Los cables pelados
Leer pdfEra Pascua. Mi madre aún estaba aprendiendo a vivir con la ausencia de su padre. El duelo avanzaba a su propio ritmo, con días buenos y otros en los que la tristeza era más densa. Esa mañana despertó animada. La vi a lo lejos, hablándome. No recuerdo lo que decía, pero sí el instante en el que, de repente, comenzó a irse de lado contra la pared. Sus ojos, incrédulos, intentaban gritar que ella no podía hacer nada para evitarlo. La mitad de su cuerpo había dejado de responderle. Corrí a levantarla. Nerviosa, le restó importancia al evento repitiendo entre risas que se trataba de un lapsus brutus. A los pocos minutos, como si efectivamente aquello fuera sólo un apagón, su pierna y su brazo izquierdos volvieron a responder. Repentinamente despertaron de ese letargo abrupto.
“Somos escultores de nuestra propia existencia” es una frase que se suele escuchar con frecuencia hoy en día. En la neurociencia, la metáfora ilustra un cambio radical en la comprensión del cerebro que ha posibilitado dejar atrás nuestra idea de él como un órgano rígido y predeterminado, para concebirlo como una estructura maleable, adaptable y en constante transformación. Es un giro revolucionario en la manera de entender la naturaleza humana que ha sido posible gracias a la noción de la plasticidad cerebral, una propiedad del sistema nervioso que le permite modificar su organización estructural y funcional en respuesta a la actividad neuronal que tenemos.
Existen distintas modalidades de plasticidad. En los primeros años de vida se trata de una especie de fuerza creativa y adaptativa que dibuja el gran boceto de nuestra estructura cerebral a través de la creación de miles de conexiones neuronales. Estas conexiones forman redes cada vez más complejas que son el sustrato neurológico a partir del cual desarrollamos habilidades esenciales como agarrar objetos, mantener el equilibrio y hablar. En esta etapa de formación inicial, nuestro margen de decisión es casi nulo. Es decir, la plasticidad actúa sin nuestra intervención, siguiendo los propios designios de la biología. Sin embargo, con el tiempo esta primera fuerza productiva cede la batuta a otra modalidad de la plasticidad, una que sí se modula según nuestras experiencias. A medida que entramos más en contacto con el mundo, nuestras vivencias le van imprimiendo una forma única a nuestros circuitos neuronales. Por ejemplo, una persona con destreza para el tenis desarrolla ciertas áreas del cerebro que no necesariamente están igual de trabajadas en alguien que tiene la habilidad de aprender varios idiomas. Las diferencias en la arquitectura neuronal de cada quien sustentan de cierta manera aquella idea que defiende que somos una escultura viva y única, cuya forma se moldea o se talla según lo que hacemos y sentimos.
La investigadora Nazareth Castellanos profundiza en esta idea. En Neurociencia del cuerpo (2022) cuenta que hay ciertas actividades —como la meditación, el ejercicio y los hábitos alimenticios— que actúan como la gubia de un ceramista sobre nuestra masa cerebral. Un caso paradigmático de este tipo de actividades, que contribuyen a la modificación positiva de nuestro cerebro, nuestro sistema nervioso y, en última instancia, de todo nuestro ser, es la danza. Al bailar se fortalecen los vínculos entre regiones clave del cerebro, como la corteza motora y el cerebelo —zonas asociadas a nuestras facultades motoras y sensitivas—, el hipocampo —el núcleo de la memoria— y la corteza prefrontal —también conocida como el centro de la personalidad—. A eso hay que sumar que memorizar secuencias de pasos, adaptarse a un ritmo o improvisar durante el movimiento robustecen las conexiones neuronales asociadas a las capacidades cognitivas y estimulan la flexibilidad mental, esencial para la creatividad y la resolución de problemas cotidianos. La danza nos recuerda que el cerebro, lejos de ser un órgano rígido y aislado, está estrechamente ligado al cuerpo. Nuestra postura, el vaivén de nuestros movimientos e incluso el ritmo de los latidos de nuestro corazón no son meros acompañantes de nuestro ser, sino actores clave que dan forma a la manera como percibimos, sentimos y pensamos el mundo.
