dossier Chile: Literatura JUL.2025

Alia Trabucco Zerán

Entrar al ruido

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A mi abuela, Alia Chelech Brac


I

El mar oxida la lengua de los que viajan. Primero una vocal, dos o tres sílabas desintegradas. Después palabras, oraciones, párrafos completos. Así se destruyó la lengua materna de mi abuela. Fue culpa del mar, de haber estado en el vientre de su madre mientras cruzaba el océano desde Damasco. Imagino a sus padres en un estrecho camarote. Ali y Fodda, los dos últimos de la familia en hablar árabe. Están sentados sobre una litera, nerviosos, quizás mareados por el continuo vaivén. Intentan memorizar las palabras que parecen más sencillas. Sonríen. El parecido es asombroso. Como el de dos parientes lejanos que se reconocen y se abrazan: kamis, gitara, móseka. Camisa. Guitarra. Música. Fantasmas que anidan en la lengua nueva y la habitan con sus ecos: alarido, ojalá, alevosía.

​ Ahora no nos quedan más que restos. Palabras llenas de espinas que nos arrojamos algunas veces, en la mesa, después de comer hojitas de parra y berenjenas: sharmutah, la, habibti, jara, massari, oscot. Puta. No. Cariño. Mierda. Dinero. Cállate.

II

Fodda y Ali abrieron un negocio en Puerto Montt. Minúsculo, humedecido y tapizado de cosas: papeles, cigarros, dedales, cajas, calzones. La tienda vecina pertenecía a un matrimonio de chilenos. He olvidado sus nombres. Mirta y Eusebio, tal vez. Dos nombres viejos, en extinción. Pero ellos no son viejos todavía. Mirta tiene cuarenta años, la cara afilada y unos labios tan delgados que parecen hundirse en su propia cara. Su marido, Eusebio, usa bigote, sombrero y bastón. Con los turcos se intercambian miradas y sencillo, nada más. Porque les decían turcos, a mis bisabuelos. Aunque fueran sirios. Aunque repitieran hasta el hartazgo que los turcos no son árabes. Ellos eran y serían para siempre los turcos de la calle Varas. Nosotros, los que quedamos, conocemos bien esa palabra: su gatillo. Si alguna vez un niño nos decía turcos, turquita, si alguien me empujaba y me gritaba “turca de mierda”, debía defenderme como pudiera. Piedras, arañazos, combos, patadas. Todo valía. No sé de dónde brotaba la rabia. Tanta rabia. O tal vez lo sepa. El resentimiento, casi siempre, se salta una generación. A veces dos.

Carlos Arias Vicuña, Una línea continua [detalle], 2019. Fotografía de César López. Cortesía del artista.

III

A Fodda, mi bisabuela, no la conocí. De ella no he visto más que una fotografía en blanco y negro: lleva un traje de dos piezas, falda y chaqueta, una pequeña cartera colgada de su hombro y el ceño severo y fruncido. Mira directamente hacia la cámara, como una extraña aparición. A veces me pregunto si habrá sido feliz esa mujer. Pero la felicidad no tiene importancia. Sé tan pocas cosas sobre ella: que usaba el turbante que lleva puesto en esa foto, por ejemplo; que al levantarse por la mañana tardaba en salir de su habitación porque debía recoger su pelo, atarlo en la cima y plegar el género desde su frente hasta su nuca, una y otra vez, hasta envolver su melena a la usanza siria de aquellos años.

​ La tela eleva su cara, la suspende bajo una corona sedosa y plateada. Los dobleces perfectos, tensos, como una aureola luminosa dentro del recuadro oscurecido.

​ Una pareja de musulmanes en Puerto Montt, hace casi un siglo. Él: alto, callado y barbudo. O no. Bajo y risueño, sin rasgos definidos. Mi bisabuelo no aparece en esa única fotografía. Toda mi atención converge en ella, en su expresión desafiante, en sus ojos casi negros, entrenados para encontrar lo que se esconde. La deben haber asediado en la calle. Los transeúntes, esclavos de sus propios ojos negros, incapaces de mirar al suelo y callarse ante semejante aparición. La persigue un ruido infernal, idéntico al del día de su llegada. Ese griterío que estalló cuando recalaron en el puerto y descendieron incrédulos por la rampa de madera. Un alboroto de erres y olas y jotas entremezcladas con graznidos. Esto es llegar, debe haber pensado esa primera tarde: entrar al ruido. Aprender de nuevo a oír. A hablar. A contar. Barco. Damasco. 1927. Y el mismo sonido, un idéntico rumor, estalla a cada paso de esa mujer morena, de turbante, la que vende bagatelas en Puerto Montt.

