La conquista poética de México

Imperialismos / dossier / Noviembre de 2021

Jorge Gutiérrez Reyna

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Cuando pensamos en la conquista de México, pensamos en una suerte de criatura bicéfala, como el águila en el escudo de armas del emperador Carlos V. Cubiertos por armaduras centelleantes y con el juicio nublado por la ambición del oro, los soldados a caballo consumaron una de estas dos conquistas: la militar o material. La conquista espiritual (la otra cabeza del águila) la emprendieron los frailes de las varias órdenes mendicantes —franciscanos, dominicos y agustinos— que fueron llegando a nuestro territorio entre 1523 y 1533. Esos paladines del catolicismo de hábitos pardos y mollera tonsurada, que provenían de una Europa dividida por la Reforma protestante, descendieron de los barcos convencidos de que la divina providencia les había encomendado la misión de evangelizar a los indios americanos. Desde hace tiempo ronda en mi mente la idea de que quizá no fueron dos sino tres las cabezas de esa criatura a la que llamamos la conquista (¿un cancerbero?). Cuando se apaciguó el fragor de las armas y los indios se acostumbraron a acudir al llamado de los campanarios, hubo lugar para una serie de fenómenos que podríamos englobar bajo el nombre de conquista literaria (o poética, si se quiere). Esa tercera conquista, dependiente de las otras dos y tan definitoria como éstas, fue emprendida por otros actores: los intelectuales, poetas y letrados españoles. Su arma fue la lengua, el poder de su retórica, sus metáforas.

Trasplante

En Las trampas de la fe, Octavio Paz escribe:

Las literaturas, como los árboles o las plantas, nacen en una tierra y en ella medran y mueren. Pero las literaturas, también a semejanza de las plantas, a veces viajan y arraigan en suelos distintos.

Eso fue justamente lo que ocurrió en nuestro siglo XVI: los españoles trasplantaron al Nuevo Mundo no sólo su concepción particular de la literatura —la de los indígenas mesoamericanos era otra—, sino también las instituciones que la cultivaban y propiciaban, así como las modas y los estilos que la regían. Tenemos noticias de que desde las primeras décadas del siglo, toneladas de libros comenzaron a ser trasladados al Nuevo Mundo. Ya para 1528, por ejemplo, el obispo fray Juan de Zumárraga había traído consigo su biblioteca personal, la primera de México. Y para 1539 Juan Pablos, en un taller tipográfico asentado en la actual calle Moneda, alumbraba los primeros libros impresos en el continente. Durante este primer siglo quedaron asentadas, asimismo, la corte virreinal y la Universidad de México, en cuyo seno se engendrarían en los siglos siguientes tantas líneas de tinta, tantos versos.

_El águila, la serpiente y el cactus en la fundación de Tenochtitlan_, en Juan Tovar, _Códice Tovar_, _ca_. 1585. Library of Congress El águila, la serpiente y el cactus en la fundación de Tenochtitlan, en Juan Tovar, Códice Tovar, ca. 1585. Library of Congress