Ilustraciones de Ana Isabel Luján, 2025.
Para descartar cualquier duda y confirmar que, en efecto, mi madre había tenido un lapsus brutus causado por la fatiga, como ella aseguraba, fuimos al médico. Ese día marcó el inicio de un largo peregrinaje por consultorios y salas de espera que ni siquiera éramos capaces de imaginar. En cuestión de una semana coleccionamos hipótesis increíblemente dispares: pasamos del episodio de estrés, el exceso de cansancio y la depresión a la metástasis cerebral. Cada diagnóstico era provisional y traía consigo un nuevo abismo de incertidumbre. El cerebro sigue siendo hoy un gran enigma, nos repetían los especialistas.
La plasticidad neuronal no sólo forma conexiones, sino que también despliega una notable capacidad para reparar aquéllas que han sido dañadas. Somos una escultura viva que, al sufrir una fisura, posee la habilidad para regenerarse desde dentro. Este poder se manifiesta en dos vertientes complementarias de la plasticidad que colaboran para sostener el buen funcionamiento del sistema nervioso frente a los más diversos desafíos.
Por un lado, encontramos la plasticidad capaz de restaurar las áreas cerebrales lesionadas o disfuncionales. Cuando era adolescente, me fracturé el tobillo derecho. Después de ocho semanas de usar un yeso que terminó oliendo francamente mal, pensé que volvería a la rutina sin más. Pero el largo periodo de inmovilización había afectado mi coordinación, mi fuerza e incluso se había llevado buena parte de la masa muscular de mi tobillo. Tanto así que si lo comparaba con el izquierdo era distinto. Por supuesto, no pude caminar de inmediato. Tuve que recurrir a ejercicios y sesiones de rehabilitación para recuperar poco a poco la movilidad. Aunque no lo pudiera notar a simple vista, la práctica me permitió reactivar, fortalecer y afinar las conexiones neuronales encargadas de controlar la función motora de mis músculos implicados, algo que luego se hizo evidente a nivel físico. Siguiendo con la metáfora artística, la plasticidad cumplió su promesa como la arcilla que, tras poner en marcha el torno, vuelve a ser moldeable.
Por otro lado, existe una dimensión compensatoria de la plasticidad que, si bien no repara directamente el tejido dañado, hace posible su adaptación funcional mediante la reorganización de las redes neuronales existentes. En otras palabras, cuando una función específica se ve afectada por una lesión, otras áreas cerebrales que inicialmente no participaban en esa tarea pueden asumir parcial o totalmente el rol perdido. Oliver Sacks, en Los ojos de la mente (2011), nos regala un ejemplo decisivo: una persona con daño visual tiene la capacidad de desarrollar con notable agudeza otros sentidos como el oído y el tacto. Estas capacidades sensoriales intensificadas suplen la información visual perdida con una fina habilidad para percibir texturas y resonancias, tejiendo un nuevo mapa neuronal que de alguna manera compensa la ausencia de luz.
Permanecimos en la fragilidad de las respuestas inconclusas hasta que llegó el veredicto definitivo: mi madre padecía un proceso avanzado de desmielinización autoinmune. Su sistema se atacaba a sí mismo. ¡Qué locura! Pensar que un cuerpo puede aniquilarse sin que esa cosa tan extraña y a la vez sumamente conocida a la que llamamos “yo” tenga vela en el entierro. La lucha interna que se llevaba a cabo en el cuerpo de mi madre bien podría pensarse como un problema eléctrico. Las neuronas son pequeñas células del sistema nervioso encargadas de transmitir información a través de señales electroquímicas. Cuando una neurona, a la que podemos pensar como un pequeño generador de energía, acumula suficiente carga, lanza un destello eléctrico a través de su axones y dendritas, largas y delgadas fibras que actúan como cables de transmisión de la información. Ese destello viaja hasta alcanzar un punto de encuentro con otra neurona. Sucede entonces la sinapsis, es decir, el umbral donde la señal electroquímica cambia de manos. La segunda neurona recibe la información, la procesa y la envía a otra neurona para continuar con el proceso. En ese ir y venir de impulsos se crea una red eléctrica de comunicación que constituye la base química de nuestra percepción, nuestras emociones y nuestros pensamientos.
