Sadhus

La calle / dossier / Abril de 2023

Agustín Pániker

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Es muy conocida la historia de aquel príncipe que, a los 29 años, renunció a la vida palaciega y a un prometedor futuro como dirigente de un pequeño reino del norte de India. La leyenda cuenta que la decisión de tomar la senda de la renuncia se produjo tras el súbito contacto con la caducidad, la insatisfacción y la vulnerabilidad de la existencia, lo cual sucedió cuando el joven heredero topó —en sendas salidas de palacio— con un enfermo, un anciano y un cortejo que portaba un cadáver a la pira funeraria. Aunque el relato es puramente mítico (y relativamente tardío), aún constituye una de las más gráficas descripciones del sufrimiento y la finitud de la condición humana. Según la narración, en una cuarta salida, el príncipe Gautama se encontró con un sadhu, un “hombre santo”, un asceta de mirada penetrante y luminosa, alguien que había renunciado a las obligaciones sociales, rituales y económicas para entregarse a la búsqueda de lo esencial: la salida de la ignorancia y la alienación. Gautama optó entonces por abrazar dicho arquetipo. En la noche que la tradición budista bautizaría como la “Gran partida” el príncipe abandonó sus posesiones, su plácido entorno familiar y su estatus social.

Shaka (Shakyamuni), *El buda histórico descendiendo de las montañas*, s. XV. The Met Museum Shaka (Shakyamuni), El buda histórico descendiendo de las montañas, s. XV. The Met Museum

​ Dícese que durante seis años anduvo experimentando con distintas soluciones para suturar la fisura de la condición humana. Practicó el ascetismo, el control de los sentidos y de la mente, a veces en solitario, otras con compañeros de ordalías, en lo profundo de las selvas, en ocasiones bajo la tutela de reputados yoguis del curso bajo del Ganges. Se convirtió en un esforzado (shramana), un renunciante (sannyasi), un monje (parivrajaka), un asceta (tapasvin), un silencioso (muni), un mendicante (bhikshu)… Todas estas apelaciones designan a alguien que ha cortado con lo material y lo superficial para entregarse a la práctica espiritual —o sadhana, emparentada etimológicamente con la palabra sadhu— que las engloba. Como muchos saben, las andaduras del shramana Gautama le llevaron a recalar bajo una majestuosa higuera, no lejos de la ciudad sagrada de Gaya, con la firme determinación de no levantarse hasta encontrar el camino de salida del círculo vicioso de la ignorancia (que nos impele a la acción apegada y egoica y, por ende, a la continuidad en este mundo fenoménico). La historia prosigue con la “iluminación” del sadhu que el mundo conocería como “el Despierto” (Buda), “el Sabio de los Shakyas” (Shakyamuni), “el Así Venido” (Tathagata)… y un sinfín de designaciones más.

​ Siglos antes, un poema del sagradísimo Rig­veda, el más antiguo y venerado vestigio textual en una lengua indoeuropea, ya describía con asombro al enigmático keshin, el de “Largos Cabellos”, un extático vestido con prendas del color de la tierra que vuela por las sendas de Vayu (el Viento) y Rudra (Shiva), ebrio de alguna substancia intoxicante. El Buda, por tanto, se inscribió en una dilatada tradición de hombres y mujeres que en la antigua India decidieron abandonar lo efímero para indagar en los misterios últimos —e íntimos— de lo real. En el bosque, tal vez en las afueras de la ciudad o en las veredas que ladean las montañas… es decir, en el espacio abierto allende el orden político y el control social, libres de los constreñimientos de familia, casta y ocupación, algunos experimentaban con el poder de la recitación sonora o con la potencia de la respiración, había quien exploraba las conexiones entre el macrocosmos y el microcosmos, quienes descubrían el poder de las privaciones o se sumergían en el silencio de la meditación. El ritual exotérico se interiorizaba; el cuerpo del sadhu o la sadhvi devenía templo para la alquimia interior. Fueron estos grupos de ascetas, chamanes, místicos y renunciantes los que aportaron a la antigua religiosidad védica nociones como las de karma y transmigración y, por fortuna, su contrapunto: la liberación. Sus reflexiones —tal y como quedarían explicitadas en los diálogos de las Upanishads o en los discursos del Buda— constituyen los cimientos de la filosofía índica, que es incluso previa a la china y la griega.

