Juan Pablo Villalobos

Tabús / panóptico / Junio de 2018

Carlos Barragán, Gonzalo Sevilla

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Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, 1973) ganó en 2016 el Premio Herralde de Novela con No voy a pedirle a nadie que me crea. De los cuatro libros que ha publicado, destaca una voz narrativa paródica y llena de ironía. En esta entrevista, Villalobos explica que su cruzada particular es contra la solemnidad en el arte y, concretamente, en la literatura.


Usted empezó escribiendo cuentos de joven, pero no consiguió publicarlos.

Escribía cuentos desde la adolescencia. Llegué a la novela con muchísimo pudor. Con tanto pudor que mi primera novela tenía 60 páginas. Hablaba de economía narrativa y de novela corta para encubrir otra cosa más profunda, mi inseguridad a enfrentarme con el género. La novela se me aparecía como un proyecto muy ambicioso. Conforme fue avanzando el tiempo, sí que intenté escribir novelas, pero siempre las abandonaba. Fue un aprendizaje muy largo. Yo comencé a los 13, 14 años y terminé mi primera novela, Fiesta en la madriguera, en 2006, cuando tenía 33. Al fin y al cabo, escribir una novela es un acto de fe. Trabajas durante meses y años en un mismo proyecto en el que cada día tienes que creer que vale la pena lo que hiciste la jornada anterior.

¿Al empezar a escribir ya tenía esa voz humorística?

No, yo solía escribir bastante melancólico, nostálgico, incluso un tanto deprimente. La adolescencia es una época muy adecuada para esa mirada. Después, en esos proyectos fracasados de novela, estuve escribiendo con voces más convencionales, más solemnes. Me fascinaba todo lo que era metaliterario: la obra de Pitol, de Vila-Matas… Fueron una influencia muy poderosa en términos de lectura, pero muy poco fértil en términos de escritura. Logré escribir cuando me liberé de eso y encontré esas voces distorsionadas, a veces humorísticas, otras muy alucinadas.

Después de Fiesta en la madriguera ha profesionalizado su humor. ¿Cómo sabe que lo que está escribiendo es gracioso? Usted dice que escribe lo que le gusta leer.

Yo no tengo deliberadamente la intención de escribir algo gracioso. Yo busco una voz narrativa. Busco un tono, un ritmo, una sintaxis. Busco un determinado vocabulario que conecte con la visión del mundo que tiene ese personaje y, por alguna razón, siempre acaba resultando que a la gente le hace gracia. No todo lo que tengo es humorístico. En mi última novela, No voy a pedirle a nadie que me crea, ensayé un tono, el de Valentina, un poco más serio. Quizás hay momentos que resulte gracioso, pero no por cómo escribe ella, sino por las situaciones. El tono en sí es serio, más reflexivo. Ella está en un momento difícil y puede ser un tanto melancólica. Me interesaba dejar constancia de ese tono en la novela para desmarcarme de ser considerado un escritor estrictamente humorístico.

Juan Pablo Villalobos. Foto: El País

¿Por eso ha cambiado el registro de voces? En No voy a pedirle a nadie que me crea es la primera vez que hay cuatro narradores y no sólo uno. Es la primera novela coral.

Sí, aunque la idea de incluir varias voces fue surgiendo mientras escribía la novela. Yo tengo un proceso de escritura muy tortuoso, reescribo muchísimo. Empiezo a escribir sin una idea previa. No creo en los proyectos narrativos ni en la idea de muchos escritores sobre que para sentarse a escribir tienen que tener claros la trama, los personajes y haber hecho un trabajo previo de preparación y planificación. A mí eso no me funciona. Quiero exactamente lo contrario. Si sé a dónde voy, me aburro y ya no le veo ningún sentido a escribir la novela. En algún sitio [César] Aira dijo que lo interesante es descubrir cómo escribir esa novela. Una vez que lo descubres, ya no tiene ninguna gracia escribirla. De hecho, ¡podrías no escribirla! Directamente podrías decir que ya no vale la pena. A mí me ocurre un poco eso. Cuando descubro el tono y encuentro el camino, pierdo un poco de interés.

