Entrevista con Mircea Cărtărescu

Género / panóptico / Marzo de 2019

Rodrigo Hasbún

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A sus sesenta y pocos años, Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) conserva un aire juvenil intrigante. No se debe únicamente a su aspecto físico, en el que confluyen la mirada afilada y la sonrisa irónica, el cabello largo y una delgadez casi adolescente, sino también a su asombro constante ante eso que llama “el inmenso poema en el que vivimos”, y sobre todo a una pasión sin límites por la literatura. La suya —inclasificable, visionaria, contundente— ha sido reconocida con algunos de los premios más prestigiosos de Europa, y en nuestro idioma puede leerse gracias al esfuerzo sostenido de Impedimenta, que en la última década ha publicado Las bellas extranjeras, El ojo castaño de nuestro amor, Nostalgia y Solenoide, entre varios otros.

Me contaste en La Haya que sólo escribes una o dos páginas al día, siempre a mano, y que nunca corriges, lo que significa que las primeras versiones son también las finales. ¿Qué te ofrece esta forma de escritura? ¿Siempre trabajaste así o es un método que fuiste desarrollando?

Cuando tuvimos esas conversaciones tan gratas en La Haya, te dije que me avergüenza hablar de mi método de escritura, porque sé que nadie podría creerme. Yo mismo encuentro difícil de creer que a lo largo de catorce años pudiera escribir a mano una novela de 1,500 páginas, y que el manuscrito, reunido en cuatro grandes cuadernos, sea tan impecable como si me hubiera limitado a copiarlo. O, para decirlo mejor, como si el texto siempre hubiera estado ahí, pero cubierto por una capa de pintura blanca que yo borré para evidenciar lo que había debajo. Felizmente tengo los cuadernos como prueba. Sí, sólo escribo una o dos páginas al día, siempre por la mañana, y no añado ni quito nada después. Pero lo verdaderamente importante es que nunca trabajo con un plan previo o una historia: las páginas me son reveladas cuando empiezo a escribirlas, y cada una de ellas puede transformarlo todo en mis libros. Es la única manera que tengo de escribir, dado que la escritura no es para mí un trabajo ni un arte, sino un acto de fe, una suerte de religión personal. Para seguir escribiendo no necesito saber adónde me dirijo, pero sí que puedo llegar, que soy el único que puede. Así es como escribí mis libros más importantes, Orbitor, El Levante, Nostalgia y Solenoide. Así es como escribí durante 45 años mi diario.

Aunque en un sentido estricto ya no escribas poesía, mencionaste en más de un momento que sobre todo te piensas como poeta. ¿A qué te refieres? ¿Y qué es para ti la poesía?

Para mí la poesía no está ligada a las palabras, sino a un modo especial de pensar y ver las cosas, a una mirada oblicua y casi infantil, al mismo tiempo inesperada y natural. Una mariquita, un puente o una ecuación a veces nos sorprenden con su gracia: eso es poesía. Una frase de Platón o un principio de biología (“la ontogenia recapitula la filogenia”), una sonrisa o un koan zen, son poesía. La poesía hecha de palabras no es diferente: es también parte del inmenso poema en el que vivimos. Yo empecé escribiendo poesía y escribí muchísimos poemas en mi juventud. Incluso hoy en día soy considerado sobre todo poeta en mi país. Pero hubo un momento, cuando tenía más o menos treinta, en el que decidí que no escribiría un solo verso más en mi vida. Han pasado otros treinta años y he mantenido mi palabra. Desde entonces he escrito cuentos que en realidad son poemas, novelas que son poemas, ensayos que son poemas. Incluso mis artículos tienen algo inasible que llamo poesía. Para mí no hay diferencia. Escriba prosa o poesía, o no escriba nada, soy un poeta. Siempre lo he sido.

Un fuerte impulso autobiográfico parece motivar tu escritura. ¿Piensas la literatura como un camino de autoexploración? ¿Como una vía proustiana de recuperar el tiempo perdido y mantener vivos a los muertos?

Siempre he escrito sobre mí mismo “para entender mi situación”, como decía Kafka, o “para aliviar mi condición”, como decía Salinger. A los catorce años se me cruzó por la mente por primera vez la noción del solipsismo: no tenía pruebas (y no las hay) de que nadie más existiera excepto yo. Todos los demás podían ser personajes en un sueño. No soy egoísta en lo absoluto, pero sí soy egocéntrico, incluso ególatra como John Lennon decía de sí mismo. Sólo dispongo de una mina de la que extraer diamantes y barro: yo mismo. A veces paso días enteros cartografiando mis paisajes interiores cársticos, haciendo inventarios detallados de viejos recuerdos, sensaciones, alucinaciones, sueños, complejos, traumas. Siempre he querido hacerlo, para incluso recuperar mi memoria de cuando tenía uno o dos años, de cuando estaba en el vientre de mi madre, quizá de vidas pasadas. Es autobiografía, pero una autobiografía de ficción, dado que no siento realmente que haya vivido mi vida, sino que la he construido, la he transformado en toda clase de anamorfosis, la he inventado y reinventado. La he vuelto una vida impersonal capaz de contenerlo todo.

