Ciudadanos cero

M68 / dossier / Octubre de 2018

Fabrizio Mejía Madrid

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La disputa por la aparición

Hannah Arendt en La condición humana:


Que cada vida individual entre el nacimiento y la muerte pueda ser contada como una historia con principio y fin es la condición pre-política de la historia, la gran historia sin principio ni fin. Pero la razón por la cual cada vida humana cuenta su historia y por qué la historia finalmente se convierte en el libro de cuentos de la humanidad, con muchos actores y oradores y, sin embargo, sin autores tangibles, es que ambos son el resultado de la acción. La perplejidad es que en cualquier serie de eventos que juntos forman una historia con un significado único, podemos, en el mejor de los casos, aislar al agente que puso en marcha todo el proceso; y aunque este agente con frecuencia sigue siendo el sujeto, el “héroe” de la historia, nunca podemos señalarlo inequívocamente como el autor de su resultado final.

La acción “germinal” del 68 nunca pudo contarse en el instante de su realización, en las calles, las aulas, los auditorios, sino hasta después. Nunca está claro qué se está haciendo cuando colectivamente se siente que hay algo nuevo. Es, como dice Arendt, una huella de la acción que tendrá que ser narrada, interpretada, y armada con posterioridad. Durante los primeros diez años de esa narración, el 68 fue, sobre todo, el testimonio de la represión. Para combatir la “verdad histórica” del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz —los estudiantes, azuzados por intereses extranjeros, buscaron desestabilizar al país de la Olimpiada y el ejército defendió la seguridad nacional el 2 de octubre en Tlatelolco—, los estudiantes escribieron, dieron entrevistas, narraron historias familiares de lo que a cada uno le había tocado de la perplejidad de su acción. Después, a partir de la lucha por el sufragio, en 1988, se le convirtió en el inicio de “la lucha democrática” mexicana. Por supuesto, muy poco en el 68 tuvo que ver con la idea del sistema de partidos, el voto libre o la libertad sindical. Su carácter democrático es mucho más profundo y tiene que ver con la disputa por la soberanía como cambio en las relaciones de poder entre los gobernados y el Partido Único. Por eso puede ser narrado como origen o preparación de otra secuencia de eventos políticos nacionales, aunque en su propio presente el “germen” de lo que sería no estaba siquiera a la vista. El movimiento del 68 no está, en primera instancia, ni en sus demandas —el pliego petitorio—, ni en su gráfica, ni en los discursos de sus líderes o en los comunicados del Consejo Nacional de Huelga. Está en la aparición de los cuerpos en el espacio público. El 68 son las marchas, las asambleas, las concentraciones de personas, cuya reunión tiene una significación anterior y aparte de lo discursivo. Piénsese en el inicio del movimiento. Resulta todavía incomprensible que sea la intervención desmedida de los policías para castigar una riña entre alumnos de dos escuelas y, más tarde, la protesta contra esa misma represión, el detonante de una movilización indignada de toda una generación y en buena parte de la nación. Lo que se reivindica es el derecho a aparecer que instaura y afirma el cuerpo en el centro de la arena pública como una representación o una versión efímera y provisional de la soberanía popular. Es una autonomía de los cuerpos en asamblea que genera el drama de su propia existencia pública. El pliego petitorio no nos habla de esos combates entre grupos de manifestantes contra tanques en medio del Zócalo o en las instalaciones de las escuelas. Esa disputa es por el espacio. Por escrito, se pide el fin de la represión, la destitución de algunos jefes policiacos, la presentación de los presos políticos y la abrogación de dos artículos del Código Penal que criminalizan, desde los años cuarenta, la disidencia. En lo hablado se pasa con soltura de la condena al presidente a los ánimos ilusionados que genera el triunfo de la Revolución cubana. En los comunicados del Consejo Nacional de Huelga se escribe una historia de mesura ajedrecística de respuestas políticas al gobierno. Pero la disputa central está en y es por los cuerpos. Lo que le preocupa al poder es que éstos se reúnan sin su convocatoria. Toda concentración pública de miles tiene un sentido legitimador y lo que hace el 68 es variar las condiciones de su aparición. De hecho, es después de la concentración organizada por el Estado con sus propios empleados (la mañana del 28 de agosto), que se decide la matanza del 2 de octubre. Lo que precipita la acción militar del gobierno de Díaz Ordaz es que sus propios burócratas, sacados a la calle para desagraviar a la bandera nacional y convertir en herejía el emblema rojinegro de los estudiantes, terminan con una demostración pública de que las condiciones de la ocupación del espacio han variado a tal grado que los convocados confiesan a voz en cuello: “Somos borregos, nos acarrearon”. Esta encarnación de la soberanía popular tiene una dimensión política al menos en dos sentidos: la representación es, al mismo tiempo, teatral y vivida políticamente, y los cuerpos unidos abandonan su precariedad individual en el espacio público. Las relaciones íntimas entre política y teatro, el 68 las exacerba: las brigadas de estudiantes que fingen debates sobre el movimiento en las paradas de los camiones o en los puestos de periódicos son la forma de comunicación de la resistencia. Pero es más que eso: en la acción, constituyen la ciudadanía. Es implicar a los demás en un tipo de ejercicio de la libertad de manifestación que toma el espacio público para debatir. Es una dramatización del papel de los ciudadanos. Es llevar la polis al espacio del ágora. El 68 es reunirse para crear las condiciones para reunirse.

