Caminando a mi lado, Ghen
Leer pdf…iba adquiriendo cercanía discreta, 
absorbiendo cada sílaba
en un registro más amplio.
Los relatos, las locuras eran míos. 
Las antenas, las percepciones, suyas. 
Mi historia trágica no trágica.
Lo atemperado no atemperado 
de uno de tantos,
uno entre muchos viajes.
Las charlas concluían 
porque concluían 
el día o la tarde o la visita 
o ese periodo concedido,
una vida de conocernos apenas 
pero a fondo.
Un buen día me reveló 
por qué se había aproximado 
de modo tan predecible, 
tan el mismo
y tan callado.
Me contó por escrito,
con lujo 
de ideogramas 
orientales, 
que un ave 
había ingresado
a su persona 
a los seis años 
por la puerta derecha
de eso que llamamos 
organismo. 
Entró y llegó para quedarse, 
dejando de recuerdo
una vibración meliflua, 
un líquido sonido 
suavizante de un idioma 
que habría sido entrecortado, 
digno de jerarcas y ministros,
pleno de abruptas imposiciones, 
tan solemnes,
ra-ta-ta-tat,
alto y siga, ra—ta—ta—
rigideces forzadas 
en los pulmones, 
en el aliento,
diques al fluir continuo 
del fraseo de riachuelo,
los naturales modos del subsuelo.
Sobrevolándolo se hallaba 
el carbonero japonés
de previo nombre latino:
Parvus minor.
Tocó el vestíbulo
sin formalidad, 
sin parsimonia,
clavando el color que le daba
el negro distintivo
al centro exterior del cráneo.
El canto era el plato fuerte. 
Vendría después.
Sin comer ansias, 
momentos dorados
que pondrían de relieve
la amplitud del repertorio.
Ya habría un tiempo 
mil veces mejor 
que el de ruiseñores 
o mirlos de las siete islas.
A él le estaba reservado 
ser amo y señor de la isla.
Y mientras tanto yo, 
absorta en analogías 
que hacían mi mundo 
más chato y limitado, 
me imaginaba, engolosinada, 
chupamirtos, 
	           picaflores, 
			                        colibríes tropicales 
muertos de sed en mis oídos
al no hallar dulzura alguna. 
La del carbonero, en cambio, 
prorrumpiría entre lujos 
de sintáctica estructura. 
Sintaxis.
Lo que yo siempre había buscado
a tientas, con miedo, 
ahora se abría paso:
carbón negro, carbonero
en campanero transformado,
según habría predicho Juan de Yepes, 
soltando amarras y alas,
orando a los cuatro vientos, 
los cuatro multiplicados
y en dioses transformados.
Ghen, en tarabilla, 
comenzó a repetir 
en trabalenguas infantil,
de pronto y sin motivo, 
frases sueltas
de un lenguaje 
que trastocaba 
el orden
del cosmos 
sin querer
traduciendo los dictados
del ave carbonera-campanera
en su interior oracular y místico 
de doctor en ciencias ocultas y reveladas.
Predecía en cadena sonora
los horrores y flagelos de un infierno 
que desaparecer podría en un instante.
No le creyeron: 
pensaron que eran disparates
de un pequeño muy sensible. 
Y sí. Además.
*
A las afueras de Nagasaki
parecían haber emigrado 
todas las aves de repente, 
menos su cautivo campanero,
cantando a lengua batiente.
No era de noche, 
aunque había oscurecido.
               Sé de la fuente que mana y corre, 
               aunque es de noche,
               el eco
               a siglos
               de distancia.
Por su oído izquierdo 
salía el canto de advertencia, 
justo durante el mayúsculo estallido.
Con la música por dentro 
pues contra ella nada,
escuchó a partir de ese momento 
sólo por el lado derecho
para absorber el siniestro,
lo fútil y fugaz 
proveniente de otros, otras.
Él sabría transformar esas historias. 
Para atender en adelante 
las soledades 
que se huelgan de conocer a Dios por fe, 
su carbonero emergía muy brevemente 
dando tono a sus respuestas.
Todo dolor ya bagatela, 
todo humo de batallas 
por tormentas apagado.
Todo poema 
vibrátil
verdad,
verdad vibrando
sobre la superficie 
oscura y clara 
de la luna.
Imagen de portada: Stephanie Hill, sin título, 2016. Cortesía de Creative Growth