periódicas Chile: Literatura JUL.2025

Xavi Ayén

La transmisión vívida y eléctrica de la literatura

Entrevista con Han Kang

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En la pantalla del ordenador, vemos una estancia clara y diáfana, con una claraboya por la que desciende una intensa luz blanca. Nos saluda una risueña Han Kang (Gwangju, 1970), la última Premio Nobel, surcoreana, tras concedernos una entrevista en enero. Han Kang ha ejercido varios oficios, aunque sabe que es escritora, como su padre, desde los catorce años; lo supo después de leer una obra: “cuando leí una novela corta en la que se describía una escena que me impactó: era de noche, había un chico en una estación de tren, metían ramas en una hoguera y, de repente, el fuego engrandeció. Esa escena maravillosamente descrita me pareció magia. Desde ese momento, quise ser capaz de narrar así”. Alegra verla sonreír, lo que me hace pensar en uno de sus personajes de La clase de griego, un inmigrante asiático en Alemania, que se pregunta “¿por qué en Europa tienes que sonreír cuando ves a un desconocido?”.

​ La autora de La vegetariana —inquietante obra sobre una mujer que deja de comer carne que la convirtió en una escritora internacional de culto— se caracteriza por la polifonía de sus narradores, la importancia de lo onírico, las alegorías y la denuncia de las opresiones gubernamentales. Además, desliza en la ficción algunos elementos autobiográficos: en Imposible decir adiós, su última novela publicada en español, denuncia una masacre cometida por el gobierno de su país; encima, una de las protagonistas se dedica a filmar vídeos, como el cuñado de La vegetariana, que es videoartista… como la propia Han. “Sí, me gusta la creación audiovisual”, admite, “he grabado uno de 18 minutos y 30 segundos, titulado igual que la novela, donde actúo junto a otra autora amiga mía. Cogemos una tela blanca muy grande, ese paño suave que se usa para envolver a los recién nacidos, estamos en el monte Hallasan, el más alto de Corea, y descendemos desde allí hasta la playa”.

​ Gyeongha, su escritora ficticia en Imposible decir adiós es un poco asocial y aunque es joven escribe varias veces su testamento; se aísla del mundo y su modo de vida provoca que todas sus parejas la acaben dejando, tiene que alquilar un estudio para trabajar y, cuando sale por las noches, debe hacer un esfuerzo por comportarse como la gente normal. La autora, sin embargo, no piensa que todos los escritores lleven este tipo de vida:

Yo tengo una vida privada, conduzco un pequeño coche, compro, cocino, no paso todo el tiempo solamente escribiendo. Me he graduado de la universidad, he trabajado en una editorial, luego en una revista. Fui profesora universitaria durante once años y ahora tengo una librería en Seúl que dirijo desde hace siete. Es cierto que antes, durante un tiempo, lo dejé todo porque quería concentrarme en escribir una novela. Pero siempre he mantenido una relación con la sociedad, con altibajos, pero en general bastante intensa. Y sigo ahí. La escritora del final de Actos humanos, que luego protagoniza Imposible decir adiós, tiene mucho de mí, pero no soy yo al 100 %. Ese personaje es un puente que une la realidad y la ficción. Los lectores creen que soy yo tal cual y eso crea equívocos. Son mías las pesadillas, los sueños, los deseos, la obsesión por la masacre, las reflexiones sobre lo que es la vida, esas cosas sí. [Tras recibir el Nobel] he vuelto rápidamente a mi vida normal, a mi rutina, a estar en casa junto a mi hijo. No quiero presiones, me quedan muchos años de vida y no quiero dejar de escribir ni volverme tonta. Con un premio así, tienes algunas obligaciones, pero las he cortado todas y he vuelto a mi vida cotidiana. El 1 de enero del 2025 volví a escribir. Y no necesito nada más.

Josefina Valenzuela, Carwash V, 2025. Cortesía de Galería NAC.

Xavi Ayén (XA): ¿En dónde está ahora? ¿Desde dónde nos habla?

Han Kang (HK): Estoy en casa, en Seúl, eso que ve usted parece la luz natural que está entrando, pero es una lámpara blanca muy potente. Aquí son las ocho de la noche y acabo de cenar junto a mi hijo. A esta hora me pasan cosas: es justo cuando me llamaron de la Academia Sueca para comunicarme que había ganado el premio.

XA: ¿Cómo está su padre? ¿Qué le dijo al ganar el Nobel?

