Lloro por soñar otra vez
Leer pdf¿Y si yo le contara que todo fue a raíz de un accidente? Mire usted: el golpe fue terrible. Un golpe en la cabeza que me hizo desvanecerme y me dejó prendido a los recodos de mi memoria. El tiempo que estuve inconsciente lo ocupó el ruido del orín de los caballos de mi infancia cayendo sobre la tierra.
Y surgió aquel chorro de luz que parecía agujerear toda una vida preso del dolor de lo ordinario. Supe que otras guerras me aguardarían, que la tormenta inicial era intensa y que rompería el capelo de la cotidianidad en el que me había resguardado hasta entonces.
Así fue como emergió la primera imagen: desperté. La primera imagen de mí. La primera pintura pensada, luego pintada por mi mano en alianza con la mente animal, profundo a la superficie.
Así.
De niño mamá me decía: cuando se industrializó la harina, cuando se lanzó la harina al gran mercado, quizá ya había alguien que pensaba en los efectos que tendría para los consumidores, ya había también alguien contando dinero. Para que no se opaque la mente, para que no se apaguen las estrellas del cerebro: micronutrientes. Triptófano, que mantiene en flujo el río de la serotonina.
Me decía: con la harina refinada de trigo se anunció la llegada de la depresión. Le quitan las vitaminas y los minerales al trigo. Así llegó la enfermedad de la depresión, un gran negocio: antidepresivos, terapias, sufrimiento. Explicar la tristeza y el amor con la economía del gran mercado. El negocio redondo de la vida, el negocio redondo de la muerte. Mercadotecnia perfectamente coordinada para eso. Todo está pensado, incluso la casualidad es un invento mercadotécnico. Quien se encarga de controlar la alimentación es quien controla todo. Da la bienvenida a la enfermedad: el negocio que sostiene la vida.
Me decía: quien alimenta manipula. Quien tiene el control es quien alimenta. A través de los alimentos se planean también los contubernios. Cargar el vacío en la mano. Resolver el momento.
Perteneces a una generación que vendrá a romper el orden natural instaurando la libertad de la locura. Resolverás el momento. Pondrás la locura de moda. Harás belleza con ella o quizá sólo una obra de arte.
Los adioses, 2023. Todas las imágenes son cortesía del artista Guillermo Arreola.
El accidente ocurrió así: hace algunos años me golpeé la cabeza contra el mosaico al resbalar en el baño de mi casa. Con el golpe se me abrió el cuero cabelludo y me empezó a brotar sangre. Como la herida me pareció superficial y cicatrizó pronto, no consulté a ningún médico. Al poco tiempo comencé a experimentar vértigos. Pero también sucedió algo más: empecé a tener sueños con números. Por las mañanas, al despertar, repasaba el recuerdo de lo soñado. Y aparecía en mi memoria un número preferente. Así, por ejemplo, durante días soñé una cifra: 1440, que no podía apartar de mí ni siquiera cuando estaba en mi trabajo. A la semana de traer esa cifra constantemente en la cabeza pinté un cuadro. Y lo titulé así, con esa friega pensativa del 1440. Cuando lo terminé, me eché a descansar en un sofá y a mirar hacia un punto indefinido. Mi vista, cansada de lo indefinido, se clavó en un reloj que colgaba de la pared. Miré el minutero y me pregunté cuánto tiempo dura un minuto, y cuánto tiempo dura el tiempo de una hora y cuánto el tiempo de un día. Al terminar de formular la última pregunta, apareció en mi mente la tan llevada y traída cifra onírica de 1440. Y mi mente empezó a funcionar así: minuto, hora, día, total: 1440.
Le pido que me entregue sus anotaciones, doctor, le dije cuando él dio por terminado el tratamiento psiquiátrico. Muéstreme el cuaderno en el que ha escrito las anotaciones sobre mí. Quiero saber.
Claro, me respondió con el poder en la voz de quien ostenta el privilegio de conocer el revés de las apariencias. Con la autoridad de quien puede disuadir las decisiones más firmes.
Aquí tiene, dijo. Y me entregó un cuaderno con tapas oscuras, que ya en casa, al yo abrirlo, se desbordó en espacios en blanco ante mis ojos.
Empecé a pintar, de manera más bien desaforada, a raíz de una “crisis psíquica”. Ésas fueron las palabras que utilizó el psiquiatra que me atendió durante un largo tratamiento.
Lo hice como una forma de sobrellevar la convalecencia de meses a la que me arrojó un accidente al que en un principio no brindé atención: un golpe en la cabeza, que me hizo descubrir que en mi interior se hallaban un asesino y una presa combatiendo en el pozo de lo que llaman depresión.