Gráfica del 68, Jorge Pérez Vega, ¡Gobierno hipócrita y asesino!. 1968

Aparecer, ponerse de pie, respirar, moverse, escuchar, marchar, callarse —la Manifestación del Silencio (13 de septiembre) será el acto más espectacular de autodisciplina y la teatralización, con el puño en alto, de la dignidad de los golpeados y silenciados—, pone a los vivos en el centro de la política, aún antes de conocer sus demandas o posturas políticas. Los cuerpos reunidos dicen: “Somos la soberanía.” La demanda de la teatralidad de la asamblea pública es, en el 68, una demanda de una vida más vivible —sin represión en las calles—, que excede cualquier pliego petitorio. Su sola aparición produce la soberanía. El 68 sucede como consecuencia de esa comparecencia. Esta acción colectiva de aparecer, a la que llamamos el 68, supera a los cuerpos de los súbditos que han sido durante casi toda la historia mexicana los nacidos para obedecer. Después del sujeto-sujetado por las leyes y las fronteras —artificios previos al ágora— viene el ciudadano. Los hombres y mujeres nacen con derechos y la dimensión cero de ellos es la formación de una ética que los precede. En las calles siguen siendo los individuos precarios contra el poder militar y policial del Estado, pero reclaman con sus cuerpos la autonomía preexistente de la soberanía popular. Esa que se supone que habita como potencia en los pueblos y que es entregada en representación política. En el México de 1968, la ciudadanía es, como siempre, una exclusión constitutiva: no son parte de ella más que los cortesanos dentro del Partido Único. Con el derecho a la aparición de “los iguales”, el 68 se convierte en una exhibición de lo que debe ser incluido: son esos cuerpos en su precariedad, pero también en su fuerza ilimitada, que sólo será conculcada con la matanza del 2 de octubre. Pero que seguirá apareciendo a lo largo de medio siglo como un genio invisible de la ciudad. “2 de octubre, no se olvida” no significa sólo la rememoración de los muertos en un acto represivo, sino sobre todo la idea de que lo malo de los movimientos es que se acaban, pero lo bueno es que pueden volver a aparecer.

El cuerpo moral

La soberanía popular es una posición de poder, adjudica una superioridad. En el 68 esta autoafirmación se da desde la Universidad Nacional. Tras la ocupación militar (18 de septiembre, como respuesta a la Manifestación del Silencio), el rector Javier Barrios Sierra la define así:

Exhorto a los universitarios a que asuman, dondequiera que se encuentren, la defensa moral de la Universidad Nacional Autónoma de México, y a que no abandonen sus responsabilidades. La Universidad necesita, ahora más que nunca, de todos nosotros. La razón y la serenidad deben prevalecer sobre la intransigencia y la injusticia.