HK: Mi padre está de maravilla. Es escritor, tiene ochenta y muchos años y sigue publicando novelas. “Estoy orgulloso de ti, hija”. Eso dijo. El oficio de novelista no da para mucho. De niña, éramos pobres y teníamos que mudarnos a menudo. No teníamos muchos muebles, pero sí un montón de libros. Me sentía protegida por ellos; además, para mí eran como una criatura en constante crecimiento porque su número aumentaba cada semana, cada mes. Aunque asistí a cinco escuelas primarias distintas, no recuerdo haberme sentido traumatizada, me defendían todos esos libros con los que vivía. Me pasaba las tardes en casa leyendo hasta que conseguía hacer nuevos amigos. Es un recuerdo muy valioso.

XA: A la fecha tiene seis libros traducidos al español, pero hay otros en coreano que aún no nos han llegado. ¿De qué nos estamos perdiendo?

HK: Les faltan mis novelas cortas. Me gustaría que, con el tiempo, pudieran leerlas. También he escrito poesía, que ahora se ha recopilado en el volumen Guardé el anochecer en el cajón, espero que la estimen, para mí es muy importante.

Creo que los lectores mexicanos pueden conectar con el tema de las heridas sin cicatrizar, de los desaparecidos. No importa donde haya ocurrido la matanza, siempre habrá personas a las que les es imposible decir adiós, despedirse de los suyos.


XA: Su más reciente novela, Imposible decir adiós, empieza con una escritora que tiene pesadillas como consecuencia del proceso que implicó hacer su último libro sobre una masacre perpetrada por el gobierno de su país. ¿Este personaje es usted?, en su obra anterior, Actos humanos, aborda la matanza de Gwangju en 1980. ¿Tras escribirla también tuvo pesadillas?, ¿puede describirlas?

HK: Así es. El libro sobre Gwangju apareció en mayo de 2014 y yo empecé a tener una pesadilla de manera recurrente justo un mes después, en junio. Mientras escribía Actos humanos, había tenido muchas otras, por ello pensaba que ésta era sólo una más, un epílogo de aquellas que me produjo el contacto con el horror. Sin embargo, el color y la textura de este sueño eran diferentes, por eso lo apunté y pensé que podría ser el inicio de una novela. En mi sueño había miles de troncos negros, muchísimos troncos en la ladera de una colina, tantos que no se podían contar, estaban ligeramente ladeados y tenían alturas distintas, como las personas. Me parecían tumbas. Nevaba. Yo pisaba agua, charquitos y, de repente, cuando miraba para atrás el horizonte se transformaba en un mar que se desbordaba; entonces el agua empezaba a subir y yo quería salvar las tumbas con sus huesos, pero no tenía ni una pala; comenzaba luego a correr y me despertaba cuando el agua me llegaba a los tobillos.

XA: Ése es tal cual el inicio de Imposible decir adiós, ¿no es así?

HK: Sí, mi protagonista lo interpreta como un mensaje y, junto a su amiga Inseon, se propone realizar una obra artística con 99 troncos que tienen que plantar. El nueve me atrae porque es un número incompleto, le falta algo para llegar a otro sitio.

Josefina Valenzuela, Rasguños VI, 2025. Cortesía de Galería NAC.

XA: Si sus sueños le nutren de material literario, me imagino que debe de dormir con una libreta al lado.

HK: No, no. No siempre tengo sueños significativos. Tengo sueños normales, como los de todo el mundo. Aunque, en ocasiones, sí me doy cuenta de que alguno está revestido de un significado profundo que pareciera que me está contando algo. Algo importante. Entonces, en ese momento, como es impactante, se marca en mi mente y me levanto porque tengo que apuntarlo.

XA: En Imposible decir adiós se ocupa de otra matanza, la de la isla de Jeju en 1948, en la que, usted comenta, doscientas mil personas fueron asesinadas por el poder político, mismo que, en 1980, le ordenó al ejército que disparara a miles de personas en su ciudad natal, tema de Actos humanos. Para el lector mexicano, son hechos poco conocidos, pero ¿para el coreano?

HK: Si bien mucha gente conoce los hechos de Gwangju de 1980, no están al tanto del exterminio en masa de la isla de Jeju de finales de los años cuarenta. Este episodio ocupa tan sólo una línea en nuestros libros de texto de historia. Muchos coreanos, al leer la novela, se han enterado realmente de lo que sucedió. Ustedes en México también han sufrido bajo poderes autoritarios, han tenido masacres y crueles enfrentamientos. En su país, como en Corea, todavía hay cuerpos por encontrar, aún hay muchos familiares que ignoran dónde están sus muertos. Creo que los lectores mexicanos pueden conectar con el tema de las heridas sin cicatrizar, de los desaparecidos. No importa donde haya ocurrido la matanza, siempre habrá personas a las que les es imposible decir adiós, despedirse de los suyos, pues siguen buscando los cuerpos, los huesos, de su familiar. Por desgracia estos exterminios suceden en todo el mundo. Gwangju no es una ciudad coreana, es sinónimo de Auschwitz, Bosnia, Nankín, de la masacre de los indígenas de América…

XA: Usted, sin embargo, no es para nada una novelista política.