El conquistador literario o poético por excelencia tendría que ser Gutierre de Cetina, en cuya persona encarnaba plenamente el ideal renacentista de las armas y las letras. Poeta muy célebre en su tiempo, hoy, como dijo Alfonso Reyes, su fama “pende de un madrigal”: “Ojos claros, serenos / si de un dulce mirar sois alabados…”. Cuando llegó por primera vez a México, en 1546, traía bajo el brazo diversas composiciones escritas por sus amigos poetas, casi todos sevillanos al igual que él, y la cabeza llena de la música de los versos italianizantes que habían puesto de moda, unos años antes, Juan Boscán y Garcilaso de la Vega. Fue justamente Cetina el introductor del estilo y de las modas literarias del Renacimiento al Nuevo Mundo (el “patriarca de la poesía castellana en México” lo llamó Juan Pérez de Guzmán en el siglo XIX). A su muerte —novelesca, a raíz de un duelo de espadas blandidas por el amor de una mujer bajo la luna poblana—, los papeles poéticos fueron recuperados por otro vate sevillano, Juan de la Cueva. Este último sumó a los de Cetina sus propios papeles y compiló, en 1577, el que quizá sea el primer libro de poemas en lengua española de nuestro país: la antología Flores de baria poesía, editada en la década de 1980 por Margarita Peña. Tanto arraigó el árbol de la poesía española del siglo XVI en el Nuevo Mundo que en nuestra sensibilidad de hoy resuenan y aún nos conmueven los versos amorosos de los poetas presentes en las Flores. Hay en este volumen un famoso soneto a una dama desdeñosa (“áspera, cruel, ingrata y dura”) escrito por Francisco de Terrazas, el primer gran poeta español nacido en México. Aunque no conozcamos el poema, a todos nos resultarán familiares sus metáforas: los cabellos de la dama son “hebras de oro ensortijado”, las mejillas blancas se comparan a la “nieve no pisada”, matizada por un ramillete de encarnadas “rosas”; los ojos brillan como dos “soles”, los dientes son “perlas”, los labios, rojos cual “coral preciado”… Creo que no me equivoco cuando digo que mucho más desconcertantes le parecerán al mexicano promedio las metáforas de la poesía prehispánica. La poesía de los Siglos de Oro españoles, primero renacentista y luego barroca, encontró en Terrazas a su primer exponente de este lado del Atlántico. Después vendrían otros, igualmente diestros en el dominio de la lengua literaria: Bernardo de Balbuena, Juan Ruiz de Alarcón y, por supuesto, sor Juana Inés de la Cruz. Con la obra de la Décima Musa, el árbol de la literatura española trasplantado casi dos siglos antes al Nuevo Mundo ofrecía sus más sazonados frutos. Es curioso que, entre los textos preliminares de autores españoles que se imprimieron junto con sus obras publicadas en Europa, se repita con insistencia una idea: los versos de sor Juana, como escribió un tal Pedro Zapata en el Segundo volumen de 1692, son “el mayor tesoro que ha contribuido aquel reino a nuestra España”. Oro, almas, metáforas: la conquista literaria, tal como las otras dos, rendía el debido tributo al Imperio español.

Asimilación

Cuando Juan de la Cueva llegó a la Ciudad de México en 1574 escribió una epístola en tercetos encadenados (la misma forma estrófica en que está compuesta la Divina comedia). En ésta, tal vez el primer retrato poético de México en lengua española, hay unos versos relativamente conocidos que Reyes calificó como la “síntesis acabada del mal gusto”, en los que De la Cueva condensa las virtudes de la ciudad virreinal (¿a qué clase de “carnes” se refiere el poeta?):

Seis cosas excelentes en belleza hallo escritas con C que son notables y dignas de alabaros su grandeza: casas, calles, caballos admirables, carnes, cabellos y criaturas bellas, que en todo extremo todas son loables.

Lo que me parece destacable del poema de Juan de la Cueva es su manera de asimilar a la dulce cadencia del verso renacentista la realidad americana y algunos vocablos propios de la lengua náhuatl. En el mismo metro con que Garcilaso de la Vega había compuesto sus sonetos, De la Cueva canta al “plátano, mamey, guayaba, anona”, a las “tunas de colores”, “el capulí y zapote colorado”; también al delicioso “pipián” del que escribe “que al sabor de él os comeréis las manos” (o sea, que hará que nos chupemos los dedos). Pero este proceso de asimilación que lleva a cabo la conquista poética de México va más allá: si los frailes habían intentado desterrar a las antiguas deidades mesoamericanas del Anáhuac, los poetas intentarán sustituirlas por las suyas, sobre todo con los dioses del panteón grecolatino. Así, el “chicozapote” se nos presenta como “el fruto mejor que cría Pomona” (ya no Chicomecóatl), y el “aguacate”, por sus efectos afrodisiacos, es un fruto “a Venus consagrado”.

Armando Fonseca, _La danza del caballito_, 2017. Cortesía del artista Armando Fonseca, La danza del caballito, 2017. Cortesía del artista

La gran entrada al Valle de México de los dioses poéticos europeos tendrá lugar en otro poema posterior, la “Bucólica”. Escrita en octavas reales (al igual que el Orlando furioso), esta composición se debe a la pluma del madrileño Eugenio de Salazar, llegado a la capital de la Nueva España hacia 1580, y quien nos legó su vasta obra en un volumen manuscrito titulado Silva de poesía. En la “Bucólica” vemos llegar a la laguna de México al dios Neptuno montado “en una gran ballena”, e insertarse de lleno en la realidad americana; Salazar suple a Tláloc con esta nueva deidad oceánica, a la que convierte en tutelar de la ciudad lacustre. También en su inventor: ¿qué pensarán los lectores al ver que el poeta atribuye a Neptuno la creación de las chinampas y, por tanto, de los frutos americanos?