¿Con esas estrategias narrativas, como el humor o la ironía, se puede contribuir a una conciencia crítica?

Yo creo que sí. El humor es una manera de pensar la realidad, aunque se considera peligroso, como sucede con la parodia. Se relaciona siempre con la idea de perjudicar el honor, la imagen, el prestigio o faltar a la verdad. Pero si se ejercita desde la ficción, me parece absurdo. ¡No se puede legislar la ficción! Y el humor, al fin y al cabo, es una forma de ficción. El ejercicio peligroso del humor radica en su capacidad de ridiculizar a aquellos que no son capaces de reírse de sí mismos.

En el último libro cita a Adorno: “El arte avanzado escribe la comedia de lo trágico”. Viene unido con otra frase que suele decir: “Me gusta escribir un libro fácil de leer, pero difícil de entender”. Al fin y al cabo, en las grandes novelas de humor, incluso hasta en las películas de dibujos animados, siempre hay un trasfondo, un mensaje que subyace. ¿A eso se adhiere?

Sí. Me parece que hay un imperio de la falsa profundidad que nos hace muchísimo daño porque, en realidad, encubre la estupidez. La mayoría de la gente solemne es solemne porque es ignorante. Los ataques que se hacen desde esta concepción seria del arte hacia el entretenimiento, el humor o la frivolidad ocultan muchas veces la incomprensión de aquel que realmente no entiende qué está pasando con el arte o la literatura. Sólo hay una manera de llegar a la profundidad: empezar cavando en la superficie. No puedes ir directo al centro de la Tierra, tienes que empezar a hacer un agujero en el suelo. Defiendo muchísimo la frivolidad como herramienta para llegar a la profundidad. Me interesa como tema literario. Además, vivimos en un mundo profundamente frívolo. La industria del entretenimiento o la banalidad en las redes sociales son nuestro mundo. Ése es el material con el que tenemos que trabajar. No podemos escribir como si fuéramos rusos en la época del zar. Estamos en otra época.

¿Y piensa que la autoficción es el nuevo imperialismo de la literatura?

Mi último libro es una burla a la autoficción. Yo creo que hay un auge de las literaturas autobiográficas, en parte paralelo al triunfo de la crónica y del periodismo literario. Ha surgido la idea de que, en este mundo tan competitivo, utilitario y determinado por las leyes del neoliberalismo, la ficción es inútil. No tiene aparentemente una aplicación práctica. Con las escrituras autobiográficas, la industria editorial encuentra una conexión de utilidad con el lector. Le dice: “Esto te va a servir porque le sucedió a alguien de verdad y puedes aprender algo para aplicar en tu vida”. La idea de que la literatura autobiográfica puede ser leída como un manual de autoayuda es profundamente ingenua. Yo siempre digo que la ficción también sirve. Tendríamos muchos mejores directivos de empresa si leyeran ficción. Estoy convencido de que leyendo encontrarían respuestas al problema más empresarial que te puedas imaginar. No porque las respuestas estuviesen en el libro, sino porque la lectura de ficción activa unos procesos mentales de imaginación o de síntesis. El problema es que no es utilidad inmediata.

Quizá más en la actualidad, donde todo lo inmediato se vuelve tan importante.

Yo creo que el gran problema actual no viene ni por el auge de lo autobiográfico, ni por el mercado, ni siquiera por la amenaza del best seller, sino porque se ha degradado la atención. La novela requiere un esfuerzo de lectura de muchas horas. Hoy en día vivimos en una época de dispersión, de la lectura en diagonal y fragmentada. Esto sí que puede ser el golpe definitivo a la novela convencional. Ya se experimenta con otros formatos, contenidos para leer en el móvil, en la tablet, de manera interactiva… La lectura de la novela tradicional está amenazada porque no tenemos ni el tiempo, ni las ganas, ni la dedicación para quedarnos leyendo durante horas. Si hiciésemos un ejercicio de honestidad todos, incluso los escritores, lo admitiríamos. Yo continúo leyendo bastantes novelas, dependiendo de la época. A veces me asombra la actividad en las redes sociales de profesores universitarios o escritores o críticos. ¿Esta gente cuándo lee?

