Esperando a Mister Bojangles, de Olivier Bourdeaut

Revoluciones / crítica / Octubre de 2017

Adriana Romero-Nieto

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El otro elogio de la locura

Transgredir los bordes suele leerse como un acto de locura. A pesar de que el término locura sea en sí mismo polisémico, pues su definición, como se sabe, se ha transformado con el paso de los siglos y los contextos, en nuestra sociedad lo aceptado son los trazos definitorios, donde esto es esto y no puede ser otra cosa. Contrario a este afán normativo que dicta que lo difuso e impreciso es incómodo, Esperando a mister Bojangles, de Olivier Bourdeaut, desafía sin pretensiones la normalidad y, sobre todo, celebra la locura. Una celebración que no queda en la superficie ni tan solo en la temática, como una lectura incauta haría pensar, sino que abarca diversos aspectos de la novela, desde la construcción dramática que se recrea con los síntomas de los pacientes con trastorno maniaco-depresivo, la alteración de los límites entre lo ficticio y lo real, hasta los guiños al movimiento surrealista. En plena concordancia con el personaje eje, una mujer con trastorno bipolar, la novela simula ser lo que no es, pues parte de un estado de éxtasis para, poco a poco y con un humor melancólico, instalarse en las sombras. Las primeras páginas poseen un tono engañosamente ingenuo y superficial: el narrador y protagonista es un niño que cuenta la vida de su excéntrica y bien acomodada familia parisina, para la que lo único urgente son las fiestas, el juego, la música y el baile. Pero los fragmentos intercalados de los diarios del padre, Georges, anticipan el lento giro y aquella extravagancia y jovialidad abre paso a la oscuridad de los trastornos mentales de la madre. Y se revela, así, que las cosas nunca son lo que aparentan. Después del júbilo y la fiesta, el lector se enfrenta a una profunda tristeza que parece salida de quién sabe dónde, pero que surge de una fina construcción narrativa. Esta fineza se evidencia en el sutil cambio anímico de la novela, precisamente similar a la canción de Jeff Waker que da el título al libro: “había un precioso y viejo tocadiscos en el que siempre ponían el mismo vinilo de Nina Simone y la misma canción: ‘Mr. Bojangles’. […] Aquella canción era realmente loca, triste y a la vez alegre, y hacía que mi madre se pusiera igual”. De esta forma, a través de la mirada de un niño que tiene por mascota a una grulla llamada Doña Superflua; cuyo calendario escolar está regido por los viajes improvisados que sus padres hacen a su casa de verano en España y que juega de vez en cuando con un senador regordete y despreocupado del gobierno francés, amigo íntimo de sus padres, el Crápula, se va revelando una vida familiar dicotómica. Para llegar al descubrimiento, el lector es llevado por un lento viaje en montaña rusa, tal como en el trastorno bipolar, en donde se pasa en continuum de un ritmo ascendente a uno descendente: “El problema con el estado de mamá era que no tenía agenda, no tenía hora fija, no pedía cita, aparecía por las buenas como un patán”. En este subibaja, también como el paciente bipolar, los límites entre lo ficticio y lo real se ven alterados. Desde las primeras páginas se anuncia que el padre, para no aburrirla, nunca llama a la madre del mismo modo más de dos días seguidos, de forma que la mujer a veces se llama Renée, otras Joséphine, Georgette, Pauline, Hortense, Nécessité, etcétera. Diversas formas de nombrarla para preservar una vitalidad y desdibujar los límites entre lo que es y lo que puede ser. En esta misma alteración, muy al estilo borgiano, desde los paratextos, como la dedicatoria: “A mis padres, por su paciencia y su comprensión, testimonio cotidiano de su amor”, hasta el cierre del penúltimo capítulo: “Titulé su novela Esperando a mister Bojangles, porque siempre estábamos esperándolo, y se la envié a un editor. […] Así que el libro de mi padre, con sus mentiras a diestra y siniestra, llenó todas las librerías del mundo entero”, la novela confronta sin rodeos al lector con la duda de si lo que tiene en las manos es una novela, una autobiografía o un ejercicio de “falsificación”. Y como precisamente estas confidencias se encuentran en los bordes de la narración (en la dedicatoria y en el último párrafo explicativo), la trama central queda contenida por un marco, de forma que parece que fuera de él se encuentra la historia de lo “real” y dentro la de lo “ficticio”. Es decir, dentro de esas fronteras está la novela “ficcionalizada” (por inadecuado que sea el término) y fuera de ellas la “realidad” del autor. Sin embargo, como en todo buen libro, los marcos son infinitos. Y como caja china, la novela de Bourdeaut posee también marcos internos. Como ya se dijo, en la narración del hijo se intercalan fragmentos del diario paterno, que funcionan como documentos “históricos” y evidencian el deterioro progresivo del estado mental de la madre y de la familia y que, a su vez, desplazan la narración naïve de la visión infantil para dar entrada a una realidad sombría. La ambigüedad voluntaria de Bourdeaut es, así, una afrenta al lector, a quien se le exige caminar por el borde que en principio separa la verdad de la mentira para así cuestionarle si este borde, en el que está parado, en verdad existe. Más allá del vínculo psicoanalítico que la novela tiene con el movimiento surrealista, el personaje de la madre se construye como un collage en el cual una serie de excentricidades se reúnen en un conjunto unificado: su trastorno. Fuera de todo convencionalismo, el comportamiento de la mujer, con sus manías, caprichos y fantasías es ajeno a toda razón, es automatismo puro. Ignorante a todo “deber ser”, la madre de los múltiples nombres actúa sin la intromisión censora de la conciencia, de forma que, así como un día invita a cenar a su casa a todo el mundo, otro decide que es mejor no comer y bailar hasta el cansancio y otro que más vale iniciar un incendio. Desde luego, sus acciones disparatadas dan pie o refuerzan el tono del libro: un humor absurdo, con el que Bourdeaut relata momentos que podrían parecer incoherentes, como el escape de un hospital que se trama como una novela cómica de detectives durante la cual confluyen la tensión del éxito de la huida y la comicidad de las acciones de los personajes: “Cuando subimos al coche, yo estaba totalmente grogui […] nos cubrimos la cabeza con la media. […] En el momento en el que empujaba la puerta de la clínica, la media se rompió a la altura de la nariz, así que intentó darle la vuelta, pero entonces fue una oreja lo que abrió otro desgarrón en el tejido”. Aunque las primeras páginas de Esperando a mister Bojangles parezcan ligeras, el lector no podrá evitar que esta novela lo deje fuera de centro, excéntrico, como sus personajes. El libro de Olivier Bourdeaut es, sin duda, un mágico elogio de la locura. Pero que el lector no se confunda: este “elogio” se parece al de Erasmo sólo en un detalle: aquí la locura también es una diosa.

Imagen de portada: Foto de Adam Wiseman


Portada Bourdeaut Salamandra, Barcelona, 2017