​ Los renunciantes —y no los sacerdotes— sustituyeron la inmortalidad en los cielos por la liberación, que llamaron nirvana, moksha, mukti o kaivalya, esto es, la extinción o emancipación de la ignorancia y la continuidad en este mundo. Propusieron combatir la nesciencia con sabiduría, la acción apegada con el yoga o el discernimiento espiritual. Y dieron contorno a los valores típicamente índicos de la noviolencia, la austeridad, el desapego o la renuncia. Aún hoy, muchos sadhus realizan su propio sacramento funerario antes de entrar en una orden de renunciantes. Simbolizan así su muerte como actores sociales y su inmersión en una sociedad iniciática paralela que no se rige por los valores civiles, sino por la autoridad del maestro espiritual y los códigos y marcas del grupo religioso. De hecho, estos ascetas y mendicantes indios de la Era Axial dieron contorno a dos desarrollos capitales en la historia de las religiones: el nacimiento del monaquismo (que en su origen nunca fue sedentario, sino errabundo) y los comienzos de la “espiritualidad”, o sea, cuando la soteriología —o camino de liberación— desplaza al mero cumplimiento del deber religioso. Desde entonces, en India estos sannyasins y sadhus han sido considerados la culminación del desarrollo personal y social.

​ No deja de ser sorprendente la continuidad del keshin de hace 3 mil años con los millones de sadhus y sadhvis que aún recorren la India contemporánea (entre 5 y 6 millones, se calcula). Para los seguidores de las infinitas tradiciones hindúes, estos sadhus sin hogar ni posesiones, vagabundos eternos en busca de lo real, representan un referente ineludible, un ideal espiritual que en alguna futura existencia o momento de su vida tratarán de abrazar. La calle de una ciudad india nunca ha sido el espacio aséptico y ordenado que imaginó la racionalidad moderna. Ya los británicos se escandalizaban de que en el Black Town, la sección “nativa” de la ciudad, la separación —ilustrada— entre lo público y lo privado fuera perpetuamente cuestionada: los indios comían, bebían, jugaban, reían, lloraban, comerciaban, conspiraban, mendigaban, defecaban o dormían en las calles y plazas. Hay quien también ha caracterizado la persistencia del ideal del sadhu como un buen ejemplo de la intemporalidad de India, atenazada por lo ultramundano, como cuando Rudyard Kipling los describe en Kim:

La India entera está llena de santones que predican, tartamudos, sus buenas nuevas en extrañas lenguas, estremecidos y consumidos por el fuego de su propio celo; soñadores, charlatanes y visionarios: tal como ha sido desde el comienzo y continuará siendo hasta el final.

​ Los estereotipos orientalistas nunca son gratuitos. Se asientan sobre un poso de fabulaciones, esencializaciones y clichés. Y los sa­dhus, ciertamente, también forman parte del lienzo de la India exótica (explotada, ya desde tiempos de los griegos, por cronistas, viajeros, comerciantes, novelistas, misioneros, orientalistas, hippies o agencias de viajes). Entre prodigiosos gimnosofistas, ámbares y rubíes, palacios de marajás y tigres de Bengala, aparece el faquir sobre el lecho de pinchos, sinónimo de lo grotesco (cuando un faqir es simplemente un tipo de sadhu que nace de ciertas corrientes sincréticas entre el islam y eso que llamamos hinduismo). Lo cierto, empero, es que el viajero local o foráneo que se topa hoy con los desgreñados sadhus con marcas sectarias en la frente no puede saber a ciencia cierta si se trata de buscadores de la verdad o simples mendigos disfrazados bajo la guisa de la santidad.

Sadhus, Benarés, 2015. Fotografía de Well-Bred Kannan. Flickr Sadhus, Benarés, 2015. Fotografía de Well-Bred Kannan. Flickr

​ Entre los polos del místico y el impostor hallamos toda la gama intermedia imaginable: sabios de una profundidad sin igual así como charlatanes, incluso psicópatas o criminales camuflados. Esta ambigüedad del —y frente al— sadhu queda patente en la reacción que suscita en muchos indios, que por un lado tienden a venerarlo y por otro le temen. Gracias a su control de la mente y al recalentamiento interior producido por la ascesis, sea por las sustancias embriagantes que ingieren o por el dominio de los mantras de poderes vertiginosos, para el imaginario popular los sadhus son también “magos” con habilidades paranormales, capaces de portar tanto calamidades como sanaciones milagrosas o lluvias benefactoras.

