Vinilo: la música esculpida
Leer pdfEl plástico fue buena noticia en su momento porque puso al alcance de todos objetos que antes eran lujos: peines que imitaban la textura del carey o del marfil y que salvaban, se decía con optimismo, la vida de tortugas y elefantes; bolas de billar, teléfonos o aparatos de radio. En 1907, un folleto publicitario de la Bakelite Corporation decía que los plásticos eran un “cuarto reino” —junto al animal, el mineral y el vegetal— “cuyos confines eran ilimitados”. En los años treinta, una encuesta halló que “celofán” era considerada la tercera palabra más hermosa del idioma inglés, sólo después de “madre” y “memoria”.
A ese ideal del plástico pertenecen los vinilos, que ocupan un lugar semejante al del libro, pero en la música. En su superficie brillante contienen suites, sinfonías, sonatas, corridos, sones, baladas y canciones. Sonidos por naturaleza irrepetibles que, con ayuda de tornamesas y bocinas, podemos escuchar a placer. Al considerar los discos de vinilo, uno puede aún mirar el plástico con algo parecido al cariño.
El fonoautógrafo, invención de Édouard-Léon Scott de Martinville, fue el primer aparato que registraba mecánicamente el sonido. Lo patentó en 1857 y funcionaba de manera similar al oído humano. El sonido era captado por una bocina cónica, cerrada en su extremo más estrecho por una membrana elástica. A esa membrana se sujetaba una rígida cerda de jabalí y debajo de ella se colocaba una hoja recubierta de negro de carbón. La membrana, y con ella la cerda de jabalí, vibraba cuando se emitía un sonido cerca de la bocina y ambas dejaban un rastro sobre la hoja que se deslizaba por debajo a una velocidad constante. El rastro, una línea oscilante, era la imagen de una onda sonora.
Los fonoautogramas no podían reproducirse; la ambición no realizada de Scott era encontrar una manera de leerlos para que funcionaran como anotaciones. Fue hasta 1877 que Edison inventó el fonógrafo, que sí permitía grabar y reproducir sonidos. Su mecanismo era similar al de Scott, pero tenía importantes diferencias. La cerda de jabalí aquí era una aguja metálica y en lugar de papel cubierto de hollín había un cilindro metálico recubierto de cera que giraba al accionar una manivela. Conforme la aguja vibraba con el sonido, iba dejando un surco en la cera. Una vez que el surco estaba grabado, la aguja podía volver a recorrerlo. En ese recorrido hacía vibrar la membrana, produciendo ahora las ondas sonoras que el cuerno magnificaba. Edison cantó “Mary had a little lamb” en su primera grabación fonográfica.
En 1892, Emile Berliner comenzó la producción comercial de discos, que reemplazaron a los cilindros de Edison y se escuchaban en un gramófono. Aunque en un inicio no tenían una mejor calidad sonora que los cilindros, los discos eran más fáciles de producir a gran escala. Los primeros eran de hule rígido, pero desde 1895 se utilizó la goma laca, que se obtiene de la secreción de la cochinilla Laccifer lacca. Aunque eran frágiles y caros, los discos de laca fueron el estándar durante mucho tiempo.
Hacia finales de la década de los cuarenta llegaron al mercado los discos de policloruro de vinilo. Se puede grabar discos más o menos en cualquier material —hay ejemplos de discos hechos en radiografías, tortillas o hielo— pero el vinilo era más resistente y moldeable. El LP (long play), disco de 12 pulgadas (30.5 centímetros) que se reproduce a 33 1/3 revoluciones por minuto, fue creado por Columbia Records en 1948; el sencillo, de 7 pulgadas (17 cm) y 45 revoluciones, fue la respuesta de RCA Victor. Para mediados de los cincuenta, el LP era el formato predominante.
Ilustraciones de Israel Hernández, Israpop, 2025.
