Entrevista con Alejandro Zambra

Conversación rápida sobre la lentitud

El Caribe / panóptico / Julio de 2021

Alejandro Menéndez Mora

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De Poeta chileno se dice que fue el mejor libro del año pasado. Yo lo leí tarde y lo leí gracias a la insistencia de la librera de Lata Peinada. Lo devoré en dos días y sentí la necesidad de ponerme en contacto con el autor para entrevistarle. Seguí leyendo sus libros, también escuchando conferencias y entrevistas. Cuanto más se acercaba la entrevista más pensaba en la advertencia que a Alejandro Zambra le hacía su profesora cuando chico: “¡Zambra, habla más rápido, que no tenemos toda la mañana!” Lo cierto es que la entrevista fue larga. Aun así algunas preguntas se quedaron en el tintero. Qué más da. Zambra habla mucho pero también habla muy bien. Empezamos.

Dicen que los escritores escribís los libros para no tener que dar entrevistas. Y aquí estamos.

Claro. A mí me gusta leer entrevistas y también entrevistar, aunque lo he hecho poco. El lugar del entrevistado me resulta harto menos cómodo y sin embargo sí me interesa, en alguna medida, lo que pueda salir de ahí, de aquí. Una entrevista se parece muchísimo a una conversación, pero es lo contrario de una conversación. Una entrevista es una trampa, de ahí su poderío y su posible interés. Pero quizás me interesa mi incomodidad o mi propia frustración ante las palabras rápidas que salen al ruedo en una entrevista, porque esa frustración luego genera, por así decirlo, otras palabras u otros pensamientos nuevos.

Cuentas en entrevistas y en tus libros que tu abuela te influyó mucho para decidir dedicarte a la literatura.

Era la persona más divertida e intensa que conocí cuando niño. Para mí la literatura viene de las historias y de los chistes que ella nos contaba. Después llegaron los libros, mi abuela escribía canciones y poemas, pero nunca la vi con un libro en las manos. Justo ayer estaba pensando en el posible realismo de las comedias musicales… No me gustan, incluso me desagradan, pero a veces, jugando con mi hijo, he pensando que tal vez es un género realista, pues para los niños la irrupción de la música es natural y constante, les parece perfectamente razonable ponerse a cantar y a bailar en cualquier momento. Mi infancia no se parecía a una comedia musical, para nada, pero cuando estaba mi abuela materna sí que surgía esa atmósfera, esa intensidad.

Acabas de comentar que la literatura era una continuación de los relatos que contaba tu abuela. En Tema libre, sin embargo, indicas que “la literatura era también una manera de no estudiar derecho, de no estudiar periodismo. Una manera de hacer lo que nuestros padres no querían que hiciéramos”.

Sí, después, a los dieciocho, claro. Cuando salí con la empanada de que estudiaría literatura fue por supuesto una pésima noticia para mis padres. Yo simplemente quería que el placer coincidiera con las obligaciones y estudiar derecho no me sonaba muy placentero. Quería dedicarme a leer, que ése fuera mi trabajo. Quería leerlo todo. Bueno, a veces quería leerlo todo y otras veces quería haberlo leído todo… Y tampoco es que quisiera “ser escritor” o algo así. Escribir no estaba ligado a la vocación o al futuro. Yo escribía para divertirme, para prolongar el tiempo del juego, y eso generó un hábito. Si luego eres pintor cobran importancia los mamarrachos que hacías cuando niño y supongo que lo mismo pasa con la escritura, que entonces era puro presente, puro garabato.

En el cuaderno tengo apuntadas dos citas que ahora me doy cuenta de que están muy relacionadas. Había que huir de los padres, pero también de la dictadura y de ahí el enfrentamiento con los mayores que os recriminaban no tener nada sobre lo que escribir al haber crecido “como los árboles atados a un palo de escoba”.

Es que en la universidad existía esa doble negación. Los niños y sobre todo los adolescentes suelen recibir esa automática descalificación previa: no sabes nada, porque no has vivido nada, no tienes derecho a opinar. Es un reclamo muy jodido, porque excluye la imaginación. Pero tal vez a partir de esa frustración nos inventábamos una vida. Los niños no tienen pasado y ésa es una ventaja, no una desventaja, buena parte de las hermosas y extraordinariamente útiles teorías de Gianni Rodari parten de esa base. Te decían que no habías vivido y que tampoco habías leído. ¿Cómo se podía inventar que uno había vivido y leído? Escribiendo, pues, sobre lo que habíamos vivido y leído pero también sobre lo que no habíamos ni vivido ni leído.

Esto me recuerda a los protagonistas de Bonsái, que se acuestan en la cama diciendo que los dos han leído a Proust cuando ninguno de los dos había leído a Proust.

