Todo lo que se pudre forma una familia. Fabián Casas
“Escribir este libro tuvo grandes consecuencias para mí, pérdidas irreparables y, seguramente, habrá más…”. Quien escribe estas líneas es Pilar Donoso, hija de José Donoso, quizás el narrador chileno más importante de la segunda mitad del siglo XX. Un escritor lleno de secretos y demonios que le ayudaron a conformar una literatura repleta de máscaras y pesadillas, de deseos incorrectos, salvajes, reprimidos: ahí están El lugar sin límites (1966) y El obsceno pájaro de la noche (1970), novelas monstruosas e incómodas que sólo alguien tan complejo e indescifrable como José Donoso podía escribir. Pero volvamos a las líneas que abren este texto, detengámonos en esas palabras que escribe Pilar y que aparecen en la dedicatoria de su libro Correr el tupido velo (2009), hablemos de esas grandes consecuencias, de esas pérdidas irreparables que sufrió y que sufriría después de publicar esas páginas inclasificables en las que abordó la figura de su padre: leyó sus diarios —sesenta y cuatro cuadernos que Donoso vendió a las universidades de Iowa y Princeton— y, entonces, construyó un libro brutal acerca de ese padre escritor —y sus fantasmas y demonios—. Pilar Donoso lee los diarios de su padre, selecciona fragmentos, los comenta, indaga en ellos, en los distintos contextos en que fueron escritos, mientras avanza su relato, su historia familiar, sus encuentros y desencuentros con él; la figura de un padre que escribió sus diarios sin culpa, sin pensar en el resto, con una honestidad que sólo puede existir en un texto privado que nunca verá la luz. Porque Pilar descubre cosas que, probablemente, ningún hijo —y menos una hija adoptada, como fue su caso— quisiera descubrir: su padre desconfía de ella, la critica, la rechaza, la compadece, la vuelve a criticar en secreto, la desprecia; sus cuadernos son un campo de batalla silencioso, un lugar para descargar toda la rabia contenida, aquellos sentimientos negros que no es capaz de compartir con nadie. Pilar selecciona los fragmentos más duros y avanza en la escritura de este libro incómodo que tuvo una recepción muy entusiasta por parte de lectores y críticos en Chile, y que modificó para siempre la figura de José Donoso y, de paso, la lectura de sus libros: ese padre malintencionado, ese hombre que se escondió siempre tras una máscara, que no fue capaz de asumir libremente su sexualidad, que vivió a la sombra del Boom latinoamericano, ese hombre resentido se nos aparece, una y otra vez, en sus distintas novelas: “Sigue y se agudiza el problema Pilarcita, que nos tiene totalmente crucificados con su odio, su odio a sí misma, su odio al mundo, a su marido y a sus hijas. De pronto, temo un asesinato, tan violenta y perversa es”, anota en el diario. Pilar lo disecciona en su libro, lo analiza, lo muestra con todos sus matices; no escatima en detalles a la hora de mostrar su miseria, sus dudas, sus obsesiones. Llega lo más lejos que quizás un hijo puede llegar. Pero entonces está esa dedicatoria, esa advertencia: hubo pérdidas irreparables por escribir ese libro y habrá más, escribe Pilar, quizás intuyendo que una parte de su vida comenzaba a apagarse después de publicar este libro: “¿Será esta biografía mi venganza?”, se pregunta en cierto momento. Lo único cierto es que habrá pérdidas irreparables: el 15 de noviembre de 2011, dos años después de haberlo publicado, Pilar Donoso iba a ingerir una suma imposible de pastillas y perdería la vida esa noche. Tenía 44 años. Quedaría, sin embargo, su historia: Correr el tupido velo es, sin duda, uno de los testimonios más feroces que un hijo haya escrito sobre su padre. No hay vuelta atrás, pero sí una genealogía, quizá, de hijos que sobrevivieron a padres infernales. Pilar es uno de los primeros nombres que surgen en esa lista, pero en ese árbol genealógico hay varios autores ineludibles. Un árbol genealógico latinoamericano lleno de ramas torcidas y quebradas.