El desarrollo técnico que arrancó con Scott y Edison permitió, dicen los investigadores Dominik Bartmanski e Ian Woodward en Vinyl: The Analogue Record in the Digital Age (2015), “capturar la abstracción de la música, fijar las ondas sonoras en una forma tangible”. Ahora parece obvio, pero conviene detenerse en algo cuya importancia es fácil pasar por alto: antes de que se pudiera grabar, la música sólo podía experimentarse mientras alguien la estaba tocando. Existía y se extinguía de un momento a otro.
En cambio, con un disco uno podía oír en la propia casa la melodía que había escuchado en la taberna, en la fiesta del pueblo, en el salón, en la sala de conciertos. La música grabada permitía una escucha más atenta y más íntima. Quien no sabía tocar un instrumento ya podía oír canciones o sinfonías en soledad. La música se podía coleccionar y estudiar; se convirtió en un pasatiempo o, en el peor de los casos, en ruido de fondo.
A bordo de un soporte material, la música ya era capaz de alcanzar multitudes de oídos en otras ciudades y continentes. Los escuchas tenían a su alcance toda una producción novedosa y estimulante. Algunos eran músicos: la genealogía que va del blusero Robert Johnson (1911-1938) a los McCartney, Richards o Page pasa, necesariamente, por escuchar viejas canciones en tocadiscos y aprender, guitarra en mano, las infinitas posibilidades de tres acordes y doce compases.
Grabar la música cambió la manera en que era tocada. Una banda tenía que acomodarse en torno al fonógrafo. El cantante se colocaba más cerca que el resto de los instrumentos y cuando había un solo tenía que ceder momentáneamente su lugar al ejecutante. Como escribe el músico David Byrne en How music works (2012), “una sesión de grabación podía requerir toda una danza diseñada para que las partes clave se escucharan en el momento justo”. Los tambores eran cubiertos con mantas para amortiguar su ruido y el contrabajo a veces era sustituido por la tuba, que tenía un sonido menos percutivo. Las canciones se adaptaron a las necesidades del medio.
Las grabaciones se volvieron más sofisticadas con el desarrollo de micrófonos, cables, consolas, cintas magnéticas, artefactos electrónicos de todo tipo. En los estudios, cada instrumento puede ser grabado por separado, su sonido modificado a placer, combinado con otros. Los integrantes de las bandas ni siquiera necesitan estar en un mismo lugar al mismo tiempo para grabar una canción. Los sintetizadores y las computadoras permiten crear sonidos que no existían en un mundo sin electricidad.
“Un disco que gira en una tornamesa es música esculpida”, escriben Bartmanski y Woodward. Esos surcos que la aguja traza y luego recorre son figuras tridimensionales, cañones, valles y crestas; una reproducción mecánica análoga de la música. Esculpirlos no es una tarea manual, pero tampoco ha sido automatizada: pasa por la supervisión minuciosa de oídos, ojos y manos humanas. Se llama masterización al proceso con el que la música grabada —en cintas magnéticas antes, hoy en archivos digitales— es trasladada a un disco. En un video que se puede ver en YouTube, Miles Showell y Geoff Pesche, ingenieros de los famosos estudios Abbey Road, explican sus pormenores.
Lo primero que hay que tener en cuenta, dicen, son las limitaciones físicas que impone el formato: cada lado de un LP puede albergar unos veinte minutos de grabación. Los surcos tienen el grosor de un cabello humano, pero éste puede variar: como las frecuencias bajas ocupan más espacio horizontal su potencia debe reducirse. Además, los surcos no deben estar demasiado cerca entre sí, porque eso puede hacer que la aguja salte. Si la música que se está imprimiendo en el disco tiene un volumen demasiado alto, habrá distorsiones. Los sonidos sibilantes generan ruido. Cada género musical tiene sus propias exigencias.