Claro. Por eso me interesaba el fingimiento, la impostura. Recuerdo esa tensión, a los veinte años, cuando algún profesor nos echaba en cara nuestra falta de cultura. Después te dabas cuenta de que también la formación de esos profesores estaba llena de vacíos y de baches, pero a los veinte años era doloroso sentir que nunca serías como ellos. Incluso si no querías ser como ellos.

Dices que quien sabe contar un chiste lo sabe todo acerca de la literatura.

Sí. Bueno, me pillaste, he dicho eso por ahí, es una idea en vías de formulación. Quisiera escribir algo, un ensayo, sobre esa intuición. Lo intenté hace poco, pero solamente me gustó el título, “Mnemotecnia del chiste”, definitivamente quiero escribir algo que se llame así… Aprender a contar chistes es dificilísimo. Requiere tanto tiempo, tanto ensayo y error. En todas las clases sociales y en todas las culturas ese proceso sucede más o menos de la misma forma, pero luego, en la escuela, te dicen que los chistes no son importantes. Que los chistes y en general el humor simplemente no forman parte de la educación. Creo que ahí es donde empieza a irse todo a la mierda. Es como si la escuela quisiera convencerte de que no sabes nada. Lo sabes todo, ¡sabes contar chistes! Pasa también con los sueños. Casi todos los seres humanos estamos desde muy niños en situación de reflexionar acerca de los sueños. Mucho antes de saber qué es psicología o psicoanálisis ya existe en cada cual un pensamiento acerca de los sueños. Digo, qué hacer para que ese pensamiento no se pierda. Cómo aprovecharlo, de la forma más concreta posible, para la enseñanza de la literatura. Bueno, supongo que ése es el tema, la enseñanza de la literatura. La insistencia en las definiciones, por ejemplo, me irrita o más bien me desmoraliza. Escuchamos música desde los primeros días de vida y a nadie se le ocurre pedirnos que la definamos, pero con la literatura sí suele aparecer esa exigencia ridícula. Con la poesía, sobre todo. No leemos poesía porque estemos interesados en definir la poesía.

Has vivido en Santiago de Chile, en Madrid, en Nueva York y en México DF. ¿Cómo han influido cada una de estas ciudades en tus hábitos de escritura?

En Madrid viví cuando tenía veinticinco años, fue un tiempo breve, de once meses, pero importante, porque ahí empecé a encontrarme con el habla chilena, creo. Es muy difícil encontrar tu propia lengua si no la pierdes, si no la pones, al menos, entre paréntesis. Y esa pérdida sucedió, para mí, en Madrid. Durante mucho tiempo pensé que en Madrid lo había pasado pésimo, pero en retrospectiva he descubierto que lo pasé muy bien… Me costaba muchísimo comunicarme, en cualquier caso. Era un asunto de ritmo, pero también de calidez. Me tocó un curso muy raro y divertido, éramos veinte, entre latinoamericanos y centroeuropeos, no había ningún español, solamente los profesores. Hablábamos todo el día sobre palabras y frases y refranes. Creo que en ese tiempo me volví mejor lector de literatura contemporánea, en Chile yo no era muy de ir a librerías, porque los libros eran —y siguen siendo— carísimos. Pero en España me acostumbré a comprar libros de bolsillo, que costaban lo mismo que una entrada al cine, eso me parecía alucinante. Muchas veces me pasó que partía al cine y en el camino entraba a una librería y me gastaba la plata en un libro. Creo que al final nunca fui al cine.

Fotografía de Alejandro Zambra, 2016. Archivo del autor Fotografía de Alejandro Zambra, 2016. Archivo del autor

Para finalizar me gustaría preguntarte sobre una actividad que tienes muy en cuenta: la traducción. En Tema libre cuentas que durante tu estadía en Nueva York escribiste un libro en inglés y que ahora lo estás traduciendo al español. Conociendo tu afinidad con las palabras, ¿cómo está siendo esta actividad?

Ahora he retomado esa novela. La escribí en inglés porque me interesaba ese roce, esa dificultad. Retroceder en el lenguaje era gracioso y aleccionador y también, en algún sentido, purificador. Escribía sin diccionario, ésa era mi regla, entonces, si no conocía la palabra puerta, mi personaje tenía que salir por la ventana… Estoy exagerando, pero no tanto. Yo jamás podría escribir, verdaderamente escribir, en ninguna otra lengua, por eso me interesaba este ejercicio. Mis decisiones literarias en inglés eran muy distintas a las que habría tomado en español. Luego, al “traducir” la novela al español, volví a tener cuatro o cinco maneras de decir lo que en inglés había podido decir o balbucear de una sola forma, era como una fiesta… El texto en español está lleno de huellas de procedimiento, pero me parece que serán invisibles para los lectores, solamente yo las veo.

Imagen de portada: Primer mapa de Santiago hecho tras la independencia de Chile. Litografía de Agostino Aglio, 1824