HK: No. Mi generación ya no ha sentido la necesidad de dedicar su obra al compromiso político; mi objetivo, entonces, es investigar el interior de lo humano. No obstante, fíjese que en La vegetariana hay una mujer que se despoja de su cuerpo con la intención de integrarse en el reino vegetal y en La clase de griego la protagonista ha perdido el habla porque rechaza la violencia del lenguaje y aspira a recuperarla a través de una lengua muerta. Son gestos de repudio que intentan recuperar la dignidad mediante una acción autodestructiva.

XA: ¿Cómo le afectó personalmente la masacre de Gwangju? Usted tenía nueve o diez años cuando ocurrió.

HK: Yo era muy pequeña cuando mi familia se mudó a Seúl, apenas cuatro meses antes de la masacre; gracias a ello y por otras razones salimos ilesos. Mis padres tuvieron, sin embargo, una especie de sentimiento de culpa del sobreviviente. De niña oí muchas historias sobre el suceso y un día descubrí un libro escondido en la casa que tenía fotos que documentaban la masacre; eran imágenes atroces de asesinatos en masa y torturas. Me quedé en shock. Fue horrible. Siempre he considerado este tema muy importante: para mí se relaciona con las preguntas esenciales sobre qué es el ser humano. De hecho, mis libros van de eso: la naturaleza de lo humano y el instinto. Escribí Actos humanos para superar el shock. Empecé a investigar la atrocidad y encontré que había mucha gente digna, como aquella que no disparaba y que se dejó matar. No me gusta la palabra víctima porque significa cierta derrota y no creo que ellos hayan sido derrotados, justamente se negaron a serlo y por eso los mataron.

XA: ¿Y en el caso de la isla de Jeju?

HK: El argumento es que una mujer que ha sido ingresada al hospital de Seúl le pide a su amiga que vaya hasta Jeju para alimentar a su cotorra para salvarle la vida; en su trayecto debe atravesar una atroz tormenta de nieve. Como hemos dicho, es un relato que nace de un sueño y en la misma textura de la narración se funde el tiempo, la historia, la memoria e incluso la actualidad. Yo siempre pienso que la historia no es pasado, sino que también es presente.

XA: En estas dos novelas, basadas en hechos históricos, vemos, paradójicamente, más elementos fantásticos, como fantasmas o las almas de los muertos que en otros de sus libros… Parece incluso realismo mágico.

HK: Los fantasmas y las almas son cosas bien diferentes. Me gusta describir de modo natural esas escenas imposibles, en las que se encuentran los muertos y los vivos, como cuando Dong-ho, el joven de Actos humanos, muere en Gwangju y charla con los vivos, contempla su propio cadáver en la calle y es evocado por muchos otros personajes. En Imposible decir adiós, en cambio, no sabemos quién de las amigas está muerta y quién está viva, sin embargo conversan entre ellas, aunque la lógica nos diga que eso no puede ser, que una de las dos no puede estar ahí. En mi obra, la nieve es un elemento básico, une el cielo y la tierra, lo muerto y lo vivo, la realidad y lo fantástico. Avanzo a través de estos símbolos.

Sim Sajong, un paisaje, siglo XVIII. LACMA, dominio público.

XA: En su literatura nos transmite de manera muy vívida las experiencias sensoriales. De sus libros recordamos, obviamente, los argumentos, pero sobre todo muchas sensaciones e imágenes. ¿Podría explicar cómo trabaja para poder provocar esas intensas sensaciones? Le confieso que, tras el impacto de alguna escena, he tenido que dejar la novela un rato y volver a ella un poco más tarde.

HK: Yo, cuando escribo, pienso en el tacto. Pienso en cómo describir el tacto, la sensación física que tendría al ocurrir algo; para mí lo sensorial es muy importante. Cuando escribo, utilizo mi cuerpo. Utilizo todos los detalles que percibo con la vista, el oído, el olfato y el gusto con el fin de transmitir ternura, calor, frío y dolor. Noto cuando mi corazón se acelera y cuando mi cuerpo necesita comida y agua; camino y corro, siento el viento y la lluvia en la piel. Intento infundir esas sensaciones vívidas en mis frases, que se vea que la sangre está recorriendo mi cuerpo. Escribir es enviarle al lector una corriente eléctrica. Y cuando siento que esa corriente se ha transmitido me asombro y me conmuevo.