​ Como sea, es costumbre “dar” al renunciante que medita junto al río sagrado, al que pide en un cruce de caminos o dormita en una cueva en las montañas. Puede que hoy alguno de estos hombres y mujeres santos lleve un celular pero eso —a ojos del devoto— no le resta magnetismo. Lo antropológicamente fascinante es que en India el dador (de alimentos, cobijo o una simple moneda) y no el receptor es quien agradece al sadhu o la sadhvi haber sido recipiente de su donación. La donación reporta mérito kármico al dador. Cuanto más se ajuste el mendicante a los estándares de santidad, mayor riqueza kármica es susceptible de generar. Por ello son tan efusivas las muestras de agradecimiento de los donantes con ciertas monjas jainistas o ascetas hindúes, quienes aceptan la generosidad con imperturbable indiferencia. Esta transacción de mérito por sustento permite que los laicos puedan donar sin problema a hombres y mujeres santos de tradiciones distintas a la propia. El contacto con lo sagrado es auspicioso. Por ello, los devotos recorren cientos de kilómetros para tener una simple visión o contacto con sadhus y maestros de reputada santidad, establecidos quizá en ashrams o monasterios.

​ Existen centenares de órdenes de sadhus. Las monásticas (como la budista, la jainista o la dashanami) son las más conocidas. Puede distinguirse a sus miembros por sus hábitos (naranja o azafrán para los dashanamis, blanco para los jainas svetambaras, sin vestimenta alguna para los jainas digambaras, de colores ocre o granate para los budistas) o por ciertos enseres y marcas sectarias. Los sadhus de orientación shivaísta son, sin lugar a dudas, los más fotogénicos. La mayoría se embadurna el cuerpo con cenizas, lleva el cabello en rastas; puede que los veamos fumando prominentes chiloms de ganja o hachís (que para ellos es legal) o sosteniendo un tridente, símbolo del Gran Dios. Los ascetas shivaístas que van desnudos son los renombrados nagas, una orden guerrera prominente en el norte de India. Ellos son los grandes protagonistas del festival o concentración que reúne mayor número de sadhus de India (¡y personas en el mundo!): la Kumbhamela, que se celebra cada tres años en las ciudades de Prayagraj, Haridwar, Nasik y Ujjain. Asistir a uno de estos macroencuentros es una experiencia inolvidable. Acuden cientos de miles de sadhus y millones de peregrinos procedentes de todos los rincones del país. En estos festivales los devotos se impregnan de lo sagrado, participan del espíritu de renuncia de los sa­dhus y los renunciantes. La tradición se actualiza y perpetúa a orillas de los ríos sagrados. También existen sadhus de orientación vishnuista, como los bairagis. Los hay francamente transgresores, entre ellos, los que pertenecen a las diferentes órdenes de tantrikas, como los naths, los aghoris, los kapalikas o los bauls. Algunos han trastocado completamente los valores brahmánicos (léase respetables) de pureza y son comedores de carne, pescado, bebedores de alcohol, realizan sus meditaciones en los lugares impuros por antonomasia (los crematorios) pintarrajeados con las cenizas que allí se generan, puede que acarreando una calavera, y algunos hasta son partícipes de secretos rituales sexuales. Se trata de grupos iniciáticos que nunca han sido bien aceptados por la respetabilidad brahmánica (o islámica, o victoriana, o de la nueva middle class india). Estos sadhus tántricos han generado verdaderas contraculturas y en sus movimientos, pujantes a partir del siglo XIV, se detecta un claro componente de protesta social. Muchos grupos marginales, periféricos y hasta despreciados por la ortodoxia brahmánica y sus jerarquías excluyentes encontraron en estas espiritualidades alternativas sus propias sendas de emancipación. De ahí su deliberada inversión de los valores de pureza y normas establecidas de respetabilidad (lo que refuerza la ambigüedad hacia ellos de muchos de sus paisanos), en claro contraste con los dashanamis (“los diez nombres”; una orden de monjes de orientación vedántica), que encarnan el espíritu de la renuncia limpia y aceptable.

El príncipe Gautama en su encuentro con la enfermedad, la vejez y la muerte, s/f. Wellcome Collection El príncipe Gautama en su encuentro con la enfermedad, la vejez y la muerte, s/f. Wellcome Collection

​ Aunque la India moderna tiende a decantarse por maestros espirituales o religiosos de índole próxima a lo que sería una espiritualidad new age mundializada (de la que, por otra parte, ha constituido uno de los pilares esenciales), la figura del sadhu sigue siendo un referente, una opción y un ideal de vida indiscutible. En India los sedimentos antiguos nunca desaparecen cuando nuevos lodos aparentan haberlos cubierto. El keshin reencarna en cualquier recoveco.

Imagen de portada: El príncipe Gautama en su encuentro con la enfermedad, la vejez y la muerte, s/f. Wellcome Collection