El último hombre sobre la tierra

Utopías y distopías / dossier / Noviembre de 2018

Hernán Lara Zavala

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Utopía significa “no hay tal lugar” y da título al libro que Tomás Moro escribió en 1516 —en latín— inspirado en los viajes de Américo Vespucio para expresar su opinión acerca de las principales causas de los males y problemas sociales que aquejaban por entonces a la Europa renacentista, así como las posibles soluciones que vislumbraba para lograr paz y prosperidad. La obra plantea una discusión sobre la vida cotidiana, la política y las costumbres en una isla imaginaria situada en el océano Atlántico, cerca del continente americano. Para ello establece un parangón entre lo que ocurría en ese momento en Europa durante la época de Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia, Carlos I de España y V de Alemania y el papa Clemente, jefe de la Iglesia católica. Ante esta complejísima situación Moro plantea, de manera provocativa, una nueva propuesta basada en aquella isla distante y armónica. Visto en perspectiva, se trata de un momento extraordinario en el que convivían en Europa los grandes reyes con los grandes humanistas: Tomás Moro, Francis Bacon, Michel de Montaigne, Erasmo de Rotterdam, Nicolás Maquiavelo, Juan Luis Vives, que o bien eran amigos o al menos se conocían a través de sus respectivas lecturas. Como Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam, Utopía de Moro debe leerse simultáneamente como un libro divertido, especulativo, al tiempo que instructivo, novedoso y filosófico. Utopía, estructurada a partir de las conversaciones entre tres amigos: George de Theimseke, Peter Gilles y particularmente el filósofo portugués Raphael Nonsenso (significativo nombre), de quien Moro registra por escrito las experiencias y observaciones, vividas y narradas por éste durante su estancia en Utopía. Moro y Raphael discuten a través del método dialéctico de pregunta y respuesta ciertas ideas que intentan contrarrestar los principales problemas europeos y, entre otros temas, tratan la agricultura, la relación entre productos del campo y su distribución, las recreaciones del pueblo, las buenas maneras en la mesa, el desempleo, el matrimonio, la pena de muerte, la guerra, el sistema comunitario —que prescinde de la propiedad privada—, las leyes y el método educativo que priva en la isla de Utopía. La intención del libro es abordar los principales problemas de la humanidad con el objeto de crear una sociedad más justa, humana y equilibrada. Con ello Moro fundó todo un género literario que después explorarían Bacon, Campanella y otros, que ahora conocemos como obras que plantean lugares imaginarios, La nueva Atlántida y La Ciudad del Sol, que reflejan sociedades ideales a las que la humanidad debería aspirar. La palabra utopía implica entonces una propuesta edificante, optimista, enaltecedora, positiva, aunque acaso imposible de lograr y prácticamente irrealizable. Vasco de Quiroga trató de adaptarla en Michoacán en el pueblo que lleva su nombre, pero fracasó, pues, entre los humanos ni existe ni existirá tal “lugar”. Así podemos considerar que Raphael Nonsenso fue el último hombre que visitó Utopía y se negó a revelar su ubicación para que la cultura occidental no la pervirtiera. En cierto modo Un mundo feliz de Huxley se encuentra a caballo entre la utopía de Moro y la distopía de Orwell pues apuesta, como su título lo anuncia —aunque sea de manera irónica y un tanto oblicua—, por una sociedad presuntamente feliz. Sus habitantes no tienen incertidumbre sobre lo que son y se sienten librados de enfermedades, congojas, dolores e incluso de los padecimientos de la vejez. En esa sociedad todo mundo ha encontrado un lugar y lo ejerce sin la más mínima disensión. El mundo feliz de Huxley funciona como una producción en serie donde todo ha sido programado para la estabilidad, el orden y la eficiencia. Orwell abordó el problema desde otra perspectiva que no era, en principio, el de la mera informática que, como disciplina, no existía aún o al menos no nominalmente. El universo que Orwell plantea en 1984 es directamente oscuro, sigiloso, sórdido y amenazante. Él se basó en su propia experiencia del espionaje riguroso que padeció por parte de los soviéticos durante la Guerra Civil española, plasmada en su novela Homenaje a Cataluña, que hacía que cualquier conducta irregular fuera necesariamente susceptible de ser investigada y en donde todos son culpables de cualquier tipo de acusación.