​ En el caso de Imposible decir adiós, por ejemplo, tuve que recordar qué sensación y sentimientos tenía cuando tocaba la nieve. Estuve escribiendo esta novela durante siete años. El problema era que, como tenemos cuatro estaciones, no siempre era invierno; entonces, para ciertas escenas, tenía que esperar a que volviera a serlo y cuando nevaba salía a la calle para sentir la nieve. Era igual lo que estuviera haciendo, comiendo, trabajando o conviviendo con alguien… si nevaba, lo interrumpía todo y salía. Luego iba al bosque, pedía un taxi para que me llevara a una montaña que hay cerca de mi casa y ahí pisaba la nieve para percibir cómo era andar sobre ella, tocaba la que se acumulaba en las ramas de los árboles, veía cómo se derretía, cuánto tardaba y de qué forma se deshacía; todo esto durante horas, días, semanas… También sentía el peso de cada copo y las diferentes humedades de la nieve. Lo hacía pasara lo que pasara, me era igual. Si estaba tomando té con mi amiga, mala suerte si caía nieve de repente, yo salía al exterior. Era mi trabajo de campo para la novela. Hasta que llegó un punto en el que ya no podía disfrutar de las nevadas tranquilamente, mirarlas sólo tras la ventana. Publiqué el libro en otoño de 2021 y recuerdo con gran placer aquel invierno, porque al fin pude descansar en casa viendo la nieve como el resto del mundo. Mis amigos, que tienen mucha paciencia, me llaman por teléfono cuando nieva: “Me acuerdo de ti, Kang”. Esa nieve dio todo un libro.

XA: Desde luego, usted hace que la nieve pueda ser un monstruo amenazador, un estallido de pureza, un narcótico… Pasando a otros temas, ¿cómo es su proceso de escritura?

HK: Es curioso lo que me ha dicho antes de que tiene que dejar el libro un rato, porque, cuando escribo, yo tampoco aguanto sentada mucho tiempo. Escribo más o menos durante unos treinta o cuarenta minutos y ya no puedo más, mi concentración se acaba. Entonces me levanto, paseo durante otros treinta o cuarenta minutos o hago tareas de la casa y luego vuelvo a sentarme. Escribo corto y varias veces, a ráfagas.

XA: Más allá de las escenas violentas y sensuales, hay una muy simbólica que se me ha quedado grabada, ¿cómo se le ocurrió que en Actos humanos una compañía de teatro representara su obra censurada, moviendo únicamente los labios, pero sin pronunciar palabra?

HK: ¡Eso sucedió! En la dictadura [entre las décadas de 1960 y 1980], los actores comenzaron a actuar sin decir nada, solamente soltando alguno que otro gemido. En esa época todos los libros, guiones y libretos tenían que ser revisados previamente por algún censor. En particular, hubo una compañía a la que le tacharon toda su obra, de modo que no podían decir ni una frase. Así fue como se les ocurrió que, sin contravenir la ley, podían representarla, pero sin articular palabra. Fue algo que se marcó a fuego en mi corazón, por eso lo he incluido en mi novela, aunque los detalles de la historia y del teatro no tienen nada que ver con los reales.

XA: Sobresale el hecho de que en sus obras muchos personajes están enfermos —ya sea con jaquecas, como las que usted sufre, o con males más graves— heridos, sangran o tienen problemas de salud mental. Además hay una constante alusión a hospitales y centros de salud. Es como si en este mundo fuera imposible estar sano. ¿Qué nos está diciendo con todo esto? A veces, pareciera que el verdadero manicomio se encuentra fuera de esos lugares, que está más bien en la calle.

HK: Yo creo que el ser humano, que todos nosotros nacemos muy frágiles; sucede igual cuando morimos, estamos muy débiles. Y en medio de esos dos estados, no nos engañemos, nunca nos desprendemos realmente de esa debilidad constitutiva que queda, dependiendo de cada quién, más o menos enterrada o manifiesta. En mi opinión, la literatura tiene que tratar este tema, el de la fragilidad del ser humano. Mis personajes se relacionan entre ellos a través de su dolor, de su fragilidad. Creo que ésa es una de las evidencias del amor, puesto que el sufrimiento te abre al otro. Es como si de repente yo hubiera encontrado el significado del amor y, por lo tanto, mis libros son novelas de amor.