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En el centro de aquel árbol, de aquel mapa, debiese aparecer, cómo no, el argentino Jorge Barón Biza y ese libro inolvidable —y brutal— que es El desierto y su semilla. Por estos días en que escribo estas líneas, justamente, nos enteramos de que el libro empieza a ser recibido con entusiasmo en Estados Unidos, donde se publicó en abril de este año en la prestigiosa editorial New Directions. De hecho, The New Yorker le dedicó un largo ensayo que se titula: “Cómo Jorge Barón Biza convirtió su tragedia familiar en ficción”.
Esa tragedia familiar empieza cuando sus progenitores están firmando el divorcio, el 16 de agosto de 1964, y el padre, Raúl Barón Biza —pornógrafo, anarquista, millonario y escritor frustrado— le lanza a su mujer, Clotilde Sabattini, un vaso con ácido sulfúrico sobre la cara. El desierto y su semilla comienza ahí, en ese preciso instante en que el ácido empieza a hacer efecto sobre el rostro de la madre de Jorge Barón Biza: lo desfigura, lo tuerce, lo vuelve ilegible, irreconocible. El padre se suicida esa noche y, entonces, empieza un viaje de años en que Jorge Barón Biza acompañará a su madre en el proceso de reconstruir ese rostro, esa vida. Lo que encontramos en El desierto y su semilla —en clave ficción, claro, con los nombres de los protagonistas cambiados— es el registro de aquellos años, de aquellos viajes, de esas muchas operaciones a las que recurre su madre para volver a ser ella misma, y del fantasma del padre, que aparece una y otra vez —él y sus novelitas mediocres y su violencia y sus frustraciones— mientras el hijo se hace cargo de la madre, de la familia, pero sin heroísmo, como un personaje a la deriva.
La historia —real— termina con varios suicidios. La historia termina con Barón Biza publicando el libro en 1998, en una edición que pagó él mismo, y dos años después lanzándose al vacío. Tiempo antes se habían suicidado su hermana y su madre.
Una tragedia familiar convertida en literatura, en una novela ejemplar, retorcida, necesaria —que no es sólo la horrible anécdota familiar, por supuesto, sino un artefacto en el que el lenguaje explota y se retuerce hasta darle una forma única a esta tragedia, en un tono que está lejos de lo confesional: es una novela y sólo una novela—.
Ahí está, entonces, el hijo escribiendo la gran novela que nunca escribió el padre —pues el padre fue quien decidió vivir esa novela, esa pesadilla—.
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En marzo de 2009, Alejandro Zambra publicó una columna titulada “La literatura de los hijos”. Era una lectura breve e intensa sobre Correr el tupido velo, sobre esa hija que lee los cuadernos de su padre y decide escribir su propio relato. Casi al final del texto, Zambra anota: “Quienes nacimos a comienzos de la dictadura crecimos buscando y contando la historia de nuestros padres y tardamos demasiado en comprender que también teníamos una historia propia”. Dos años después, Zambra publicaría su novela más importante, Formas de volver a casa, en la que desarrollaría, de alguna forma, esta idea que lanzaba ahí, en esa columna —de hecho, uno de los capítulos del libro se llama justamente “La literatura de los hijos”—. De manera intuitiva, Zambra le daba nombre a un conjunto de libros que se publicarían paralelamente al suyo, en el que distintos autores nacidos en los setenta escribirían sobre sus padres, sobre sus opciones políticas y sobre lo que significó ser hijos en aquellos tiempos —de dictaduras, de revoluciones fallidas—. Muchas de estas obras son ajustes de cuentas feroces, y algunas de una complejidad mayor, como Los Rendidos. Sobre el don de perdonar, del poeta e historiador peruano José Carlos Agüero, es un relato —mezcla de ensayo, autobiografía y crónica— en el que repasa la historia de sus padres, quienes pertenecieron a Sendero Luminoso y fueron asesinados extrajudicialmente. Agüero indaga en sus vidas mientras repasa lo que significó para él crecer siendo hijo de senderistas: la vergüenza, la rabia, la frustración y luego la posibilidad de comprender a sus padres y de trabajar con la memoria y con un lenguaje que busca resignificar ciertos términos con los que se ha escrito la historia oficial. Y también está el perdón: Agüero decide pedirle perdón a