Me pregunta usted por qué me interesa tanto el tema de los golpes en la cabeza. Me interesa porque hace muchos años me di un golpe precisamente en la cabeza cuyas secuelas fueron terribles; me produjo insomnios hasta de tres días continuos, situaciones pánicas y problemas de lenguaje. En fin, consulté a médicos internistas y a psiquiatras; y, por circunstancias que sería largo y tedioso contarle, terminé en manos de un chamán de nombre Carlos Said. Said me atendió como si me estuviera esperando desde tiempo atrás. Hizo que me metiera adentro de una rueda de lumbre, y con paliacates y de modo imaginario me cortó el cuerpo y la mente; para reacomodarme todo, me dijo. O sea para que las suprarrenales y la pituitaria entraran en armonía, me dijo. Voy a decir algo que no todos los psicólogos o los terapeutas toman en cuenta, dijo Said, y deberían hacerlo: las glándulas suprarrenales y la pituitaria tienen mucho que ver con la posibilidad de derrocar al jefe de la casa, de la casa que somos nosotros mismos, ¿lo sabías? El jefe se llama ego.
El forastero, 2022.
El accidente ocurrió así: al principio empezó a sentir que veía cosas: unas como pelusas llenando el aire, una frase obscena pintarrajeada en la pared de la cocina o de su cuarto, un chorrito de sangre en la cara de con quien estuviera hablando. Como un juego.
Comenzó a sentir escalofríos en la nuca, escalofríos que iban ascendiendo por su cabeza hasta llegar a la coronilla. Desvanecimientos, pánico, la entrada de un rayo hasta el centro de sí. Pensamientos en desbandada. Pensamientos incontrolables acompañados de imágenes mentales de pura furia: charcos de sangre, objetos punzocortantes arrojados contra su cuerpo por alguien o algo invisible, una aguja larguísima introduciéndose en un costado de su vientre hasta atravesar sus riñones.
Luego empezó a oír una vocecita muy dentro de él, o creyó que la oía: mata, quema, le decía. En una de esas ocasiones, sus manos empezaron a moverse como si tuvieran vida propia (y, más tarde, entendería que la tenían). Lanzó su cuerpo contra la pared queriendo acallar aquella voz. Se le doblaron las piernas. En el suelo, prorrumpió en un llanto que parecía inacabable. Entonces volvió a escuchar una voz, otra, que le decía: perteneces a una generación que vendrá a romper el orden natural instaurando la libertad de la locura y la belleza. Mata, quema o pinta tu locura.
Luego le conté que para empezar a pintar había tenido que esconderme de mí mismo, como si yo mismo fuera una intriga.
Profundo a la superficie, le dije, alargando un brazo hacia lo alto, como si tratara de describirle una forma de salir del agua. Una piedra más, le dije, es como sacar una piedra más de mi memoria, romper una piedra del pensamiento. Eso es pintar, ¿lo sabía?: sacar las piedras del pensamiento y que tu cuerpo sostenga la fuerza de tus manos y de la mente animal.
¿Yo? Yo era lo que ya no era la palabra, sino puro silencio pintado. Tú te habías ido lejos en ese entonces. Esperabas al mar. Frente al sol. Todos los animales estaban desnudos. Gotas de agua y polvo arrastrados por el viento… Tenías la cara de oro. Dorada. Yo creo que así te encontró la muerte. Rodeado de colorido. Así entró la muerte en ti, envuelta en figuras de oropel. Recortadas, una junto a la otra. Muy juntas, sirviendo de referencia a tu persona. Flotando en el aire. Como pájaros; no, como globos, propios de una fiesta, en honor a tu cuerpo que llegó a recogerte… a recogerte, a recogerte… Cuando vivías eras alegre. Estabas siempre feliz. Feliz… como el agua… Un caballo te veía soñar, te veía soñar entre el agua. Olías a invención. Olías a plástico quemado adentro de mí.
Olías a imagen y a pintura.
Y yo era el ojo del caballo.
Ésta es la historia de unos ojos y una cueva en el cielo: cuando era niño, su padre y su madre lo llevaron a él y a sus hermanos a una zona boscosa del pueblo. En determinado momento, todos se separaron para explorar entre los árboles. El niño escuchó un gorjeo infernal de pájaros encima de él. Levantó la vista y vio que entre las copas de los árboles se filtraba una luz diamantina que enseguida se transformó en una culebra relampagueante que se precipitó hacia su cuerpo. No supo cuánto tiempo estuvo inconsciente. Nunca comprendió por qué su padre, su madre y sus hermanos lo habían dejado solo. Nunca entendió por qué su padre permitió que se perdiera.
A veces recuerda el suceso, lo recuerda como un accidente y dice: una luz diamantina que se transforma al instante en una culebra relampagueante se precipitó hacia mi cuerpo. Entró en mí la imagen. Posteriormente emergió en pintura.
Semen (La visita del ángel), 2009.
Me habla para decirme que ya lo ha decidido, que acepta mi propuesta de entrevistarlo, de que conversemos acerca de su quehacer como pintor, de toda una vida dedicada al arte. Charlemos pormenorizadamente, a fondo, dice. ¿Qué medio publicaría la entrevista?, ¿se imprime a colores?, me pregunta. Le respondo que es para un sitio digital. ¡Perfecto!, dice, veámonos pasado mañana a mediodía en mi casa, ya tiene mi domicilio. Nos despedimos. Horas más tarde, me habla para decirme que siempre no, que se siente cucho; el frío, dice, le afecta la circulación arterial y no tiene ganas ni de salir de la cama. Me propone que pospongamos el encuentro. Sí, maestro, le digo.