Y por hacer más linda y agradable la gran laguna y la ciudad cercana, hizo por eras [las chinampas] un comunicable repartimiento entre la gente indiana… Allí el bermejo chile colorea y el naranjado ají no muy maduro; allí el frío tomate verdeguea, y flores de color claro y oscuro.

Por otra parte, ¿en qué se cimienta la delgada costra del suelo mexicano? Esa pregunta la responderá Bernardo de Balbuena en su Grandeza mexicana: en “columnas de cristal” que fabrican “las tiernas ninfas en su mar profundo”. La obra del poeta valdepeñero, publicada en 1604, culmina y consuma el proceso que hemos venido describiendo. Si no me equivoco es, además, la primera de nuestra lengua que se dedica entera, exclusivamente y por extenso (está compuesta de casi dos mil versos) a la descripción poética y la alabanza de la Ciudad de México. En ella adquieren su forma última y se consagran los tópicos que se le habían asociado desde las crónicas de conquista, algunos de los cuales pervivieron varios siglos después o, incluso, hasta nuestros días: su asentamiento sobre la laguna (la nueva Venecia), sus bellos edificios (la ciudad de los palacios), el brío de sus caballos y destreza de sus jinetes, su clima privilegiado y eterna primavera (la región más transparente del aire). Todo este muestrario se dispone a lo largo de nueve capítulos cuyos contenidos se resumen en la bien conocida octava inicial, que sirve de pórtico e índice al poema: “De la famosa México el asiento”.

Jennifer Randall, _Sor Juana Inés de la Cruz_, de la serie _Remarkable Women_, 2004. Cortesía de la artista Jennifer Randall, Sor Juana Inés de la Cruz, de la serie Remarkable Women, 2004. Cortesía de la artista

Ni De la Cueva, ni Salazar, ni Balbuena buscan nuevas formas para hablar de la insólita realidad que se expande ante sus ojos. Buscan imponer al territorio conquistado las metáforas, las palabras, las estrofas, los tópicos y las alusiones mitológicas propios de la cultura europea del Renacimiento. Es cierto, como asevera Martha Lilia Tenorio, que poetas como Balbuena intentan demostrar que las cosas “de Nueva España son tan poetizables como las del mundo europeo”; también es cierto que este proceso de asimilación de la realidad americana a los moldes poéticos europeos no deja de tener algo de violento: pretende construir el símbolo de la ciudad desde y para los ojos de los europeos. Los poetas españoles poblaron la laguna mexicana de ninfas, tritones y nereidas; la redujeron al esbelto cauce del endecasílabo.

La ciudad de palabras

No quisiera finalizar estos apuntes sin referirme a otra obra capital de la conquista literaria: los tres diálogos, originalmente escritos en latín, de la autoría del toledano y catedrático humanista Francisco Cervantes de Salazar. Estas obras se han dado a conocer a los lectores a través de la traducción de Joaquín García Icazbalceta, quien les confirió, hace ya casi un siglo, el título de México en 1554. En principio destinados a los estudiantes de Retórica de la primitiva Universidad de México, estas pequeñas prosas cumplen una función que, a mi ver, va mucho más allá del mero didactismo. Por un lado, estos diálogos se suman a los elogios dirigidos a la gran Ciudad de México que otros, como Juan de la Cueva o Balbuena, habían ya proferido: el segundo diálogo resalta la grandeza y hermosura de sus edificios, de sus calles de agua (“Paréceme ver la misma Venecia”, dice uno de los personajes); el tercero, abocado a pintar los primores de Chapultepec, afirma que México “aventaja sin disputa a todas las naciones del mundo” por su fértil y perenne primavera. Al fin, escribe Cervantes de Salazar: “Nada hay en México que no sea digno de grandes elogios”. Habría que pensar en el impacto que textos como éste tendrían en la conciencia de una primera generación de jóvenes criollos que asistían a la recién fundada universidad. Los intelectuales que llegaban a impartir cátedra a las aulas mexicanas sabían que el prestigio de ciudades como Salamanca no estribaba sólo en la dimensión material. La conquista literaria, a través de estos diálogos, se propone sumar otra dimensión a la Ciudad de México y despliega no sólo la urbe que ya es, sino la que será, la que debiera ser: una ciudad letrada, digna de albergar las labores intelectuales del humanista. Al inicio del primer diálogo, enteramente dedicado a la universidad, pregunta Gutiérrez, uno de los interlocutores: “En tierra donde la codicia impera, ¿queda acaso algún lugar para la sabiduría?” Luego de pasear por las aulas, de conocer el renombre de los catedráticos, de presenciar las acaloradas discusiones de los estudiantes en los pasillos, él mismo responde a su pregunta inicial: “si la Nueva España ha sido célebre hasta aquí entre las demás naciones por la abundancia de plata, lo sea en lo sucesivo por la multitud de sabios”. La conquista militar introdujo al Nuevo Mundo en la historia política de Occidente; la conquista espiritual nos sumó a la historia de la salvación; la conquista literaria incorporó a México en la historia de los estilos y la cultura europeos: poetas, académicos e intelectuales desplegaron sobre el valle su imperio de metáforas; levantaron —a la par de la ciudad de cal, canto y tezontle— una ciudad de palabras. Por muchas de las calles de esa ciudad todavía caminamos.