Lo obvio es la posición del rector que califica de “acto inmerecido” la ocupación militar ordenada por el presidente Díaz Ordaz. Lo profundo es que apela a una comunidad, la universitaria, para que se constituya en una defensa moral de sus derechos. La pertenencia a la universidad no está limitada por sus instalaciones —cuya autonomía ha sido vulnerada— sino que es una posición reivindicable de ser miembro de una comunidad cuyos derechos no son exclusivos de alumnos y exalumnos sino que le pertenecen a todos los ciudadanos: libertades de expresión, manifestación, y de insurrección. La soberanía popular del 68 es, por ello, inicialmente universitaria y politécnica; será constitucional e insurreccional. El cuerpo moral de lo universitario ha sido vulnerado por el poder central en su derecho constitucional a oponerse a una ley injusta —el detestable “delito de disolución social” del Código Penal— y, por lo tanto, pone la resistencia en una indeterminación típicamente ciudadana: estar bajo la ley en la obediencia, pero sobre de ella, como soberanía. El doble carácter del ciudadano, el obediente y pasivo, y el vigilante y participativo, se ponen en juego dentro de la Constitución de la República: el contrato con los poderosos es de asociación, no de sujeción al poder ya establecido. La propia Constitución garantiza el derecho a la rebelión y a oponerse a la propia Constitución (artículos 39 y 135). La ciudadanía es la encarnación histórica, material, corporal, de la “magistratura indeterminada” de Aristóteles en la Asamblea griega: la indefinición que permite que sea la fundación de una nueva institucionalidad y la contestación a esta misma. El ciudadano, bajo la ley y por encima de ella, sólo existe en una acción participativa. Es a la que convoca el rector “a dondequiera que se encuentren”. Es indeterminado porque no es ni exclusivamente público ni privado; no es puramente individual ni totalmente colectivo. La ciudadanía es, al mismo tiempo, una pieza fundamental del Estado en el que, idealmente, todos somos tratados por igual en nuestra soberanía y, también, simultáneamente, un actor de la insurrección posible. Existimos entre el aparato del Estado y la sociedad civil; entre el ejercicio de nuestros derechos y la disciplina. Esta ciudadanía pone en tensión al propio Consejo Nacional de Huelga. Si bien de inicio se impone una estructura de representación basada en las escuelas —dos alumnos por cada una—, se retoma, al mismo tiempo, la figura del “comité de lucha”. Se había llamado así antes a las organizaciones que combatían a las escuelas que no querían impartir la “educación socialista” del periodo presidencial de Lázaro Cárdenas. Pero en 1968 son las células de la acción directa y de la toma nuclear de decisiones. Sus miembros son todos los que asisten a la aparición pública, sea propaganda callejera o asamblea de las escuelas. La idea de representación política del Consejo Nacional de Huelga es puesta en tal marca de sospecha y vigilancia por los comités de lucha, que le es imposible a los servicios de seguridad del Estado saber el nombre y apellido de “los líderes”. A pesar de que las policías federal y de las ciudades espían las asambleas, los representantes cambian tanto que, al encarcelar a mil 43 personas después de la masacre del 2 de octubre, las autoridades tienen que recurrir a delatores para ponerles nombres a los activistas. Y aun así tienen problemas para deslindarlos de los “manifestantes ocasionales” —como les llaman los servicios de inteligencia— porque jamás entienden de dónde proviene el grueso de la participación pública. Por eso es explicable la necesidad de los militares y funcionarios de seguridad nacional de que los muchachos, bajo tortura, digan nombres de políticos conocidos, como Carlos Madrazo, el expresidente del Partido, o Heberto Castillo, el líder de la Coalición de Maestros. Jamás entienden el carácter de la ciudadanía que emerge entre julio y octubre de 1968: es singular en cada participante pero unificada en un cuerpo moral. No es el Consejo Nacional de Huelga, como instancia de representación política, el único que dirige al movimiento. Son también los comités de lucha, las brigadas, las marchas y mítines en su igualitaria totalidad. Son todos y es nadie en particular. La demanda de diálogo público con el presidente Díaz Ordaz le da otra vuelta de indefinición a la representación política del Consejo Nacional de Huelga. En la propuesta de las asambleas, el diálogo será en el Zócalo de la capital de la República, entre el presidente y sus designados, de un lado, y 500 estudiantes del otro. El número es inaceptable para Díaz Ordaz, que piensa que es “una algarada” con el propósito de ridiculizarlo en público y con representantes que no lo son. La representación política siempre ha sido ante el Presidente, no para dialogar sino para pedir audiencia, suplicar, implorar, si acaso, sugerir. Los diálogos son privados; la oscuridad del secreto permite la negociación, el intercambio entre la gracia del poderoso y el “gracias” del gobernado. Y, más aún, los “representantes” tienen un poder delegado, no un vínculo rígido con sus representados. Los “representantes” que la política mexicana conoce son los intermediarios, los “coyotes”, los abogados de barandilla. Los estudiantes en asamblea creen en la democracia directa, la de la revocabilidad de sus representantes, y también la que no admite interpretación de una “voluntad general”, sino que sólo lleva el mandato de las asambleas. Por eso, el número de “delegados” al diálogo público sube hasta casi reproducir una sesión nutrida del Consejo Nacional de Huelga. La ciudadanía que aparece en el 68 es autora y actriz de las demandas. Es una soberanía que busca moralizar a la política, que hace explícita la oscuridad en la que nace: el régimen despótico del Partido Único.

