Bárbaros ante los bárbaros

Éxodos / panóptico / Febrero de 2018

Emiliano Monge

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I.

Más allá de las murallas, en la distancia imposible, lejos de las ciudades, de las ciudades-estado o de los Estados modernos, estuvieron, están y estarán siempre los bárbaros. Daba igual que esos bárbaros no se limitaran a la idea de un solo dios, eran los bárbaros; da igual que las mujeres de esos bárbaros compartan los mismos roles sociales que sus hombres, son los bárbaros; dará igual que esos bárbaros canten, bailen, compongan sinfonías, pinten o narren ficciones, serán los bárbaros. Fueron, son y serán bárbaros porque fueron, son y serán otros, porque fueron, son y serán distintos, enigmáticos y peligrosos, porque no han sido ni serán los civilizados que habitan al interior de las murallas: esa concreción de palos, piedras, ladrillos, bloques de cemento o concreto hidráulico que busca proteger a los de adentro, que debe rechazar a los de afuera. Murallas, cercas, rejas, fosos, trincheras, campos minados, zonas francas o muros posmodernos: además de la materialización del miedo, el odio y los prejuicios de los seres que optan por vivir —sin apenas darse cuenta— encerrados, todas estas construcciones han sido, son y serán la negación misma del ser, de la cultura y hasta del súper-nosotros que embravece a quienes se autodenominan como civilizados. La distancia con el otro, finalmente, no sólo encoge, limita y condena: la barrera que se pone ante los otros, sea cual sea esta barrera —no debemos olvidar que las fronteras fueron, son y serán también simbólicas, significantes y mentales: pensemos, si no, en las clases sociales, en la desigualdad entre hombres y mujeres o en las distinciones que aún resultan del color de una piel— trae consigo el imperio de lo igual, un imperio que conduce, histórica e inevitablemente, a los fascismos. ¿De qué otro modo nos podemos explicar, si no, el ascenso de los movimientos de ultraderecha en todo el mundo? ¿De qué otra forma deberíamos entender, si no, la llegada al poder de individuos como Trump, completamente desconectados, desconocedores, flemáticos y hasta asqueados de, con y ante la otredad, es decir, ante cualquier cosa que no se parezca o no sea la imagen que el espejo les devuelve? El imperio de lo igual nos ha infectado y ha infectado la democracia desde dentro. Por eso hoy, ésta, la democracia, parecería sufrir una enfermedad autoinmune, un malestar a través del cual el sistema se ataca a sí mismo, una dolencia que podría acabar siendo funesta: la enfermedad de yo y los míos. Un mal cuya primera manifestación fue el festín de las fronteras y cuya última expresión, como asevera Byung-Chul Han, quizás el filósofo coreano más importante de la actualidad, son las redes sociales: esa herramienta que tenía que haber sobrevolado las fronteras, terminó siendo su mejor reproductora. Hoy, en lugar de ver, buscar y entablar conversación con el distinto, la gente busca, en su pantalla, a aquel que piensa igual, a aquel que viste igual, a aquel que escucha la misma música, a aquel que ríe del mismo chiste. En suma, a aquel que, antes que un otro, es un otro-uno mismo.

II.

El mayor peligro de la reconversión del otro en otro-uno mismo, sin duda, es que las murallas, físicas o simbólicas, ya no resultan necesarias, pues aquel que es distinto, antes que un peligro o un enigma, se ha convertido en un ser invisible. Esto sucede tanto en el interior de la nación delimitada como allende sus fronteras: los bárbaros, que en otro tiempo asediamos juntos el palacio, sin darnos cuenta, hemos comprado, aceptado y participado del juego más inteligente, mejor diseñado y más perverso de quienes se autodenominan el poder civilizado. Así como ellos han creado guetos: hombre blanco que sólo cree en lo blanco, que busca a otros blancos, tan rapados como él, que con ellos desea formar manada y que, antes que oponerse al café, al amarillo o al negro, decide que ninguno de ellos está ahí, que ninguno de éstos es real, nosotros, los bárbaros, hemos creado los nuestros: académico mexicano de clase media busca a otro académico de clase media, español, salvadoreño, australiano, colombiano, indio o argentino, que lea, piense y crea lo mismo para formar así manada, asumiendo que cualquiera que no sea su otro-uno mismo es inexistente. Vivimos, como escribió Enrique Díaz Álvarez en su excelente libro El traslado. Narrativas contra la idiotez y la barbarie, la era de los hombres y mujeres hipermétropes: hombres y mujeres capacitados para ver aquello que sucede —o aquello con lo que desean, peor aún, necesitan identificarse— a miles de kilómetros de sí, pero incapacitados para ver aquello que sucede a un par de metros suyos —o aquello con lo que no desean, peor aún, ya no saben cómo identificarse—. El otro, el que no es el otro-uno mismo, no sólo se ha vuelto invisible: se ha vuelto nadie, nada, nunca. Y ese otro, insisto, ni siquiera está más allá de la cerca, la empalizada, la reja, el foso, la muralla, la trinchera, el campo minado, la zona franca o el muro posmoderno. No: este otro que no es el otro-uno mismo es un hermano, un vecino, un compañero de trabajo, el transeúnte con el que casi chocamos, la mujer a quien compramos la verdura sin cruzar ni un par de palabras, el maestro de tus hijos, cuyo rostro no encuentra cabida en tu memoria a pesar de haberlo visto tantas veces, el migrante que sin darnos cuenta atropellamos, porque apenas reparamos en que ahí estaba, porque no era cierto que ahí estaba, porque ahí no había nadie.