Tu diario no se ha traducido todavía al español, aunque es un género que ha cobrado mayor visibilidad en los países hispanohablantes. ¿Qué representa para ti este tipo de escritura?

Mi diario está hecho de los mismos materiales que mi literatura. En el fondo toda es una especie de diario. Kafka solía escribir ambos en los mismos cuadernos, haciendo poca o ninguna distinción entre ellos. A mí me sucede casi lo mismo. No puedo decirte cuán importante es para mí escribir esas notas día a día, dibujar en mis cuadernos los tropismos de mi mente y mi cuerpo, cada pensamiento, cada sensación, cada síntoma, cada visión, cada uno de mis sueños. Es la piel de mi escritura, que recubre de manera topológica todas las protuberancias e intrusiones de mi cuerpo/mente/alma. Si en tres o cuatro días no escribo nada en mi diario, sufro ataques de pánico muy reales y dolorosos. En rumano he publicado tres grandes volúmenes de mi diario. Cada uno de ellos cubre un periodo de siete años, así que veintiún años de mi vida han sido debidamente cartografiados. El próximo año publicaré otros dos volúmenes de siete años cada uno. Por ahora, sólo un volumen ha sido traducido al sueco. En Rumania mi diario siempre ha sido controvertido, y ha creado algún escándalo, debido a mi manera no conformista de lidiar con la vida y con la literatura. Sin embargo, creo en él y voy a seguir publicándolo. Muestra mi verdadero rostro, así como lo hacen mis poemas y novelas, a diferencia de la máscara de pétalos que suelo usar.

Me contaste que el diario de Kafka es tu favorito. ¿Qué es lo que más te interesa de él? ¿Hay algunos otros diarios que admires especialmente?

Para mí, como dicen los chicos en Facebook, Kafka es lo más. Fue el escritor más grande justamente porque no era un escritor en absoluto. Era más un sacerdote que le rendía culto a los demonios de la literatura, así como también lo era Sabato y la mayoría de la gente a la que admiro. Su diario, quizá más que sus cuentos y novelas, evidencia una mente especulativa formidable, y una firmeza para explorar los mismísimos límites del lenguaje, que son también, como decía Wittgenstein, su homólogo en el ámbito de la filosofía, los límites del mundo. Insisto que no era un escritor, sino más bien un oráculo. Borges lo intuyó cuando, en uno de sus cuentos, le puso Qaphqa a un oráculo.

Fabrica Club, Bucarest. Imagen de archivo

¿Cómo fue tu experiencia traduciendo a Dylan, al que algunos consideran una especie de oráculo?

Traduje a Dylan tres años antes de su controvertido pero a mi parecer bien merecido Nobel. Publiqué un libro con cien letras de sus canciones, y algunas de ellas son grandes poemas. Soy un traductor ocasional, y traduzco más que nada para mí mismo, pero es un placer ponerme a prueba con los poemas de otros escritores. También traduje a Charles Simic y a Leonard Cohen (sus poemas, no sus letras). La traducción es una de las artes elevadas y respeto mucho a la gente que se dedica a ella.

Por último, ¿cuál dirías que es el lugar de la ficción en tiempos difíciles (y quizá todos lo son)? ¿Crees que el escritor como tal tiene alguna responsabilidad?

A veces soy más optimista, pero ahora mismo tengo una visión amarga y oscura del mundo, de la literatura y de mí mismo. Pienso que nos estamos dirigiendo hacia el Armagedón, en distintos planos que sin embargo apuntan en la misma dirección. La literatura es para gente compleja, cultivada y madura, que piensa por sí misma. Este tipo de gente es ahora una minoría que no tiene ninguna incidencia en la política, en la vida social o en ningún otro tipo de vida. Al contrario, como todas las minorías, sufre la tiranía de la mayoría. Aunque las artes de la palabra —la poesía, la narrativa— son las más extraordinarias, parecen obsoletas si las comparamos con las artes de la imagen y el sonido. Hace diez años todavía podías ver a gente leyendo en las playas o los buses. Es un hábito que ha desaparecido. En estas circunstancias, no es una sorpresa que el estatus del escritor se encuentre en picada. ¿A quién le importa la buena literatura, cuando la gente tiene tantas series de televisión empapándolos como una lluvia tropical? Hordas de novelistas escriben sobre temas de moda o intentan escribir autoficciones o no-ficciones para llamar la atención, pero eso no significa que se les escuche. Por mi parte, me importa un comino llamar la atención. Simplemente voy a seguir intentando escribir buena literatura, dado que ésa es la única obligación de un escritor, su única responsabilidad. Si escribes bien, estás salvado. Aunque nadie en la Tierra pueda leer, yo voy a seguir escribiendo. Voy a seguir escribiendo, aunque sea el último hombre en la Tierra.

Imagen de portada: Mircea Cărtărescu. Fotografía de Leonhard Hilzensauer. Cortesía de la editorial Impedimenta