Gráfica del 68, Arnulfo Aquino, No claudicaremos, 1968

La frecuencia cívica

El presente sólo es nuestro; las estrellas que vemos en el cielo ya no necesariamente existen, sólo su luz llegando hasta aquí. Como la vida, el tiempo es un chiste local. Lo humanizamos en formas como el “tic-tac” de un reloj, como lo propuso Frank Kermode en El sentido de un final, y que sigue sonando a pesar de que ya ha llovido. El “tic” es la génesis del instante, mientras que el “tac” es su final, “un modesto apocalipsis”. Entre ellos hay un intervalo de tiempo desorganizado que sólo adquiere sentido después del “tic” y con la expectativa de que ocurra el “tac”. Sin el inicio y el final, el intervalo es inhumano, incalculable, informe. Es, acaso, lo que diferencia nuestros tiempos: el mecánico, un segundo igual al otro, del significativo. Lo que percibimos, recordamos y lo que esperamos, se piensa sólo en ese tiempo en el que se narra lo que se conforma con respecto al final. Si hay un final, todos los intervalos sucesivos adquieren, de pronto, un sentido: el futuro cambia el pasado. Lo sucesivo se transforma en decisivo. Lo que antes era un segundo y otro y otro más, ahora tiene un sentido, el de estar interconectado —entramado— con su desenlace. Dice E.M. Forster en su Aspectos de la novela: “El rey murió y luego murió la reina, es un hecho. El rey murió y luego, de tristeza, murió la reina, es un relato”. En efecto, la motivación es la principal arma que la narración tiene sobre los hechos. Por qué suceden las cosas es —como escribió Borges— el problema de cualquier narrativa. Es la causalidad. Humanizar el intervalo inclemente. A medio siglo de ocurrido, el 68 se califica, desde el presente, como el inicio de la democratización del país. Aunque entre aquella aparición de los ciudadanos en el espacio público, sus deliberaciones en asambleas, y la brutal represión que sufrió, y el actual sistema de partidos con el voto individual, libre y secreto, no pareciera haber demasiadas conexiones, así lo hemos narrado. La trama del 68 es un drama que no sólo se comunicó al resto del país —los no ciudadanos de esos años— sino que se transmitió en el tiempo. Para ir de la simple información de los hechos y los motivos del movimiento al contagio transgeneracional del estado de ánimo ciudadano, hubo que hacer una conversión de los vivos que le siguieron en parte de una cadena de sentido, en una comunidad de memorantes y de mensajeros. La memoria del 68 no antecede a su transmisión, es producto de ella. Heredar no es recibir sino seleccionar, y transmitir no es transferir, sino reinventar. El acto mismo de rememorar conlleva consigo cierta huella de olvido. El 68 es hoy el aliento de la colmena sin reina. Es la grandeza de lo pequeño, de lo menudo, lo limitado, lo que nace de un espíritu de lo común. La otra grandeza, la del Estado, es la de la expansión obsesiva, la vigilancia intrusiva, el movimiento de los aparatos burocráticos hacia la conquista de planes maniacos. El de la sociedad civil es un poder que no surge de los “gladiadores de la política” —los “atletas de hacer obedecer”, según el mismo Peter Sloterdijk—, sino de la igualdad cuyo valor angular es haber nacido iguales. Para el Estado, la política es un arte del pastoreo (“Aprender a obedecer” fue el lema de la campaña presidencial de Gustavo Díaz Ordaz). Para la sociedad civil, es de asistencia —en su doble sentido de presencia y de amparo—, el cuidado, entre iguales. Para el Estado, la política es un arte de boticario que hace tragar “por su bien, la amarga medicina”. Para la sociedad, nunca