Fotograma de El dormilón de Woody Allen, 1973

Por ello, como antídoto al idealismo utópico surgió el concepto de distopía, para nombrar lugares igualmente imaginarios, pero ahora de carácter negativo, capaces de prevenirnos sobre las posibles amenazas y peligros que acechan a la humanidad en el futuro. En las distopías el ambiente es opresivo, claustrofóbico, sometido, perverso y maligno; el clima moral se halla degradado por un sistema totalitario, dictatorial y represivo que controla la sociedad bajo la presunta idea de “hacerla justa y feliz”. Como antecedente puede señalarse Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, que más que una distopía es una crítica despiadada (para no decir misantrópica) a los seres humanos y su manera de comportarse entre sí. Las dos grandes distopías del siglo XX fueron escritas por dos autores ingleses, Aldous Huxley y George Orwell, y publicadas con dieciséis años de diferencia, cada una plantea una posibilidad completamente distinta, aunque en ocasiones encuentran algunas similitudes como el sistema totalitario, las diversas castas a las que pertenecen los habitantes del World State (Huxley) y Oceanía (Orwell) y la abolición del deseo sexual. El título de Un mundo feliz (Brave New World en su lengua original) proviene de la obra de Shakespeare La tempestad, de una expresión utilizada por Miranda, que ha vivido recluida con Próspero, su padre, en una isla donde no hay más habitantes que ellos y Calibán, nativo de la isla al que le fue usurpada gracias a los artilugios mágicos de Próspero. El comentario de Miranda bien podría traducirse “bello nuevo mundo” más que “feliz nuevo mundo”, pues la expresión que ella utiliza viene a colación cuando descubre a un grupo de españoles que desembarcan en la isla a causa de un naufragio: “O brave new world that has such people in it” (“Ah, bello mundo que contiene a gente como ellos”) y que resulta, por cierto, un comentario colonialista y racista contra Calibán que, de alguna manera, representa al indígena americano desposeído por los europeos. Pero ahora no intento hacer las síntesis de los términos que plantean ambas obras pues ya me ocupé de ello en otro ensayo titulado “La esperanza en la utopía”. Doy por sentado que el lector tiene en mente cierto conocimiento de las novelas y sus principales planteamientos. Por lo tanto me concentraré, exclusivamente, en el tema: ¿quién fue más certero en sus predicciones, admoniciones y prevenciones, Moro, Orwell o Huxley? Dejo por el momento aparte a Moro, cuyos ideales siguen en muchos casos aún vigentes. Tanto Huxley como Orwell estaban conscientes, o al menos sospechaban, de que en sus respectivas lucubraciones estaban hablando del último hombre sobre la Tierra, el último ser humano consciente de sí mismo, de su individualidad y de su libertad. Por ello me gustaría establecer aquí las diferencias que cada uno de estos autores tuvo frente a la oscura prospectiva de un futuro distante. Huxley falló al pensar que el futuro estaría regido por las leyes de Henry Ford, en cuanto a las líneas de producción en serie. Partió de la idea de que Ford había revolucionado la faz del mundo tanto como Jesucristo. De ahí lo absurdo del “año de la estabilidad”, situado en 632, después de Ford. Pero Huxley se quedó en la parte meramente mecánica y no alcanzó a vislumbrar que, por importante que fuera Ford en su descubrimiento de desintegrar el proceso de producción automotriz en partes con el fin de optimizar tiempos y movimientos, a la larga resultaba demasiado mecánica, simplificada, y en tales recursos no podía descansar el futuro de la humanidad. Si acaso existió algún cambio, en términos meramente industriales, fue el parangón que puede hacerse en producir, en lugar de objetos, series de seres humanos que establecen diversas castas, cual si fueran entes “fabricados” con el único propósito de que resultaran útiles, más para el Estado que para la sociedad o el individuo, lo cual trae a la mente los anhelos racistas hitlerianos.