Mi madre estaba perdiendo el recubrimiento que protege las fibras que permiten a las neuronas comunicarse entre sí. En otras palabras, se le estaban pelando los cables. Y ella no podía hacer nada para impedirlo. El cortocircuito entre una neurona y otra generaba marcas irreparables en esa red eléctrica; pequeños accidentes cerebrovasculares que explicaban su pérdida de movilidad, así como su creciente dificultad para concentrarse y su desmemoria cada vez más notoria. Heridas que en la imagen de la resonancia magnética se presentaban como agujeros negros. La metáfora era perfecta: hoyos de los que mi madre no podría escapar. ¿La causa? Factores genéticos, infecciones, carencia vitamínica, tabaquismo, inflamación crónica, intolerancia al calor… Es decir, todo y nada. Cada vez que insistíamos en la pregunta, la respuesta volvía, implacable: la esclerosis múltiple es la enfermedad de las mil caras.
Comprender el poder transformador de la plasticidad cerebral es motivo de celebración, pero también es una invitación a asumir la responsabilidad que conlleva este conocimiento. Como advierte Marina Garcés en Escuela de aprendices (2020), vivimos en una época plagada de discursos sobre entrenamiento cerebral, mejora continua y alto rendimiento cognitivo. Estos relatos, que suelen prometer autogestión y empoderamiento, alimentan la ilusión de un control absoluto sobre nuestras vidas. Pero, al reducir un fenómeno neurobiológico complejo en fórmulas simplificadas, encubren algunas de las exigencias más inclementes del capitalismo actual. Bajo la retórica de la flexibilidad permanente y la adaptabilidad sin límites, se promueve la figura de un sujeto dócil, siempre dispuesto a amoldarse a contextos adversos y capaz de tolerar condiciones brutales de vida y trabajo gracias a su entrenamiento mental.
La plasticidad neuronal, nos recuerda Garcés, no puede pensarse como una fuerza neutra. Así como lo personal es político, tenemos que reconocer que lo neuronal también es político. La misma capacidad que nos permite reinventarnos puede ser orientada hacia fines emancipadores o manipulada para continuar ejerciendo prácticas de eficiencia, sometimiento y productividad. Por eso es necesario no dejar de preguntarnos con genuina perplejidad: ¿qué tipo de figura queremos esculpir?, ¿qué formas de vida deseamos tejer?, ¿qué prácticas merecen ser cultivadas si aspiramos a una existencia más empática, compasiva y comunitaria?
Hasta hace unos años, en casa de mis padres sólo había ibuprofeno, antiácido estomacal y pomada de mariguana contra el dolor muscular. La enfermedad era algo relativamente ausente. Hoy es un integrante más de la dinámica familiar, celoso de su lugar, que se hace presente en cocteles de pastillas, efectos secundarios, gotitas de CBD, sesiones de rehabilitación física, cambios de alimentación, discusiones con el seguro de gastos médicos y miedo al calor.
En su obra Ontología del accidente (2018), la filósofa Catherine Malabou dice que, en el curso natural de una vida, los cambios que experimentamos moldean nuestra personalidad pero, rara vez, la trastocan por completo. Seguimos siendo, a pesar de todo, la misma persona. Sin embargo, existen situaciones en las que la transformación es tan radical que parece emerger una figura desconocida. Como le sucede a Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis de Franz Kafka, que un día, sin explicación aparente, despierta convertido en bicho.