Juan Pablo Villalobos. Foto: Andreu Dalmau/Efe

En sus libros usted suele crear personajes a través de clichés. Hace poco se publicó un documental titulado The Problem with Apu, sobre los estereotipos de las minorías, en este caso de los indios, en Los Simpsons. ¿Qué opina del humor actual? ¿Dónde están los límites?

Es un tema que no tiene fácil solución. Leí lo de Apu y me planteé un conflicto que no he logrado resolver satisfactoriamente. Incluso siendo como soy un fanático de Los Simpsons. Por un lado, hay un falso debate que surge cuando ciertas figuras hegemónicas se quejan de que son censuradas. Cuando dicen: “¡Ay, las feministas no me dejan decir tal cosa!, ya no se puede decir negro, llamar maricón a un maricón…” Cuando esto procede de ese discurso hegemónico, de un académico de la lengua, un escritor que ha publicado 20 libros y ha vendido millones de copias, blanco y europeo, no lo compro. Yo creo que al final el humor siempre juega con los límites de la corrección y no hay manera de que sea distinto. La pregunta es qué tipo de daño causa ese humor. Evidentemente, como sociedades queremos vivir en un entorno más igualitario y menos discriminatorio, pero no podemos llegar a la histeria de un mundo totalmente vigilado y aséptico donde no se puede decir nada. Siempre he defendido la libertad de expresión en todas sus formas posibles, incluyendo el insulto. Soy un gran defensor del insulto, que es lo más problemático que puede tener el humor porque es la fase previa a la violencia física. Es un límite muy peligroso, pero al mismo tiempo tiene un carácter terapéutico importantísimo y contra el tirano es muy necesario. El insulto contra aquel que nos quiere pisotear es válido. Lo que es siempre cuestionable y acaba resultando vergonzoso es el insulto que viene desde un poder hegemónico como, por ejemplo, un macho alfa haciendo un chiste sobre una mujer. ¿A quién le hace gracia? Eso me repugna, pero en el fondo defenderé el derecho a que lo hagan encerrados en el privado de un restaurante, por supuesto. Si hace ese discurso en un espacio público, no espere que todos riamos con él. Tiene también que estar dispuesto a que quienes lo encuentren ofensivo se lo hagan saber.

¿El hecho de reírse de uno mismo legitima reírse de otro?

Es una trampa, una chapuza. Eso no le quita lo ofensivo o agresivo a la broma que estás haciendo. El lector lo identifica. Hay una mediación a través del personaje y cada personaje tiene su propio sistema de valores. Pero yo supongo que el lector sabe eso e identifica quién está hablando y que, en el fondo, es ficción. No tendría que tener unas consecuencias dramáticas en la vida real. Decía muy en serio que hay chistes que hieren. A mí me puede ofender que alguien haga bromas sobre México. Por ejemplo, hace un par de semanas el Mundo Today publicó una noticia sobre México que me pareció divertidísima: “Fallece de muerte natural el único mexicano que nunca había sido tiroteado”. A pesar de ser profundamente ofensivo, sé que se meten con todo el mundo y me río. Pero si me hacen un chiste sobre México que sé que trata de ofender, te aseguro que no me hará gracia, porque hay voluntad de humillación. Ahí está el límite. Si estás haciendo una broma para humillar, tienes que estar listo para la respuesta. No se puede humillar y, tras la reacción, denunciar que te censuran. Se puede decir todo, pero tienes que ser consecuente y responsable de lo que dices.