Wasfi Abud en su fábrica de medias y calcetines y la entrada de la fábrica de carteras Iris de Jorge y Domingo Awad, ca. 1937. En Las industrias de las colectividades de habla árabe en Chile, Ediciones Awad Hnos. Ltda., Santiago de Chile 1937, pp. 131 y 181. Biblioteca Nacional Digital de Chile, dominio público.

IV

Mi abuela, en cambio, vendía trajes de fiesta. Yo la visitaba por las tardes, en el verano. Siempre es verano en mi recuerdo. Se amontonan las gotitas de sudor sobre sus labios y ella las seca con un pañuelo de papel. Un pañuelo arrugado, teñido de rouge, que luego esconde entre los dobleces de su ropa. Mi día favorito. Espiar por debajo del probador los pies descalzos de sus clientas. Calcular los vueltos, contar monedas y lentejuelas. Ella podía quedarse ahí toda la tarde, todas las tardes de su vida. Mi abuela Alia, atrincherada tras el mostrador. La alfombra desteñida bajo sus pies y ella inclinada hacia delante para sostener el peso de su cuerpo, el peso de su madre, el de su abuela, todas juntas apoyadas en su antebrazo. Lo llamaba codo de mostrador o brazo de mostrador, he olvidado el nombre exacto. Una mancha oscura y áspera que trepaba desde su muñeca hasta su codo. A veces pienso en esa sombra misteriosa como una isla. Y siento el deseo de quedarme de pie durante horas, días, semanas completas, apoyar mi brazo sobre esta mesa hasta que nazca, por fin, la marca de mi abuela sobre mi piel.

V

Nunca me habló de su madre. Mi abuela Alia no me habló de esa llegada a Chile ni del primer negocio ni del idioma en el que hablaban cuando se reunían a cenar. Tampoco me contó la historia del turbante. No describió su textura ni su color. Ignoro si rezaban por las noches. Qué comían. Cómo llamaban a eso que comían. Si acaso se juntaban los domingos con otros paisanos del sur. No sé por qué no le enseñaron árabe o por qué ella se negó a aprenderlo, aunque tengo mis sospechas. Pero una noche, en las noticias, empezó un reportaje sobre Damasco. Y mi abuela Alia cerró los ojos, se llevó las manos a la cara y del interior de su cuerpo brotó un ruido, como un quejido muy remoto. No dijo absolutamente nada. Tampoco yo. Nuestro silencio, entendí, era un resabio del silencio de sus padres.

VI

El que vuelve a Siria vuelve a morir.

​ Son palabras de mi bisabuela, repetidas por mi abuela y por mi madre. Me pregunto si habrán calculado la dimensión de su promesa. Morir dos veces. Volver y morir. Tal vez Fodda lo dijo para herir la nostalgia. Para poder rendirse a la incesante lluvia del sur, a esa comida sin sabor, al castellano que la apartaba irremediablemente de su hija. Acaso lo dijo en defensa propia.

​ Cincuenta años después, llena de dudas, mi abuela viajó desde Chile hasta el Líbano. Se trasladó a la frontera con Siria y desde ahí contempló la tierra de su madre por única vez. Forzó los ojos, se inclinó hacia delante y pestañeó varias veces, como si eso le permitiera ver un poco más lejos, más allá de su propio temor. No se movió de ahí. Nunca cruzó esa línea invisible. Sin pensarlo demasiado, movida por esa vieja advertencia, mi abuela Alia retrocedió un paso y nunca, jamás, volvió.

VII

Recibo un mensaje de voz en el teléfono. Mi madre, dieciséis segundos y una instrucción: escucha. Play. Una voz vagamente familiar pero más grave. Un murmullo que parece torcerse para pronunciar esas sílabas, letras que se raspan entre sí, que laboriosamente se enlazan y se sueltan. No puede ser, pienso. Y repito el mensaje, más perpleja cada vez. No habla castellano esa voz. Es el tono incierto, apenas quebrado, de una mujer que conozco y está triste. Aunque no comprenda las palabras, reconozco la tristeza al fondo de esa voz. Recibo otro mensaje: “¿Te parece que puede ser tu abuela?”. Entonces escucho de nuevo, más atenta, y se asoma un recuerdo. Vuelvo a Puerto Montt, al rugido salvaje del temporal en el frío de una noche interminable. Bajo las frazadas de lana, con mi cuerpo pegado al camisón tibio de mi abuela, la escucho rezar. Palabras que caen entre las gotas: salve, mujeres, amén, y otras que no puedo, que nunca pude distinguir. Aprieto play una última vez. Es una plegaria en árabe. Mi abuela Alia en la lengua derruida. La imagino espiando a su madre desde la abertura de la puerta. Una niña de ojos grandes que contempla, embelesada, a esa mujer severa y hermosa que murmura palabras en árabe mientras envuelve su cabeza en un pañuelo. Madre e hija se encuentran al fin en la misma lengua. Es una cita secreta, largamente anhelada. Es ella, contesto. Mi abuela desentierra su otra voz dos semanas antes de morir.