Malabou toma la imagen kafkiana para tender un vínculo entre Samsa y su abuela, víctima de un alzhéimer avanzado. Para la filósofa, las personas que padecen esta enfermedad u otras afecciones neurodegenerativas, como el párkinson, o quienes han sufrido daños cerebrales por lesiones o tumores atraviesan metamorfosis comparables. Viven accidentes, muchas veces desprovistos de una causa clara, que inauguran en ellos una nueva forma de ser. No se trata simplemente de un cambio: aparece en escena otra persona.
¿Cómo ocurren estas metamorfosis capaces de convertirnos en otra, en otro? Al explorar la raíz etimológica del término “plasticidad”, Malabou recuerda que lo plástico no remite sólo a lo maleable, a lo que puede tomar forma, como el mármol, en manos de una escultora, sino que también apunta hacia aquello que puede estallar. Esta otra acepción, mucho menos referida, está presente, por ejemplo, en el explosivo plástico, un tipo especial de material usado para detonar estructuras. Como cuando se demuele un edificio. Para Malabou, esta dimensión destructiva del concepto abre la puerta para reflexionar sobre una modalidad particular de plasticidad, la patológica, que, en vez de generar y fortalecer conexiones neuronales, las hace estallar. Una plasticidad capaz de desencadenar pequeñas detonaciones o accidentes cerebrovasculares en los que la desintegración de una parte de la arquitectura neuronal implica una modificación radical de la identidad de la persona que la sufre.
A diferencia de la plasticidad regenerativa o compensatoria, mediante la cual el cerebro se adapta en respuesta a ciertos daños, esta versión destructiva no deja margen para la restauración. No hay posibilidad de retorno. Ahí radica la potencia inquietante de esta otra plasticidad: la misma capacidad que celebra la transformación también puede ser agente de aniquilación. Más perturbador aún es que muchas veces esta metamorfosis ocurre sin una causa identificable. Es abrupta, impredecible, sin una narración que la explique. No todo cambio tiene una razón de ser. El poder destructivo de la plasticidad obedece a una lógica anárquica, imposible de domesticar. En el diálogo que Malabou sostiene con Slavoj Žižek, él habla de una intrusión violenta del sinsentido. Violenta, precisamente, porque parece no tener origen, porque parece no enlazarse con el pasado de la persona a la que, sin embargo, le produce un sufrimiento real. No es el trauma clásico, ligado a un deseo frustrado, es un trauma opaco, sin símbolo, sin relato.
Frente a este horizonte, ¿qué nos queda? La filosofía, en este caso, no ofrece grandes consuelos. La medicina, a pesar de sus avances, a menudo baja las manos frente a los enigmas del cuerpo. Pero Malabou no se rinde ante el pesimismo. En el umbral del daño irreversible, propone una ética de la ternura, una sensibilidad que no busca restaurar el yo perdido, sino sostener, como se pueda y con lo que se tenga, a quien sobrevive.
Quiero creer que hay algo después del accidente. Porque así como es cierto que no todo es miel sobre hojuelas, tampoco todo es desolación. El accidente que partió en dos la biografía de mi madre nos ha traído una gran tejedora. Esos agujeros negros que se han formado en su cerebro se han llevado algunas cosas, pero también han hecho espacio para otras. Tejer, en ella, se ha vuelto una nueva manera de escribir. También he aprendido que hay otro modo de comprender el olvido. Frente a esa tendencia que lo ve como un defecto, hoy sé que la creatividad, la sabiduría vital, la empatía y el coraje beben del sutil arte de la desmemoria. A ello sólo puedo sumar la que quizá ha sido la lección más importante, la que me ha descubierto una nueva comprensión del cuidado: uno que no insiste neciamente en devolver las cosas a su cauce habitual, sino que se dispone a aprender a caminar sin mapa y sin exigir dirección, acompañando con ternura a quien transita un nuevo cauce. En ese tránsito también hay lugar, y mucho, para la risa, esa honesta y desparpajada compañera que estos años nos ha enseñado una nueva forma de navegar la incertidumbre que comparto con mi madre.