quienes fueron víctimas de sus padres, víctimas de sus actos terroristas. Un hijo tratando de corregir la vida de sus padres —las consecuencias de sus actos—. Un hijo tratando de vivir con la sombra de esos actos, de esos padres. Pero a veces aquella sombra resulta imposible de esquivar. Ahí está la sombra de Donoso, o la sombra del escritor argentino Rodolfo Enrique Fogwill, por ejemplo, que descubrimos que era inmensa cuando murió y su hija Vera —escritora y cineasta— le escribió una carta feroz que publicó en Página/12: “Ser la hija de Fogwill es como el poema que escribí el otro día sobre Borges y que titulé ‘Las pobres hijas de Borges’, en alusión a lo que no tuvo y a lo que, si hubiera tenido —una hija que escriba—, le habríamos dicho todos: ‘Pobre hija de…’. Es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu, intentar ser meditativo siendo el hijo de Osho, intentar ser persona siendo el hijo de un animal”. Vera Fogwill admira a su padre, pero no tiene contemplaciones al momento de escribir sobre él —no hay pérdida en su carta, tan dura como conmovedora—. En el último caso que quiero convocar para este árbol genealógico, sin embargo, no hay ferocidad ni dureza en las palabras que escribe la hija sobre su padre. Hay una distancia, hay una pátina de ficción, una forma solapada de hablar de ese padre. El último caso que convocaremos es el del pintor y narrador chileno Adolfo Couve y el de su hija Camila Couve Carrasco, quien a inicios de este año publicó su primer libro: Estampas de niña (Alfaguara). Ahí están sus recuerdos de infancia. Ahí está, muy silencioso, su padre.
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Adolfo Couve pareció siempre un personaje de otro tiempo, como sus libros —y quizá también como sus pinturas—: había un desfase con su época, con las modas de los años que le tocó vivir mientras pintaba o escribía. Desde sus comienzos se aferró a los clásicos, a una mirada que desconfiaba de las tendencias. Se formó en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile —donde ingresó en 1959— y tuvo dos viajes importantes en esos años de juventud: el primero a Nueva York, donde vendió algunas de las obras que expuso en galerías —sin embargo nunca se acostumbró a la ciudad ni a su modernidad ni a sus avances—, y el segundo, que sería fundamental, a París, donde estudió y se maravilló con la arquitectura, con esas calles por donde transitaron algunos de los artistas que lo habían marcado. En la capital francesa visitó el Louvre y cuando vio La Gioconda se puso a llorar —según contó en una entrevista—. En medio de eso, contrajo matrimonio con Marta Carrasco, a quien conoció en la Escuela de Bellas Artes. Eso sería en septiembre de 1961. Dos años después nacería Camila Couve Carrasco, su única hija. Y en 1965, mientras vivía una época entregado a la pintura, decidió publicar su primer libro, Alamiro. En las décadas siguientes, Couve repartirá su vida entre la literatura y la pintura, además de sus clases —que se volverían míticas: era un profesor intenso, severo, desconcertante, pero de esos que le podían cambiar la vida a un alumno— en la Escuela de Bellas Artes. Publicará varias novelas más, todas muy breves, todas en editoriales modestas y con tirajes reducidos, hasta que en los noventa lo publica Planeta en su colección Biblioteca del Sur. Couve se haría un nombre, sin duda, entre los narradores chilenos, a pesar de que su proyecto estético fue muy distinto al de los escritores que publicaban en esos años. Couve venía de Flaubert, de la novela decimonónica, del cuidado supremo por el lenguaje, del arte de la descripción. Un escritor que parecía venir directo desde fines del siglo XIX, que se saltó las vanguardias, y que escribió una literatura realista y fascinante, repleta de niños protagonistas, de infancias perdidas y quebradas, de pasajes y conventillos, de casas infinitas, de un mundo que, en gran medida, ya no existe. Couve, aunque no lo quiso, era vanguardia pura, y así se pueden leer hoy sus novelas —entre sus lectores más entusiastas se encuentra César Aira, por ejemplo—, con un desfase que genera extrañamiento —en una constante búsqueda por la belleza—, pero que convierte a aquellas historias en literatura. Couve se recluiría los últimos años de su vida en Cartagena, una playa