Postdata

Evidentemente, la conquista literaria no logró erradicar del todo —como no lo hizo ninguna de las otras—el mundo sobre el cual quiso imponerse. La poesía y la literatura de los antiguos mexicanos en el estado que tenían antes de la conquista pervivieron, como los ídolos de piedra debajo de las ruinas, y se conservaron, durante los tiempos de la Colonia, a través de una línea de sabios que parte de fray Bernardino de Sahagún, atraviesa por Carlos de Sigüenza y Góngora y cierra con fray Servando Teresa de Mier. Pero, sobre todo, las tradiciones literarias diferentes a la española se mantuvieron vivas, por supuesto, de generación en generación, en los pueblos vivos que las crean y las transforman todos los días. Lo que no está demás añadir es que quizá, en un tiempo de reivindicaciones como el que ahora vivimos, podemos acercarnos, como nunca antes, de forma crítica a algo tan aparentemente inocuo como nuestra tradición literaria y evidenciar el acto violento que ésta supuso y supone. No resulta tan sencillo echar por tierra —como puede hacerse con los monumentos de los incómodos colonizadores y genocidas— nuestros monumentos literarios de la época virreinal (¿condenaríamos la lectura del Primero sueño?). La lengua y la literatura del conquistador son ahora las nuestras.

Armando Fonseca, _Grana cochinilla_, 2021. Cortesía del artista Armando Fonseca, Grana cochinilla, 2021. Cortesía del artista

Lo que sí podemos hacer es permitir que las literaturas vivas de esos pueblos que homogeneizamos bajo la categoría de indígenas u originarios fluyan, oxigenen y transformen nuestra tradición literaria. Es una deuda que los mexicanos tenemos no sólo con esos pueblos, sino con nosotros mismos. Me gustaría que a mis estudiantes de literatura novohispana en la universidad les resultará tan familiar, por ejemplo, la metáfora para el agua en la poesía mexica (“anchas turquesas con metal precioso”) como la gongorina (“cristal sonoro/sierpe de cristal”); que los poetas mexicanos se esforzaran (tal como se esfuerzan con textos en inglés y en francés) por leer a los poetas de la tradición indígena en sus respectivas lenguas. Al escribir estas líneas, me percato de que la “república mexicana de las letras”, al menos la más joven, nunca había estado conformada, como lo está ahora, por tantos autores que escriben en una lengua distinta al español. Y el lugar que ocupan esos autores no es subrepticio: la literatura mexicana actual no se entiende, por mencionar algunos nombres, sin Yásnaya Aguilar, Nadia Ñuu Saavi o Herbert Matiúwàa. Las tradiciones literarias que acarrean consigo esos autores son, como la nuestra, materializaciones de una visión del mundo. En la medida en que aprendamos a dialogar con esas otras visiones, cuestionaremos y enriqueceremos nuestro concepto de literatura y la forma en la que entra en contacto con su sociedad —ya sea dentro de una élite o de una comunidad— y será posible volver a las ideas, acuñadas a lo largo de los siglos, sobre este territorio y sobre nosotros mismos.

Imagen de portada: C. Castro, La Ciudad de México, tomada en globo por el Noroeste, 1869. The New York Library, Digital Collections