Afiche de 1984 de Michael Anderson en 1956

El mundo feliz de Huxley propugna la estabilidad del Estado regida mediante una bioingeniería pragmática, fría, calculadora y eficiente, apoyada en el condicionamiento psicológico y malthusiano en donde los seres humanos no son concebidos, sino “cultivados” para desempañar diversas funciones. Este tipo de planificación se conoce en la novela como hypnopaedia (hipnosis aplicada durante el sueño). Los seres del mundo feliz no nacen mediante parto; son inducidos en serie y están predestinados a responder a la obediencia pasiva, al consumismo inveterado y a una frívola promiscuidad que produce placer sin crear ningún tipo de dependencia o compromiso emocional. De ahí las consignas del sistema: “Comunidad, Identidad y Estabilidad”. La jerarquización de los habitantes del mundo feliz se divide en varias castas, unas, las superiores, denominadas alpha-plus y beta, son las que ocupan los seres situados en lo más alto de la jerarquía social que se dedican a las labores intelectuales y al mando político; a partir de ahí descienden hasta la clase de más baja ralea: los épsilon-menos, encargados del trabajo sucio y las labores menores que requiere toda sociedad. Pero en el mundo feliz de Huxley no existen los inconformes pese a sus diferencias intelectuales de “concepción biológica” y estrato social. Se trata de dos mil millones de habitantes estandarizados gracias a la ingeniería biológica y el condicionamiento inducido a través del sueño, que permite que su función social sea predestinada para que todos respondan de manera uniforme. En ese mundo todas las castas son felices gracias al soma, droga proporcionada por el Estado que ofrece felicidad instantánea (eufórica, narcótica, agradable y alucinante) sin que exista ningún efecto colateral ni físico que borre toda diferencia de clase: “somos los mismos gracias a que habitamos un mundo feliz en donde la felicidad está por encima de cualquier otro principio”. Huxley no sólo resultó un visionario en el consumo de las drogas psicodélicas en el futuro sino que también él mismo propuso y alentó la “apertura de las puertas de la percepción” a través de plantas como el peyote, cuyo alcaloide, la mescalina, tiene poderes alucinógenos. Su predicción en torno al consumo de drogas resultó certera en cuanto a la adicción pero totalmente falsa en cuanto a los efectos de armonía y felicidad que iba a producir dentro de la sociedad. El mundo feliz de Huxley está diseñado con una arquitectura funcionalista, donde todos los departamentos tienen música artificial, aromas y feelies (películas en las que se puede sentir físicamente cualquier estímulo), el transporte se lleva a cabo mediante helicópteros individuales, la ropa es sintética (viscosa, acetato, cuero artificial), el sexo libre, abierto e indiscriminado; la sensualidad femenina se describe hormonalmente como neumática, como si se tratara de algo inflable que físicamente pertenece a todos. Se ha obviado la posibilidad de elección. Dios se ha sustituido por Nuestro Ford, la nueva divinidad donde la historia resulta despreciable: “History is bonk”, reza uno de los lemas de ese mundo feliz, frase que adaptada a la jerga mexicana equivaldría a “la historia es pura mamada” y el gran líder, ideólogo y dictador que rige al mundo, siguiendo los designios de Henry Ford, se llama Mustapha Mond. En el mundo feliz de Huxley la población óptima está modelada como un iceberg: “ocho novenas partes bajo el agua y una por arriba de ella”, afirma Mustapha Mond. Con objeto de crear la tensión dramática en la novela, Huxley se sirve de tres personajes, Bernard Marx, John “the Savage” y Lenina Crown. Bernard y John se rebelan, cada uno por su parte, contra el sistema “¿Y son felices los que viven abajo?”, pregunta John “the Savage”, a lo que Mustapha Mond responde: “Más felices que los de arriba. Más felices que aquí tu amigo” (Bernard Marx). “¿A pesar de ese horrendo trabajo?” De lo que Mustapha Mond, el gran controlador, concluye: “¿Horrendo? Ellos no lo ven así. Al contrario, les gusta. Es sencillo e infantilmente simple. Sin demasiada presión mental o muscular. Siete horas y media de trabajo tranquilo y descansado, y luego les corresponde su ración de soma y juegos, copulación sin límite y feelies. ¿Qué más podrían desear?”. En ese mundo se supone que es imposible sentirse solo. Y únicamente aquellos que son diferentes experimentan esa sensación: “que va en contra del orden y la estabilidad y por consiguiente resulta una suerte de conspiración del orden y la estabilidad”. Bernard Marx será exiliado por su disidencia frente al Estado y será enviado a una reserva en Islandia como castigo por su rebeldía mientras que John “the Savage”, personaje tipo D.H. Lawrence en cuanto a que es la encarnación de las fuerzas primitivas, criado al margen de la civilización e imbuido por la cultura Zuni, se enamora de Lenina Crown pero no alcanza a entender el comportamiento de ella y la flagela llamándola strumpet (prostituta) y acaba por suicidarse por no comprender las costumbres del mundo feliz. El mundo de Orwell es mucho más oscuro, más literario, más aterrador y absolutamente real y pesimista. La novela abre enfocando a Winston Smith, un burócrata de 39 años equivalente a los alphas del mundo feliz, que trabaja en el Ministerio de la Verdad y que ejerce un trabajo de primera línea en la sociedad de Oceanía regido por un gobierno totalitario que, como lo anuncian los carteles, previene a los ciudadanos: “BIG BROTHER IS WATCHING YOU”. Ésa es la horrible metáfora y admonición de Orwell: que ya nadie puede ser libre de pensar, sentir, trabajar o amar sin que el aparato estatal observe, juzgue y condene. Los vecinos se espían unos a otros, las esposas a los maridos y los hijos a los padres para denunciarlos y hacerlos víctimas de las más terribles torturas.