del litoral central de Chile donde está la tumba de Vicente Huidobro. Couve se había separado de su mujer y no era muy afecto a los grandes grupos ni a las amistades numerosas. Era un hombre que combatía desde hacía años contra una depresión que no se iba nunca. Pero cuando se fue a Cartagena no estaba solo. En Santiago había conocido a un niño de la calle que deambulaba por el centro de la capital, huérfano de padre. Se hicieron amigos y le pidió a la mamá si se lo podía llevar a vivir con él a Cartagena. El niño se convertiría en su hijo adoptivo y luego, con los años, en su amante. Vivirían juntos hasta aquella mañana del 11 de marzo de 1998, cuando Couve se colgó en el baño de su casa. Pero volvamos a Alamiro, detengámonos en ese primer libro, que es un objeto hecho de fragmentos, imágenes diáfanas y terribles que denotan a un narrador que sabe perfectamente cómo describir lo que está viendo, cómo convertir eso que está frente a sus ojos en algo real. Volvamos a Alamiro y regresemos, también, a Camila Couve, la hija de Adolfo, que este año, cuando se cumplieron dos décadas de la muerte de su padre, decidió publicar Estampas de niña hecha, cómo no, de fragmentos. Un relato autobiográfico que resulta difícil leer sin buscar las huellas de su historia familiar: “En la infancia antigua, esa que ocurrió allá tan lejos que me parece una imagen representando algo que me contaron, se ve una niña, debo ser yo”. Leemos Estampas de niña bajo la sombra de Couve no sólo porque él es uno de sus personajes principales —aparece sólo en un par de fragmentos, pero intuimos su presencia ineludible a lo largo de todo el relato—, sino también porque los fragmentos que escribe Camila remiten a los que escribió su padre en Alamiro; pequeñas viñetas y retratos —muchos de ellos brutales—: “A alguien he amarrado al poste del parrón. No estoy solo, somos varios. Su madre ha venido por él, se lo lleva y nos dice algo duro. No puedo volver sobre el asunto; lo olvido en este instante al recordarlo con tanta intensidad”, escribe Adolfo. Camila Couve narra su infancia, los años que vivió junto a sus padres en una casa donde ellos intentaban armar una familia, pero sin dejar de trabajar en sus proyectos artísticos. Escenas en las que se toman el living y se instalan con todos sus cachivaches, o imágenes en las que Camila simplemente describe situaciones que nosotros, los lectores, llenamos de sentido: “Los dormitorios de mis padres son dos. Nunca están juntos en nada. Viven y conviven como si dos casas distintas y opuestas hubiesen sido construidas por el mismo arquitecto. No se topan, no se enlazan…” O ese otro fragmento en el que Camila anota: “La única Navidad que visualizo como una distinta es la que en puntillas, detrás de la puerta, observo. Una madre y un padre se besan fugazmente como conciliando una batalla en tregua. Me sorprende, me gusta, pero me deja inquieta, no es lo habitual; lo normal es un grito ahogado de mi papá con los ojos inyectados en ira y un rostro de mi mamá suspendido en el desconcierto”. Estampas de niña no parece, necesariamente, un ajuste de cuentas, aunque desperdigue por sus páginas una serie de imágenes complejas acerca de ese padre que fue Adolfo Couve: “La muñeca nueva llegó ayer […] Es hermosa, es de porcelana […] Mi papá sonríe y se divierte con ella, más que yo. La compra para mí y para él”. Avanzamos por las páginas de Estampas de niña y descubrimos un Adolfo Couve intenso, rabioso, que es capaz de tirar al piso todos los platos de la cocina —en un ataque de ira— o quemar un cuadro que acaba de pintar y que no le gustó cómo quedó finalmente. Un Adolfo Couve complejo, lleno de secretos, que se encierra en su pieza y llora, solo. A esa pieza nadie puede entrar. Y por la casa, de pronto, aparece un hombre, un amigo de él que vive con ellos. Todos juntos en esa misma casa. “Lo que tiene la niñez es sorprendente, se puede crecer entre el terror inconsciente y las risas de luz, sin sospechar que algo espantoso está ocurriendo”, anota Camila Couve hacia el final de su libro. No hay rencor, no hay odio. Sólo queda el lenguaje y la posibilidad de que la escritura nos permita comprender aquello ilegible: la vida de una persona, la vida de un padre.
Imagen de portada: Adrián Villar Rojas, Return the World (bote), 2012.