III.

Porque apenas reparamos en que ahí estaba, porque no era cierto que ahí estaba, porque ahí no había nadie. ¿De qué otro modo que no sea a través de la adhesión al otro-uno mismo y de la escisión definitiva de la idea tradicional de otredad podríamos, si no, explicarnos —igual que debemos hacer con las ultraderechas y con los personajes como Trump— la ceguera voluntaria y colectiva ante una tragedia como la que hoy viven los migrantes? A pesar de que no existe ninguna frontera entre el primer mundo y el denominado tercer mundo donde no esté sucediendo, ahora mismo, en este instante, mientras yo les leo estas palabras, mientras ustedes las escuchan, una tragedia humanitaria, esta tragedia no parecería ser si no que se ha vuelto invisible. Nadie, nada, nunca: ni se están ahogando seis senegaleses en el Mar Mediterráneo ni están dos madres filipinas despidiendo a sus hijas, que muy pronto encontrarán al hombre que habrá luego de venderlas en Japón, ni están tratando de llegar esas familias somalíes hasta esos pozos petroleros de los viejos emiratos, donde todos, hombres y mujeres por igual, serán explotados hasta su último aliento, ni están todos esos adolescentes salvadoreños, hondureños y guatemaltecos, todos esos niños y niñas obligados a dejar sus países antes de que la pandilla los engullera, escapando, aterrados y extraviados, de sus posibles violadores mexicanos. O sí: porque a pesar de la invisibilidad que sin quererlo hemos vuelto real, a pesar de que los civilizados han impuesto entre los bárbaros su adhesión al otro-uno mismo, a pesar del imperio de lo igual y a pesar de nuestra hipermetropía, sí se están ahogando, ahora mismo, en este instante, varios seres humanos; sí se están despidiendo, mientras yo sigo aquí leyendo, varias madres de sus hijas, y sí está desapareciendo, en estas tierras que llamamos México, mientras ustedes siguen aquí escuchando esto que leo, algún muchacho. Las murallas, que alguna vez fueron construcciones verticales y que después fueron simbólicas, han terminado por convertirse en territorios: en el tercer mundo, sobre todo en los lugares donde éste toca al primer mundo, el estado nación ha dado lugar a la trinchera-nación, cuyo sistema político es, evidentemente, la democracia del mal autoinmune que referí al comienzo de este texto y cuyo mayor conflicto social es la ceguera voluntaria y masiva en torno de la cual he dado vueltas una y otra vez hasta este punto.

IV.

Lo importante, entonces, es buscar la forma de curar nuestro sistema, tan enfermo de sí mismo, y devolverle, al mismo tiempo, la mirada a nuestros ojos, es decir, devolverle al otro su contorno, su figura, su verdad y su existencia, entregándole, además, la nuestra a cualquier otro. Necesitamos romper el imperio de lo igual para poder salir de la trampa del otro-uno mismo. El nadie, nada, nunca debe volverse el todos, todo, siempre. Tenemos que buscar, encontrar y compartir con aquel que no es como nosotros, vernos en los espejos que devuelven esas imágenes que, en apariencia, nos resultan deformadas, pero que, en realidad, nos completan y mejoran en lugar de contenernos y empeorarnos. Los caminos para lograr esto son distintos y son varios, pero todos, claro, son complicados y son largos. Cada quien, sin embargo, deberá encontrar el suyo: la manera en que saldrá de sí para ser y comprender a aquel que tiene junto; la forma con la cual recombinará la idea que ha cargado de civilización y de barbarie; la estrategia de la que se apropiará para entender que por encima de las coincidencias siempre están las diferencias: que ser, a fin de cuentas, es ser todos los otros: el yo sólo se diluye en singular, es el plural el que lo afirma y lo dota de sentido. Ahora bien, ¿cuál es mi camino? La empatía. Estoy convencido de que ésta, la empatía a la que sólo da lugar la literatura, la pintura, la música o la risa, es una de las puertas de salida que tenemos. Y es que no hay vehículo mejor ni más veloz para ser otro, para salirnos de nosotros y experimentar la vida de otro ser humano, que la ficción. Ésta le otorga un rostro al senegalés que se está ahogando, una historia a la madre y a la hija filipinas que recién se despidieron, una vida al niño salvadoreño que está corriendo encima de las vías, buscando que esos hombres no lo alcancen. Pero, además, la ficción tiene el poder de convertir una tragedia humanitaria en algo más cercano a cualquiera de nosotros: una tragedia humana. Y esto, me parece, es la llave que abrirá la puerta, esté ésta en una empalizada, una reja, un muro o una muralla posmoderna. Finalmente, no será nunca lo mismo: “el niño salvadoreño que corre encima de las vías, buscando que esos hombres no lo alcancen”, que: “Óscar, quien apenas cumplió los doce años y quien tuvo que salir de su país después de que la mara salvatrucha le dictara sentencia de muerte, una sentencia cuyo hermano, Alexander, debe ejecutar, corre por las vías, a treinta metros de los hombres que lo siguen y que, poco a poco, paso tras paso, le vienen dando alcance: ellos han comido y han bebido hace muy poco; él, el último hijo de Carlos y Beatriz, cuyas piernas flacas y correosas cargan como pueden su cuerpo también flaco y correoso, no ha comido, en cambio, desde hace tres o cuatro días. Y apenas ha bebido algunas gotas de agua: por eso, sus labios están todos partidos; por eso, sus ojos se han hundido tan adentro de su rostro. Áhaaa… áhaaa… la respiración de Óscar, en el silencio de la selva —a esta hora el sol pone a dormir a todo aquel que no está huyendo—, se escucha cada vez más esforzada: áhaaa… áhaaa. Y esos hombres cada vez están más cerca: áhaaa… áhaaa… quizá por esto, Óscar, piensa por primera vez en detenerse, en derrumbarse sobre el suelo, en dejar todo”.