El disco maestro es una placa de aluminio recubierta de laca de nitrocelulosa, similar al esmalte de uñas. Se coloca en tornos que a estas alturas son reliquias: los más modernos tienen la edad de las primeras computadoras caseras. La música, transmitida como una señal eléctrica, hace que la aguja metálica se mueva de arriba abajo y de un lado a otro, con lo que va creando los surcos en el disco mientras éste gira lentamente. El torno tiene un sistema automatizado que ayuda a que el grabado sea preciso.
Luego el disco maestro es llevado a una planta de prensado. Ahí es recubierto con una capa finísima de nitrato de plata y sumergido en un baño de níquel. Una reacción química hace que sobre ese disco se forme el “padre”, una versión en negativo del disco de laca, donde los surcos son, por así decirlo, cordilleras. El “padre” es sometido a un nuevo baño de níquel para crear a la “madre”, una versión metálica en positivo que sirve para verificar la grabación. De ella saldrán los moldes finales, otra vez en negativo, que se usarán para la impresión. Con cada molde pueden imprimirse unas mil copias.
Un operador coloca una especie de dona de doscientos gramos de policloruro de vinilo, junto con la etiqueta que irá al centro del disco, en la prensa, entre los moldes de ambas caras del disco. El PVC es transparente por naturaleza, pero puede ser teñido de cualquier color. El más común, por supuesto, es el negro; no sólo es el más barato sino que, según distintas fuentes, es el que mejor se escucha.
El plástico es comprimido durante 45 segundos. Después, el disco se enfría con agua y se le coloca en una cortadora que quita las rebabas y le termina de dar forma circular.
Escuchar un disco conlleva otra serie de pasos. Hay que sacarlo de su funda, inspeccionarlo a contraluz en busca de rayones o motas de polvo, colocarlo en el plato de la tornamesa, apretar el botón que activa el mecanismo giratorio, levantar el brazo y depositarlo delicadamente en el surco exterior. Cuando se escucha el crujido eléctrico, la música está por comenzar.
Los discos exigen limpiezas periódicas. Si no se manejan con cuidado, pueden rayarse. Además, envejecen: cada reproducción desgasta un poco los surcos, con lo que el sonido va perdiendo nitidez. Las tornamesas requieren reemplazos y ajustes. Es un medio que demanda, dicen Bartmanski y Woodward, “experiencia, conocimiento, competencia y cuidado por parte de productores y de consumidores”.
Los vinilos no son portátiles, son pesados y ocupan espacio. No hay dispositivo que permita oírlos mientras uno camina, maneja o corre. Hacerse de una buena colección y un buen equipo puede ser muy caro. Quizá todo esto explique por qué los formatos de audio digital —como el disco compacto, los archivos descargables o el streaming— han sido mucho más populares. Con un teléfono móvil con acceso a internet puede oírse toda la música casi desde cualquier lugar y a un precio módico.
A pesar de lo anterior, según la Recording Industry Association of America, desde 2007 y luego de un largo declive, las ventas de vinilos han ido en aumento. En 2022 superaron por primera vez desde 1987 a los discos compactos como el formato físico más vendido, aunque siguen muy por debajo del streaming. Hay, supongo, muchas posibles explicaciones para este fenómeno. La gente puede verse atraída por sus grandes y coloridas portadas, su prestigio, los incómodos rituales que conlleva, su materialidad: la música en estado sólido.
Se dice que los vinilos suenan mejor que sus trasuntos digitales. Los formatos digitales, a diferencia de los vinilos, no contienen una representación fiel de la onda sonora. La digitalización implica que la onda sonora sea dividida en pequeños paquetes de información. En un archivo digital, puede decirse, la onda sonora ya no se ve como una curva, sino como una escalera que sigue el contorno de la curva. Si se divide en muchas partes, los escalones son más chicos y se aproximan más a la curva; si son más grandes, ocurre lo contrario. Los escalones más grandes se traducen en archivos más chicos y viceversa.