VIII

Se turnaban en atender el nuevo negocio. Fodda trabajaba por las mañanas, cuando atracaban los barcos de los marinos extranjeros. Ellos preferían a las mujeres y por eso Fodda vendía más. En las tardes, en cambio, iban los pescadores a buscar vino y cigarrillos. Y elegían al turco de la calle Varas porque algunas veces les fiaba. En ocasiones, repetía él, un sacrificio es necesario.

​ Ali estaba solo esa tarde, esperando la subida del mar. Y llovía. Porque siempre llueve en Puerto Montt, también esa tarde llovía. Es entonces cuando aparece Mirta, la chilena, bajo el umbral de la puerta del negocio. Y desde ahí, sin moverse, sonríe. Se esconde en una sonrisa ancha mientras acomoda las palabras que soltará después. Oraciones simples, cortas, para que el turco entienda. Porque todavía no habla bien el castellano, imagínate, cómo puede ser, le ha dicho a Eusebio. Mirta se queda como una estatua examinando al turco de arriba abajo. Su ropa demasiado oscura, su barba larga y tupida. No llega a mirarlo a los ojos. Antes, mucho antes, dispara. Le dice a Ali que la Valentina, su niña linda, se casa por fin. Un ma-tri-mo-nio, exclama, separando las sílabas mientras indica con un gesto su propio dedo anular. Será el evento social del año, vendrá gente de Santiago, el novio es santiaguino, dice, apuntando ahora hacia arriba, hacia el norte, y lleva meses preparando la gran fiesta.

Carlos Arias Vicuña, Mujer cíclope, 2014. Fotografía de César López. Cortesía del artista.

​ Ali no se mueve del mostrador. Desde ahí, la escucha con impaciencia, con tedio, acaso con desconfianza. Tarda en encontrar las palabras adecuadas. Las considera, las ensaya en su mente. Al cabo de un rato respira hondo y le ofrece a Mirta sus bendiciones. Que sea un matrimonio fecundo y feliz, debe haber dicho, lleno de amargura.

​ Sabía de esa fiesta hacía semanas. Los vecinos rumoreaban que la familia había arrendado el club naval, nada menos que el salón de honor, y que to-do-el-mun-do estaba invitado. Los croatas del minimercado ya habían escogido sus trajes y vestidos. También los italianos de la calle Prat. Pero no. A ellos, seguramente, no los invitarían. Ali había intercambiado uno que otro saludo con Eusebio y Mirta reconocía a Fodda con un breve ademán cuando se cruzaban en la calle. Pero Mirta la observaba demasiado tiempo, demasiado fijo. Esa mirada excesiva que Ali había descubierto tantas veces sin decir una sola palabra. No los invitarían. Imposible, improbable, debe haber pensado Ali aunque aún no conociera esas palabras. Una invitación en persona era completamente absurda.

​ Se acercó a la puerta, malhumorado, y le preguntó a Mirta si acaso se le ofrecía algo del negocio, si la señora necesitaba comprar alguna cosa, cigarrillos, vino, dedales, o si sólo pasaba a saludar.

​ Mirta avanzó hasta encontrarse a un solo paso de mi bisabuelo. Esta vez sí lo miró. Contempló la cara sin cara de Ali, ese rostro que yo no puedo recordar, y extendió su mano hacia él. Un sobre blanquísimo descansaba sobre su palma. Están invitados, dijo entonces frunciendo la boca y escondiendo unos dientes pequeños y separados. Ali arqueó las cejas o la miró con sospecha o tragó una bocanada de aire frío o hizo algún otro gesto que me permite a mí, ahora, evitar la palabra desconcierto. Sin embargo, debe haber sido desconcierto. Combinado con alegría. Y una pisca de incredulidad. Su primera invitación de unos chilenos. Era importante. Decisiva.

​ Ali asintió, feliz. O dijo: iremos encantados. O: el placer será nuestro. Ignoro cómo habrá sido su castellano para entonces. Seguramente dijo shukran, hizo una breve reverencia y se imaginó a sí mismo regresando a su casa y contándole a Fodda la novedad: adivina quién entró al negocio, habibti, hay que comprar un lindo vestido, un regalo inolvidable, ésta es una buena señal. Pero Mirta, calculando sus pausas, le sonrió una vez más. Y detrás de esos dientes blancos, desde el barranco de esa boca, asomaron las últimas palabras. Por supuesto, usted está invitado con su esposa, dijo acomodando los silencios. Pero háganos un favor, ¿quiere? Dígale que se saque el trapo ese de la cabeza.