V.

Quiero terminar singularizando, aún más, las posibilidades, ya no únicamente de la ficción, sino del relato en general: yo, Emiliano Monge, politólogo y escritor, mexicano de 39 años y de un metro 91 centímetros de estatura, no circuncidado y decidido a no volver nunca al dentista, temo, entiendo y experimento de más cerca la reconversión de un ser humano en un sujeto sin derecho ni siquiera a tener derechos —como escribiera alguna vez Hannah Arendt—, a través del relato que Alexander, una noche de noviembre, tras habernos juntado previamente doce veces y tras habernos fumado un par de cajetillas, finalmente compartió conmigo sobre las torturas que le infligieron un grupo de Zetas, que por los cientos de páginas de ensayos, textos académicos e incluso periodísticos que pueda haber leído. Mientras Alexander describía la empalizada en la que lo tuvieron secuestrado; mientras me hablaba del canto insistente de las aves y de los sollozos de los otros hombres y mujeres que con él estaban encerrados; mientras describía la oscuridad y la humedad y el calor y los olores del cuarto en el que, a los hombres, les partían la espalda para que no pudieran escapar pero pudieran llamar por teléfono a sus familiares en los Estados Unidos; mientras narraba ante mí el arremangarse de la camisa del cabrón que lo golpeaba, le ponía el teléfono en la cara y le ordenaba que pidiera, a esos familiares suyos, los cuatro mil dólares de su rescate; mientras me contaba cómo, tras colgar, lo golpeaban con el cortado de un machete cuyo tamaño no alcanzó a fijarse en la memoria de Alexander ni tampoco en su relato, yo también fui el secuestrado y el vejado. Y supe, entonces, que el día que yo escribiera su historia, además de que el machete recuperaría de golpe su tamaño, alguien más podrá ser el secuestrado y el vejado. Y es que debemos tener claro que el arte y la literatura, más que transmitir un saber, deben transmitir una vivencia. Una novela, un performance o un cuadro deben dirigirse antes a la afectividad que a la inteligencia. Los novelistas y los artistas podemos tratar los mismos temas que los sociólogos, los politólogos o los periodistas, pero nunca debemos hacerlo con la misma intención. Como decía Julio Ramón Ribeyro: “el novelista fracasa cuando quiere competir transmitiendo un saber, en lugar de aceptar que lo que debe transmitir es una experiencia. Nuestra finalidad es hacer participar, invitar al festín de la vida pero no describir el menú ni dar recetas de cocina”. Por eso insisto: si algo puede ayudar a cazar a la bestia del otro-uno mismo y a ponerle fin a nuestra hipermetropía, si existe alguna medicina capaz de curar a las democracias de enfermedades autoinmunes, si de algún modo podremos luchar contra los muros y fronteras, será con los relatos del arte, la música y la literatura, capaces de encarnar, en nuestra experiencia, todas esas otras experiencias que parecían sernos ajenas. Todas esas otras experiencias que parecían cosas de bárbaros.

Texto presentado en el coloquio internacional “Los acosos a la civilización. De muro a muro”, que organizó la UNAM en no­viembre de 2017.
Imagen de portada: Pieter Bruegel, Los proverbios holandeses, 1559.