El argumento purista dice que el formato análogo tiene un sonido más fiel. Los defensores de lo digital dicen que la información que se pierde en la digitalización es irrelevante y que la inmensa mayoría de los oídos humanos son incapaces de notar la diferencia.
A la música que se transmite en los servicios de streaming más populares se le quita mucha información para que los archivos sean más pequeños y se transmitan más rápidamente. Las limitaciones de esos archivos digitales son palpables en comparación con el vinilo. Su sonido es apagado mientras que el de este último es cálido y profundo. Un buen archivo digital, como los que contiene un disco compacto, supera las deficiencias de los archivos comprimidos.
La calidez en el sonido de los discos de vinilo también es el resultado de sus limitaciones. Es un sonido con menos frecuencias graves, con ruido producido por el roce de la aguja con el vinilo, con distorsiones auditivas. Es discutible que sea un sonido mejor, pero muchos lo encuentran placentero.
Ahora bien: una encuesta realizada en 2022 arrojó que la mitad de la gente que compra vinilos en Estados Unidos no tiene tocadiscos. Compran los discos como objetos decorativos, como fetiches coleccionables, para apoyar a los artistas, como expresiones de gusto, pero no están preocupados por su sonido.
El disco es un contenedor discreto, con un principio y un final, nociones ajenas a la era del streaming. En plataformas como Spotify pueden oírse canciones y álbumes, no obstante su apuesta es que los usuarios escuchen la mayor cantidad de tiempo posible, a través de recomendaciones personalizadas y automatizadas. Lo hacen a través de lo que el periodista Kyle Chayka llama, en su libro Filterworld: How Algorithms Flattened Culture (2024), “normalización algorítmica”, donde lo normal es lo “no intrusivo y promedio, lo que no provoca reacciones inmediatas”.
Pero no se puede escuchar un disco por inercia. Para que la música se manifieste, alguien tiene que escogerla entre una colección más o menos grande de discos, aunque seguramente más limitada de lo que internet ofrece en cuanto a colores, estilos y temperamentos afines a una sensibilidad. Poco importa si el que selecciona es el escucha o alguien más: los DJ hace tiempo se ganaron un lugar de respeto. El disco implica relacionarse con la música por elección.
Los vinilos, ni hablar, son plástico, una palabra que hoy remite a exceso y desperdicio, a contaminación del aire, el agua y la sangre misma. Una forma de indagar en los gustos musicales de alguien es preguntarle cuáles discos se llevaría a una isla desierta. Lo que antes podía verse como devoción, ahora evoca diminutos fragmentos de un álbum de Barry Manilow en el estómago de un albatros.
“La música”, dice el investigador Kyle Devine en un artículo de 2020 que apareció en The Guardian, “está atrapada en el petrocapitalismo”. El PVC contiene compuestos carcinógenos. Y el streaming no es la solución: la infraestructura que alimenta la playlist “Canciones para la isla desierta” requiere cantidades demenciales de energía y agua para funcionar.
El músico Neil Young dice, en defensa del formato, que el vinilo sólo representa el 0.002 % del plástico producido anualmente. Y puede argüirse que los productos de plástico que tienen una larga vida útil son menos perniciosos que los de un solo uso. Los vinilos son atesorados, se intercambian o se venden en tiendas de segunda mano. No es difícil encontrar en algún estante discos con décadas de antigüedad. Además, se están desarrollando alternativas para sustituir el PVC: plásticos reciclados o biodegradables.
“La única cualidad innata que define a los plásticos es su capacidad proteica de ser lo que necesitemos que sean”, escribe en Plastic: a toxic love story (2011) la historiadora Susan Freinkel. Por eso pueden ser incluso esa rara maravilla tecnológica, ese inestimable objeto cultural que son los discos de vinilo. Cabe preguntarse si un alegato a favor del vinilo sirve para eximirlo de la condena generalizada hacia los plásticos. Quizá la respuesta es que no. Aun así, el disco seguirá girando.