Carlos Arias Vicuña, Lola y Teresa con mi abuela, 1956, 2011. Fotografía de César López. Cortesía del artista.

IX

La historia pasa de mi bisabuela a mi abuela, a mi madre, a mí. Y pierde nombres, colores, apellidos, hasta dejarme no más que unas pocas palabras, un turbante y esa foto: Fodda, en blanco y negro, como una lejana admonición. No es la primera vez que escucho el relato. Mi madre me lo repite cada cierto tiempo, para asegurarse. Para impedir que nos perdamos en el ruido. Mi madre, jamás mi abuela. Esta historia, para ella, se extinguió con la lengua muerta. Yo me esfuerzo en retener el orden y algunos datos esenciales. Si acaso llovía, cuánto llovía, la textura exacta de la tela, qué vendían en el negocio. Entiendo cuál es mi tarea. Recolectar las sílabas oxidadas. Y un día, hoy, abrir el último cajón y detonar esta historia de una vez.

Un alboroto de erres y olas y jotas entremezcladas con graznidos. Esto es llegar, debe haber pensado esa primera tarde: entrar al ruido. Aprender de nuevo a oír. A hablar. A contar.

X

Ali no dijo nada esa tarde. No supo qué decir. Tal vez pensó en empujar el sobre por la ranura de la puerta. O dejarlo en el negocio, casualmente apoyado sobre el mostrador. Sorprenderla, eso es. O quizás no. Mejor no decir nada.

​ Por la noche, él y Fodda comieron juntos, frente a frente. Siempre comentaban quién había entrado al negocio en cada turno, qué habían vendido, qué tocaba reponer. Pero esta vez, un poco inquietos, vagamente tristes, sólo hablaron de la interminable lluvia contra el ventanal.

​ Se acostaron pasadas las diez, sin novedades. Y se abrazaron de lado, como cada noche, para dormir. Él fingió que dormía. Ella fingió creerle. Mirta había entrado al negocio muy temprano esa mañana. Ya había escudriñado a Fodda de arriba abajo. Ya le había extendido personalmente la invitación.

​ Las gruesas frazadas de lana ahora le pesan sobre las piernas. Huelen a encierro, a humedad. No. Huelen a lluvia. Fodda no consigue dormir. Ni siquiera distingue si tiene los párpados abiertos o cerrados. La oscuridad es menos real que la insistencia de las gotas sobre el techo, que la respiración serena de Ali, que el borde filoso de esas palabras. Cuando cruzaron la rampa de madera y estuvieron al fin en tierra firme, a Fodda le pareció que el barco era un trocito de una ciudad naufragada. El último vestigio de un hogar.

​ Ali realmente deseaba ir a esa fiesta. Ahora vivimos acá, acá, le dijo una noche apuntando con su dedo índice hacia abajo, hacia el vacío. Esta es nuestra nueva casa, habibti. Ojalá nos inviten, había dicho, usando nada menos que esa palabra: ojalá. Inshallah.

​ Fodda se levantó justo antes del amanecer, pero el trajín en la cocina le advirtió que no había sido la primera. Cerró con cuidado la puerta de la pieza, se vistió en silencio y se sentó frente al tocador. Se contempló en el reflejo y, por un segundo, tuvo dudas. El pañuelo estaba apoyado sobre el mueble, frente a ella. Lo recogió y lo extendió sobre sus rodillas. No. Mejor no pensarlo demasiado. Lo aplastó con las palmas de sus manos y lo dobló prolijamente sobre sí mismo. De dos en dos en dos en dos. Un turbante plateado. Un pañuelo plomizo. Un pedazo de tela. Fodda terminó de plegarlo, abrió el último cajón y lo guardó ahí, al fondo, desactivado. Se puso de pie y entró a la cocina. No hervía el agua todavía. Ni estaba puesta la mesa. Le dijo a Ali que no tenía hambre, no quería desayunar. Él, por una vez, no dijo nada. No pudo. Tampoco pudo quitarle los ojos de encima. Fodda caminó hacia la puerta de salida y la abrió de par en par. Sólo entonces volvió lentamente la cabeza. Ahí estaba su pelo negro y brillante, largo hasta los hombros, descubierto por primera vez. Y sus ojos grandes, furiosos, apuntando para siempre hacia Ali, hacia Mirta, hacia nosotras, hacia mí. No irían al matrimonio. Ni contestarían la invitación. Fodda salió esa mañana de la casa, cerró la puerta a sus espaldas y entró, sola, a ese ruido feroz.

Imagen de portada: Carlos Arias Vicuña, Lola y Teresa con mi abuela, 1956, 2011. Fotografía de César López. Cortesía del artista.