Kim Hong-do, un paisaje, ca. finales del siglo XVIII. LACMA, dominio público.

XA: En especial La clase de griego, que puede verse como un romance entre una muda y un ciego…

HK: Todas hablan del amor, porque hablan del dolor. Amar significa incluir, abarcar el sufrimiento del otro; esto quiere decir que te importa, el amor te hace empático. Nosotros sufrimos, nuestro cuerpo sufre, nuestra mente sufre pero, por medio de este proceso, establecemos relaciones con los otros y, al final, amamos. Yo creo que eso es tener una relación. Pensemos, por ejemplo, en las escenas en las que Inseon se corta los dedos de la mano trabajando en el taller y que, más tarde en el quirófano, le vuelven a unir. Para que sus dedos vuelvan a estar activos, y formen parte del todo, deben pincharlos cada tres minutos, infligiéndole dolor. Eso, que es pura medicina, muestra que, a través del sufrimiento, nos relacionamos y nos unimos.

XA: También en sus novelas imbrica a sus personajes con la naturaleza, sin llegar al ideal extremo de la chica de La vegetariana que parte de un verso del poeta Yi Sang: “Creo que los humanos deberíamos ser plantas”.

HK: Todos estamos unidos y relacionados. Siempre pienso en eso cuando escribo, en cómo podemos establecer vínculos. En Imposible decir adiós me centro en el ciclo del agua, que se evapora, sube verticalmente hasta el cielo y luego se mueve también horizontalmente, por el viento y el mar. A través de esas líneas que el agua deja como rastro en sus diferentes estados, podemos saber que la tierra está unida. La literatura, por su parte, une a las personas que viven en diferentes lugares y en diferentes épocas históricas cuando leen, por ejemplo, el mismo libro.

XA: Una única pregunta sobre la situación política en Corea y el autogolpe de Estado del pasado diciembre. ¿Qué nos puede decir al respecto?

HK: Todo cambia constantemente y de una forma muy rápida. Yo sigo teniendo esperanza en que las circunstancias mejoren. El día en que se declaró la ley marcial, el pasado 3 de diciembre, hubo ciudadanos que impedían el paso de los tanques con su cuerpo; muchísima gente se movilizó para no repetir el pasado. Yo, viendo estas escenas, me conmoví bastante y tuve la esperanza de que todo estaría bien. Ahora mismo, no puedo decir que la situación sea buena, es muy compleja, pero aún así creo que se solucionará.

XA: Su libro Blanco es muy distinto a los otros, es una especie de diccionario de términos relacionados con ese color…

HK: Al principio simplemente pensé: “Voy a escribir sobre cosas blancas”. Y luego me acordé de mi hermana mayor, que murió a las dos horas de nacer. Seguramente, sin su muerte, mis padres no hubieran decidido tenerme a mí. En la primera parte aparecen las cosas blancas desde mi punto de vista. En la segunda, le presto mi cuerpo a mi hermana muerta, para que ella me diga las cosas blancas que ve. Pero ella y yo no podemos coexistir, porque si está una no puede estar la otra, así que, en la tercera parte, hacemos la ceremonia de despedida. Así es el libro.

XA: Incluso en las escenas más crueles o salvajes, usted es capaz de encontrar belleza o actos nobles. ¿Puede hablarnos de esta dualidad?

HK: Dentro de nosotros hay dos lados, uno oscuro y uno luminoso. Somos capaces de infligir una crueldad horrible y de mostrar la mayor generosidad. En mis obras expongo ambos aspectos, aunque yo siempre voy hacia la luz, porque estoy viva. Esto no es porque yo quiera o porque haya tomado una decisión, sino porque hay una fuerza que me arrastra hacia esa senda luminosa. Ese es mi tema: el amplio espectro del género humano, de lo sublime a lo brutal, todo el abanico. Cuando leí durante tres meses documentos brutales sobre Gwangju, se desmoronó mi fe en la humanidad. Me sentí frustrada, incapaz de seguir escribiendo; estuve a punto de abandonarlo todo. Pero encontré el diario de un miembro de la milicia civil que, antes de morir, anotó: “Oh, Dios, ¿por qué esta cosa llamada conciencia me atraviesa y me duele tanto? ¡Quiero vivir!”. Vi que ése era el camino: avanzar hacia la dignidad humana. En mis obras futuras voy a seguir explorándolo. Por mucho que aborde lo oscuro, el sufrimiento —tanto en mi vida como en mis novelas— siempre voy hacia la luz.

Imagen de portada: Kim Hong-do, un paisaje, ca. finales del siglo XVIII. LACMA, dominio público.