El salvaje, de Guillermo Arriaga

Mapas / crítica / Julio de 2018

Eloy Urroz

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FORMA Y TÓTEM


Al iniciar El salvaje de Guillermo Arriaga, uno supone que irá avanzando de manera lineal, más o menos cronológica, más o menos convencional. De hecho, la historia arranca con el nacimiento de Juan Guillermo, protagonista y narrador de una de las dos historias —o pilares— que sostienen todo el inmenso artefacto. Sólo hasta aquí —en el tema del nacimiento del héroe—, El salvaje es deudora de una estirpe que viene desde David Copperfield y sigue hasta Midnight’s Children, dos novelas igualmente monumentales. Sin embargo, esta falsa linealidad pronto da un giro; la forma de El salvaje va a oscilar a partir de dos momentos axilares en la vida del protagonista: primero, cuando Juan Guillermo tiene 14 años y pierde a su querido hermano Carlos, y, segundo, a sus 17, cuando ya fallecidos sus padres, se da a la tarea de planear la venganza de los asesinos de su hermano mayor, los llamados “buenos muchachos” o Jóvenes Comprometidos con Cristo, suerte de remedo del llamado MURO, movimiento de ultraderechas católico, brazo del infamante Yunque de los años setenta. En este sentido, pues, la novela deja de ser lineal para volverse formalmente helicoidal. Pero ¿qué quiere decir helicoidal? Que sus innumerables capítulos y segmentos de capítulos funcionan como aspas o hélices de un motor o dínamo que no hacen sino volver, una y otra vez, al mismo punto de partida. Estas cuchillas que entran y salen incesantemente irán, poco a poco, insuflando al lector una falsa sensación de continuidad, cuanto que ésta casi no existe: la narración, como digo, vuelve una y otra vez sobre sus dos ejes, esos dos momentos pivotales en la vida de Juan Guillermo —a sus 14 y a sus 17 años, edad en que pergeña su venganza contra Humberto, cabecilla de los “buenos muchachos”—. El inesperado hallazgo narrativo de esta forma (casi una cinta de Moebius) dota, en mi opinión, a El salvaje de un efecto alucinante a la vez que pavoroso. Y esto es así pues la kinesis de estas aspas o segmentos a lo largo de más de 700 páginas irá siempre in crescendo, creando con ello un efecto de alucinación colindante con la irrealidad. Sí, el efecto kinético nos empuja, paradójicamente, a dudar de su realidad, incluso de su posibilidad, que no de su verosimilitud, la cual en todo momento se sostiene. El lector no termina de entender cómo una novela duramente “realista” (e incluso tremendista como eran las de Camilo José Cela) puede disgregarse, paulatina e imperceptiblemente, hacia pasajes más bien improbables, por no decir “fantásticos”. Aunque El salvaje no apuesta jamás a “lo fantástico” —y aunque sea, sobre todo, una novela violenta y descriptiva—, de hecho, lo es siempre. En concreto, me refiero al larguísimo periodo —unas 200 páginas— en que Colmillo, mascota de Juan Guillermo, se ha posesionado literalmente de la casa (¿un tributo a “Casa tomada” de Cortázar?). Colmillo es de una ferocidad incalculable. Ni siquiera el bozal lo detiene. No puede salir a la calle a riesgo de atacar a cualquiera. King, el otro amado perro de Juan Guillermo, está aterrorizado desde la llegada de Colmillo: se ha escondido en la habitación del difunto Carlos en el segundo piso. Prefiere no salir ni comer, antes que acercarse a la planta baja donde Colmillo se pasea, fieramente, encadenado. Chelo, la novia de Juan Guillermo, también le teme. Colmillo ha destruido los muebles de la sala, las lámparas y macetas, las mesas y los adornos, la cocina y los utensilios. Y esto ocurre frente a la mirada impávida de Juan Guillermo, a quien no le importa vivir entre las heces hediondas, la peste y el desastre de Colmillo por doquier. Su objetivo es sólo uno: someterlo, domesticarlo, lo cual no ocurrirá sino hasta que conozca (ya tarde en la novela) al domador de fieras, ex cirquero, Sergio Avilés, quien le informa que Colmillo no es un perro (como todos creíamos hasta este momento), sino literalmente un lobo salvaje. El equívoco (¿Colmillo es perro, cruza de perro con lobo o simplemente lobo?) recuerda el archifamoso pasaje del yelmo, bacía o baciyelmo de Don Quijote, lo que asimismo provee de una rica ambigüedad al discurso filosófico de la novela. No sólo esto: el equívoco permite que el lector navegue por cientos de páginas de alucinada narración cuasifantástica sin entender la conexión entre los dos relatos paralelos que conforman El salvaje. Por un lado, ya lo dije, tenemos la meticulosa descriptividad de los hechos narrados por Arriaga, donde nada pasa de largo y donde todo tiene como fin asentar el “realismo crudo” del texto, y, por otro, hallamos la improbabilidad de que un lobo viva en tu casa por meses y que de pronto aparezca un cirquero empeñado en domesticarlo. Arriaga logra conciliar los dos planos. En otras palabras, le creemos al narrador. El segundo pilar de El salvaje no es menos delirante que la historia de Juan Guillermo, Colmillo y su tramada venganza contra los Jóvenes Comprometidos con Cristo. Se trata del pormenorizado relato de Amaruq, un joven cazador de lobos del Yukón —en el noroeste más inhóspito de Canadá—, obsesionado con matar a Nujuaqtutuk, el lobo alfa de una jauría que lo ha conducido a las postrimerías de la sinrazón y la muerte. Al igual que el capitán Ahab, Amaruq pierde la noción de la realidad conforme se adentra en su trineo por las estepas y montañas heladas del Yukón. Amaruq soslaya el riesgo que conlleva su empresa, por lo que, poco a poco, se ve arrastrado por su obsesión, al grado de que, en cierto momento, comprende que ya no volverá a la civilización, comprende que está sentenciado a muerte. El precio a pagar por haber cazado a Nujuaqtutuk, es el de ofrendar su vida por él. El suyo es, pues, un viaje alucinante hacia sí mismo y su postrer identificación con el lobo, es decir, con el “salvaje”, que así se traduce la palabra en inuktitut:

Ahora ese lobo y él estaban hermanados. Dentro de sus venas corría su saliva. Sí, ese lobo era su dueño. Lo había trastornado. Lo había perseguido hasta los helados páramos del norte […] Había llegado al límite mismo de la muerte. Debía matar a Nujuaqtutuk en cuanto pudiera. Comer su carne, vestir su piel, fabricar un cuchillo con sus huesos. Debía mirar como Nujuaqtutuk, intuir como Nujuaqtutuk, respirar como Nujuaqtutuk (p. 253).

Sin embargo, hacia el final, cuando lo haya cogido en el cepo de un claro del bosque y lo deje desangrarse por días, cuando por fin el macho alfa se haya rendido a sus pies, Amaruq tiene una insólita epifanía: el lobo es él mismo, ambos son el salvaje, pues, de cierta (totémica) manera Nujuaqtutuk es también su abuelo fallecido y reencarnado en el animal. Así se lee esto en la novela: “ella [la madre de Amaruq] estaba convencida de que su padre, el abuelo de Amaruq, se había transmutado en Nujuaqtutuk y que por eso su hijo lo había seguido tan lejos” (p. 459). El relato de Amaruq y Nujuaqtutuk es uno de los más espeluznantes que haya tenido ocasión de leer, algo por demás inusual y anómalo en nuestras letras: un novelista profunda y esencialmente mexicano como Arriaga, escribiendo la historia de un indio inuktitut del Yukón, cazador de lobos. Su odisea abarca la mitad de la novela y es, formalmente, similar a la historia de Juan Guillermo: nada avanza en ella, Amaruq parece caminar en círculos, volver sobre sus pasos en la nieve una y otra vez, el suyo es —acaso de manera mucho más ostensible— un movimiento helicoidal por las montañas, desfiladeros, páramos y cordilleras nevadas, completamente solo y a la deriva, con una idea fija en la mente: atrapar a Nujuaqtutuk. Cazarlo es, en cierta forma, convertirse en él tanto como devorar la carne de Cristo o la carne de Orfeo es convertirse en el mismo dios que se ha ofrendado. Hacia el final, cuando Amaruq haya elegido no matarlo —lo cual implicará otra nueva odisea, tan arriesgada y enloquecida como la primera—, el joven cazador encontrará la muerte en un desfiladero y con ello la historia del lobo alfa se conectará indefectiblemente con la de Juan Guillermo, ese huérfano de la Ciudad de México, dueño de un lobo que, piensa equivocadamente, es un perro. En realidad, su mascota, ésa que ha heredado de sus vecinos, los Prieto, no es otro que el temible cachorro —cría de Nujuaqtutuk y Pajamartuq— llamado Colmillo, el cual llegó a la Ciudad de México siendo apenas un recién nacido. El salvaje es, pues, dos novelas, pero no dos novelas distintas, sino dos novelas trenzadas, ambas recorriendo un espacio en espiral, acaso semejante al espacio y tiempo de Giambattista Vico. Uno de sus mayores logros es que, aunque ambas corren paralelas y alternadas, el lector no acaba de identificar su obvia conexión sino hasta muy entrada la narración, una estrategia similar a la de sus guiones de película, en especial Amores perros y 21 gramos. Ni siquiera teniendo ambos relatos frente a sus narices, el lector más perspicaz y avezado consigue adelantar qué tiene que ver la historia del huérfano Juan Guillermo y su venganza contra los Jóvenes Comprometidos con Cristo en una desangelada Ciudad de México de los años setenta con la del joven inuktitut Amaruq y su búsqueda del lobo alfa en las montañas del Yukón. Su segundo gran atributo es, asimismo, su forma helicoidal, de idas y venidas, de afiladas aspas que simulan avanzar en el tiempo, pero que no hacen sino ahondar —calar— cada vez más profundo en la historia misma de la venganza y la reconciliación. ¿Cómo consigue Arriaga escribir una novela vitalista de tal envergadura con una forma donde el tiempo parece casi no avanzar? He allí el mayor reto del autor.

Alfaguara, México, 2016

Imagen de portada: Grabado alemán, 1764