Pasan los días y me habla de nuevo, dice: quiero contarle algo que me ha ocurrido. Le digo: adelante, maestro. Dice: me acordé de algo, quisiera contárselo. Me acordé de cómo fue que me inicié en el arte. ¿Y cómo fue, maestro?, le pregunto. Extraviándome, responde. Y enseguida agrega: no, por aquí no; por teléfono, no; por aquí ya no le cuento nada, y alzando la voz dice que él no necesita andar compartiendo sus asuntos personales con nadie. Todo lo humano es caída, murmura antes de dar por terminada su llamada y sin despedirse.
Un día, muy temprano, suena mi teléfono, respondo. Escucho su voz: habla Antonio Denango. Venga a mi casa ahora y hagamos la entrevista. Ni siquiera alcanzo a responderle pues segundos después dice: ¡no venga, no venga, que no tengo nada que contarle!
Me habla un día y otro no:
Quiero contarle una confidencia sobre un asunto peligroso. Quiero recordarle que ya todo está perdido. Quiero decirle que no sé cómo carajos sacarme de la cabeza aquella propuesta de conversar que me hizo usted, que la tomé a burla, que no me importó en su momento o eso le dije, pero que me ha venido arañando la cabeza, de manera subrepticia, esté donde esté.
Me habla para decirme eso, una y otra vez: aquella propuesta que me hizo usted, en aquel día, y que yo le dije que no había nada que contar, pero recapacitando pensé y qué tal que sí, pero de todos modos le volví a decir que no, no quiero, porque al contarle podría usted divulgar cosas que no son y así traicionarme.
Y un día, ya perdida toda esperanza de encuentro con él y rendido ante el vaivén demencial de su sí y su no, me llama para decirme: sí quiero, ahora mismo; conoce usted mi ubicación, véngase para acá, en este momento; usted pregunta, yo respondo, es todo lo que tenemos que hacer, acercarnos y escuchar.
Y una vez que nos hayamos visto y que yo haya registrado sus palabras, no me extrañaría que me hable para exigirme que olvide todo lo que me ha contado, pienso mientras camino por la calle de Sonora, cerca ya de su domicilio.
Maldita ilusión, 2024.
En la sala de su casa, me pide que le permita mostrarme algunas de sus pinturas más recientes, que ha recargado en la pared y sobre el piso. Me señala la primera y dice: vi a un hombre sentado y llorando sobre una piedra. Ahí está, ¿lo ve usted? Él iba muy lejos, corriendo con lágrimas.
Al enseñarme la siguiente dice: vea usted este cuadro. Pero véalo aunque no entienda lo que contiene. A lo mejor son puras manchas. Fíjese cómo no tiene figuras. Lo figurativo es sólo un recuerdo burdo de lo inacabado del porvenir.
Ahora, acérquese usted a esta pintura, huela: ¿puede oler la nada que la colma? Vea cómo dejé chorrear todo ese rojo como si fuera lava de un volcán, o sangre, pero es nada.
¿Cuál es el tema, maestro?, me atrevo a preguntarle.
Uno no es un tema, uno es uno, dice, así la pintura. Como puede ir viendo: toda mi casa está llena de los crímenes que seguramente ya hubiera yo cometido si deambulara por las calles. Cuando hablo mis palabras son chillantes y abstractas. Me gusta martillear en la corteza de lo vivo. Si sabe usted escuchar, oirá el tumulto de animales que recorren estos lienzos.
¿Podría hablarme un poco de sus procedimientos?, le sugiero.
Yo he vivido perseguido en el tiempo, responde. Ser perseguido en el tiempo duele hasta en donde yo ya no estoy. No conocer la vida específica es una tragedia, como la de mis manos.
Y luego dice que está planeando despedirse de todo signo. Que la pintura lo abrasaba todo.
Nada es de nadie, dice. Nada puede pertenecer a nadie. Hablamos porque creemos saber.
De repente me toma de un brazo y en tono casi violento y viéndome a la cara me pregunta: ¿sabe usted qué es el lenguaje?
Voy a responderle algo y lo impide, soltándome el brazo y alzando un dedo de modo admonitorio. Dice: es el diablo. Dice: sólo al pintar se trasmuta la palabra en un paisaje de Dios. Ah, qué paisaje de la vida, el paisaje de la caída de lo humano, dice. Al final la pintura, como la muerte, exigirá también su aroma, dice. Siento un escalofrío trepando por mis sienes. En el momento que usted me indique empezamos la entrevista, dice. Y me sonríe, con una sonrisa que admito tierna y fraternal.
Imagen de portada: Cayó de su caballo y nadie lo cachó, 2023.