran que los Estados Unidos son el líder mundial y la única superpotencia y sus detractores denuncian a ese país como opresor imperialista. Estas dos perspectivas se basan en el supuesto de que los Estados Unidos sencillamente se pusieron el sayo del poder global que las naciones europeas habían dejado caer. Si el XIX fue un siglo británico, el XX fue estadounidense; o, dicho de otro modo, si la modernidad fue europea, la posmodernidad es estadounidense. El cargo más irrecusable que pueden presentar sus críticos es que los Estados Unidos están repitiendo las prácticas de los antiguos imperialismos europeos, mientras que sus defensores juzgan que los Estados Unidos son un líder mundial más eficiente y más benévolo y que están haciendo bien lo que los europeos hicieron mal. No obstante, nuestra hipótesis básica de que ha surgido una nueva forma imperial contradice estos dos enfoques. Estados Unidos no constituye —y, en realidad, ningún Estado-nación puede hoy constituir— el centro de un proyecto imperialista. El imperialismo ha terminado. Ninguna nación será líder mundial como lo fueron las naciones europeas modernas. Por cierto, los Estados Unidos ocupan un lugar privilegiado en el imperio, pero este privilegio no procede de sus similitudes con las antiguas potencias imperialistas europeas, sino de sus diferencias. Podemos reconocer más fácilmente tales diferencias si prestamos particular atención a los fundamentos propiamente imperiales (no imperialistas) de la constitución de los Estados Unidos, y al decir “constitución” nos estamos refiriendo tanto a la Constitución formal, el documento escrito junto con sus diversas enmiendas y aparatos legales, como a la constitución material, es decir, la formación y reformación continuas de la composición de las fuerzas sociales. Thomas Jefferson, los autores de The Federalist y los demás fundadores ideológicos de los Estados Unidos se inspiraron en el antiguo modelo imperial; creían que estaban creando, al otro lado del Atlántico, un nuevo imperio con fronteras abiertas y en expansión, en el que el poder se distribuiría efectivamente en redes. Esta idea imperial sobrevivió y maduró a lo largo de toda la historia de la constitución de los Estados Unidos y ahora ha emergido a escala global en su forma más acabada. Deberíamos señalar que empleamos aquí la palabra “imperio” no como una metáfora, lo cual exigiría demostrar las semejanzas entre el orden mundial actual y los imperios de Roma, China, el continente americano y algunos otros, sino más bien como un concepto, que requiere fundamentalmente un enfoque teórico.2 El concepto de imperio se caracteriza principalmente por la falta de fronteras: su dominio no tiene límites. Ante todo, pues, el concepto de imperio propone un régimen que efectivamente abarca la totalidad espacial o que, más precisamente, gobierna todo el mundo “civilizado”. Ninguna frontera territorial limita su reino. En segundo lugar, el concepto de imperio no se presenta como un régimen histórico que se origina mediante la conquista, sino antes bien como un orden que efectivamente suspende la historia y, en consecuencia, fija el estado existente de cosas para toda la eternidad. Desde la perspectiva del imperio, así serán siempre las cosas y así están destinadas a ser. En otras palabras, el imperio no presenta su dominio como un momento transitorio dentro del movimiento de la historia, sino como un régimen que no tiene fronteras temporales, y, en este sentido, está más allá de la historia o en el fin de la historia. En tercer lugar, el dominio del imperio opera en todos los registros del orden social y penetra hasta las profundidades del mundo social. El imperio no sólo gobierna un territorio y a una población, también crea el mismo mundo que habita. No sólo regula las interacciones humanas, además procura gobernar directamente toda la naturaleza humana. El objeto de su dominio es la vida social en su totalidad; por consiguiente, el imperio presenta la forma paradigmática del biopoder. Finalmente, aunque en la práctica está continuamente bañado en sangre, el concepto de imperio siempre está dedicado a la paz: una paz perpetua y universal, fuera de la historia. El imperio que se nos presenta hoy produce enormes poderes de opresión y destrucción, pero esta realidad de ningún modo debería hacernos sentir nostalgia por las antiguas formas de dominación. El paso al imperio y sus procesos de globalización ofrecen nuevas posibilidades a las fuerzas de liberación. Por supuesto, la globalización no es un fenómeno aislado y los múltiples procesos que reconocemos como globalización no están unificados ni son unívocos. Nuestra tarea política no es meramente resistir a estos procesos; también es reorganizarlos y redirigirlos hacia nuevos fines. Las fuerzas creativas de la multitud que sostienen el imperio también son capaces de construir autónomamente un contraimperio, una organización política alternativa a los flujos e intercambios globales. Las luchas para combatir y subvertir el imperio, así como aquellas destinadas a construir una alternativa real, deberán pues librarse en el terreno imperial mismo —en realidad, estas nuevas luchas ya han comenzado a surgir—. A través de estas contiendas y muchas otras semejantes, la multitud tendrá que inventar nuevas formas democráticas y un nuevo poder constitutivo que algún día nos haga atravesar el imperio y nos permita superar su dominio.3

Selección de Imperio, Alcira Bixio (trad.), Paidós, Barcelona, 2018, pp. 13-17. Se reproduce con autorización.

Imagen de portada: Balam Bartolomé, Zopilotes sobre la Batalla de Churubusco, 2018. Cortesía del artista

  1. Sobre la declinante soberanía de los Estados-nación y la transformación de la soberanía en el sistema global contemporáneo, ver Saskia Sassen, Losing Control? Sovereignty in an Age of Globalization, Columbia University Press, Nueva York, 1996. 

  2. Sobre el concepto de imperio, ver Maurice Duverger, “Le concept d’empire” en Maurice Duverger (comp.), Le concept d’empire, PUF, París, 1980, pp. 5-23. Duverger divide los ejemplos históricos en dos modelos primarios: por un lado, el Imperio Romano y, por el otro, los de Arabia, China, Centroamérica y otros semejantes. Nuestros análisis tienen que ver principalmente con el modelo romano, por ser éste el que animó la tradición estadounidense que condujo al orden mundial contemporáneo. 

  3. A dos décadas de la publicación de Imperio, Michael Hardt y Antonio Negri dieron a conocer el texto “Empire Twenty Years On” en New Left Review, en donde hacen una revisión de las ideas y argumentos que desarrollan en el libro. Dicho artículo se encuentra disponible aquí [N. de la E.]