resultará aceptable usar a los demás como medios. Para el Estado, la política es el arte de repartir la crueldad. Para la sociedad, es el arte de condolerse. No hay 68 sin matanza, sin encarcelados, humillados, acallados. El drama del 2 de octubre no borra la alegría de la transparencia pública y la desobediencia corporal (melena, jeans, y minifaldas agitadas al ritmo de los Rolling Stones), sino que la exaspera. No hay “individuos excepcionales” en el heroísmo de la defensa de las escuelas, las calles y las plazas. De todos los que sufrieron la cárcel, aunque su testimonio no lo hayan publicado. Es el anonimato como garantía de desinterés lo que resulta consustancial al acto de participar. En las asambleas, en las guardias de la huelga universitaria y politécnica, se habla de afectos, de dolor y expectativas, al contrario del discurso del “atleta político” que se abstrae para alejarse, que señala a un orquestador encubierto —el comunismo internacional, la CIA, la oposición interna del Partido— cuando la exhibición pública, material, de la soberanía lo rebasa. El 68 reivindica lo novedoso de no dejarse. La batalla campal entre la policía y los politécnicos retrasa dos días la toma de la escuela y se hace sólo cuando el ejército encabeza la operación. Esta ruptura, el no dejarse, no implica un plan, ni un discurso estratégico de renovación de la existencia. En la apropiación de la soberanía se busca el espacio público y la deliberación en asambleas. Pero hay en la sociedad civil que emerge del 68 una búsqueda de lo vertical. Algo hacia arriba, que no es Dios ni el Estado, ni la posteridad. Es una ética de convivencia nueva: una idea no económica de la riqueza, una definición no militar de la valentía, una sensación de logro sin los reconocimientos. Hay una vertical que no es jerárquica ni mística y que es “nuestro aún no” como sociedad. “Nuestro aún no” es una verticalidad que invierte el poder con una ética del “a pesar del Estado”. La sociedad de la emergencia funda sus fortalezas éticas en las carencias y, con frecuencia, en sus debilidades. La verticalidad es la creación de lo imposible, en su aparición como existencia, cuenta mucho la idea de una sociedad que se dice a sí misma: “no dejes de querer”. La emoción es la venganza de la vida real sobre lo descomunal. De lo mundano, de lo plebeyo, sobre lo grandote. La desproporción habitual entre el poder de la cúspide y nuestra pequeñez de ciudadanos se invierte con el regreso a la reserva cultural del 68: los que sabemos somos los que estamos en comunidad, en soberanía, los que sabemos del sufrimiento que implica convivir. Sabemos que los seres humanos sólo podemos regenerarnos en lo pequeño. Jamás un país que ya no protege a sus ciudadanos se ha podido levantar con un plan global del Super-Funcionario Público. Sólo el breve arte de la pertenencia mutua puede ser otra política. En medio de lo inconmensurable del Estado, los ciudadanos restauramos sus dimensiones humanas. Como escribió Albert Camus, “es por la humildad por la que se cuela la esperanza”. La perplejidad de la memoria del 68 es ésa: cada vez que se reúnen en libertad los ciudadanos se restablece el cuento de la ciudadanía, siempre indefinida y, por tanto, posible. Siempre, desde cero.

Arnulfo Aquino, pieza de la ofrenda Tlatelolco 68. Xilografía cortada con láser para impresión a manera de rompecabezas.

Imagen de portada Gráfica del 68, alumnos del maestro Francisco Becerril, México 68 [Olímpico], 1968

Adelanto de Memorial 68. Vol. II: Ciudadanía y movimientos, Di­rección de Literatura UNAM, 2018.