Fotograma de 1984 de Michael Anderson en 1984

Orwell vislumbró el telescreen y la figura del Big Brother (el gran dictador) como medios ideales para observar y juzgar la totalidad del ciudadano común, de manera que el Estado pudiera inmiscuirse en los más íntimos pensamientos y anhelos de todo ciudadano, en cualquier lugar, a toda hora, sin estar a salvo en la oscuridad o perdidos entre la masa informe de la multitud o en un lugar absolutamente secreto, si acaso lo hubiere, como se ilustra en la novela. En 1984 todos son susceptibles de ser observados, vistos, leídos, espiados y juzgados a través de canales del Estado que jamás podrá controlar el ciudadano común. Las consignas del partido en 1984 están construidas a partir del oxímoron:

LA GUERRA ES LA PAZ LA LIBERTAD ES ESCLAVITUD LA IGNORANCIA FORTALECE


La sociedad de INGSOC, como la llama Orwell, tiene algunos principios sagrados: el newspeak (reducir el lenguaje a su más mínima expresión), el double think (el doble mensaje), y the mutation of the past (la alteración de los hechos históricos del pasado). Los departamentos corresponden a sus opuestos y el más terrible se denomina el Ministerio del Amor, donde se producen las más terribles torturas. Lo más dramático de la metáfora de Orwell es que sus predicciones son cada vez más próximas y alarmantes. Hay diversos países donde priva el totalitarismo; el populismo y la corrupción se han convertido en “los príncipes del poder”, provengan de donde provengan, ya sea de la izquierda o de la derecha. “El verdadero poder, el poder por el que luchamos noche y día no es sobre las cosas sino sobre la gente”, afirma O’Brian. Contrario a lo que ocurre con Bernard Marx y John “the Savage”, el castigo que reciben los protagonistas de 1984, Winston Smith y Julia, no es la muerte ni el exilio sino algo mucho peor: la mutua traición de uno al otro lograda a partir de la tortura a la que los someten en el cuarto 101, que tiene que ver con sus fobias atávicas e incontrolables. Una de las partes más dolorosas y sobrecogedoras de la novela ocurre cuando Smith siente una cierta identificación con el tal O’Brian, que actúa como disidente con el lema de “Nos encontraremos en algún lugar donde no existe la oscuridad”. Pero ese lugar no era una salvación para Winston y Julia, como lo imaginaron, sino todo lo contrario: los condujo a la perdición, a la tortura y al sometimiento. Hay un enemigo de la gente y del Inner Party, un tal Emmanuel Goldstein que ha sido creado para desfogar el odio de la gente, de los “proles”. En la parte final de la novela existe un diálogo entre O’Brien y Winston que sintetiza los terribles efectos de la distopía orwelliana:

¿Cómo ejerce uno el poder sobre otra persona?… Exactamente, haciéndola sufrir. La obediencia no basta… El poder consiste en infligir dolor y humillación. El poder consiste en destruir la mente humana haciéndola añicos y luego volverla a construir de acuerdo a nuestros intereses… ¿Empiezas a ver el tipo de mundo que estamos creando? Es el opuesto exacto de esas utopías estúpidas que los viejos imaginaban… El progreso en nuestro mundo será el progreso hacia el dolor… Nuestro mundo está fundado en el odio. En nuestro mundo ya no habrá más emociones excepto miedo, rabia, triunfo y autodegradación.

Por ello el último hombre sobre la tierra en 1984 será el propio Winston Smith, y así se lo sentencia O’Brien: “Tú eres un hombre, Winston, el último. Tu especie está extinta: nosotros somos los herederos. ¿Ahora entiendes que estás solo? Estás fuera de la historia, ya no existes… ¿Y te consideras moralmente superior a nosotros con nuestras mentiras y nuestra crueldad?” En suma, mientras Moro exploró la utopía por medio de un diálogo; Huxley imaginó una sociedad adormecida de felicidad e incapaz de reacción alguna, y por último, Orwell se planteó un mundo movido por el terror. ¿Cuál de estos mundos será, en efecto, el que habite el último hombre sobre la Tierra?

Imagen de portada: Fotograma de 1984, de Michael Radford, 1984. ©Virgin Films