Las ceremonias estructurales de un poema

Ritmo / dossier / Mayo de 2019

David Huerta

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We know a great deal more about the cellular tissue of poems than we do about their structural ceremonies. Hugh Kenner


En 2014 conocí a Wole Soyinka y le declamé algunos fragmentos del “Son número 6” de Nicolás Guillén. Es el canto ritual, minimalista, de un “yoruba de Cuba”; Soyinka es yoruba de Nigeria. Esto escuchó en un camerino del Palacio de Bellas Artes, en mi voz de chilango:

Yoruba soy, lloro en yoruba lucumí. Como soy un yoruba de Cuba, quiero que hasta Cuba suba mi llanto yoruba, que suba el alegre llanto yoruba que sale de mí. […] Yoruba soy, soy lucumí, mandinga, congo, carabalí.

Yo había tratado de imitar los ritmos percusivos del “Son número 6”, tal como están en mi memoria. Esos recuerdos se me implantaron con firmeza pues obsesivamente escuchaba, en mi infancia, un viejo disco del poeta cubano con una selección de versos leídos por él mismo. Nicolás Guillén y Bola de Nieve al piano, cantando, todo sonrisas, “Ay, máma Inéh” fueron en mi vida imágenes sonoras de Cuba durante largo tiempo; lo son todavía, claro, acompañadas por otros sonidos: la voz acezante de José Lezama Lima (“Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo”); la lectura pausada de Eliseo Diego, uno de los hombres más bellos del mundo; la inmensa simpatía de Severo Sarduy y su entonación modulada, cadenciosa. Los mexicanos solemos decir: “Los cubanos tienen un ritmazo”, pero no todos los cubanos son Nicolás Guillén o Compay Segundo; muchos hay, como en cualquier país, incapaces de llevar un compás. ¡Pero cuántos nombres, cuántos ritmos cubanos: el Trío Matamoros, las canciones campesinas de Eliades Ochoa, Benny Moré y su voz de plata, Dámaso Pérez Prado! Ah, y los poemas de José Martí: en el centro de mis evocaciones martianas está siempre el verso de los orígenes: “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”, con esos maravillosos acentos contiguos (“Dós pátrias”) al principio y en medio (“yó: Cúba”) y ese cuadrángulo de oes: dos, tengo, yo, noche, marco vocálico de la nocturnidad isleña. Del final del verso hacia atrás, es decir, de la décima sílaba hasta el principio, la acentuación peculiar le da una profunda coloración lírica a la declaración originaria, con el acento canónico en sexta sílaba sobre el pronombre de la primera persona del singular. En los comentarios a ese verso y al poema del cual es principio, siempre se hacen observaciones biográficas, políticas, históricas. Eso me produce asombro, un enorme desconcierto: ¿no sería mejor, mucho mejor, observar las “ceremonias estructurales del poema”, según la frase de Hugh Kenner? Esas ceremonias están cifradas en el tejido sonoro, en el entramado en movimiento de los versos; es decir, en la compleja onda fónica de un enunciado rítmico.

Jorge Arche, José Martí, 1943. Colección del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana

La ondulación sonora, puntuada por los acentos generadores de la pauta rítmica, es también una “onda mnemónica”. La frase onda mnemónica es de Aby Warburg y Roberto Calasso la utiliza con frecuencia en sus indagaciones y reflexiones sobre los mitos y el arte. Con materiales preexistentes —las palabras— los poetas articulan esas ondulaciones sonoras en cuyo centro están sus ideas sobre el ritmo, el timbre, la melodía: ¿dónde quedaron los Significados, esos señores levemente pomposos y vanilocuentes a quienes tanto le apuestan quienes oyeron campanas cuyo necio repique decía “Mensaje”, “Contenido”, “Filosofía de la Vida”? Los manuales de versificación explican los fundamentos constructivos del verso español. Ese ingenio, el verso, está regido por dos pautas: el número de sus sílabas constitutivas y la distribución de los acentos. Hay versos de diferentes medidas: hexasílabos, heptasílabos, octosílabos, eneasílabos, decasílabos, endecasílabos, dodecasílabos y alejandrinos. Los nombres indican las cantidades silábicas; en el orden aquí presentado, de seis sílabas en adelante, hasta el verso con un nombre diferente, el alejandrino. El alejandrino canónico tiene catorce sílabas y una cesura (pausa fuerte) a la mitad, luego de la séptima sílaba. Cesura: corte. (Cesura es palabra emparentada con la expresión arte cisoria, el arte de utilizar con maestría los cuchillos para preparar la carne destinada a un banquete, a una comilona. Un poeta y sabio del siglo XV, el simpático Enrique de Villena, escribió un tratado gastronómico muy serio sobre el arte cisoria; tenía fama de mago, de necromántico, y Quevedo lo presenta en el otro mundo en tajadas y encerrado en una redoma, vuelto inmortal gracias a las artes mágicas: esas tajadas en la metamorfosis de Villena son una alusión al arte cisoria.) El ritmo del poema se marca con la voz. La voz se eleva o se intensifica en algunos momentos, por fracciones de segundo: en cada uno de esos instantes percibimos un acento. No importa si ese acento se escribe o no: la fuerza de la voz los marca con una especie de inequívoca diafanidad auditiva. Uno los escucha y también los siente; hay quien los marca con un golpe de la mano, hay quien los destaca con leves golpes de pie. Así, precisamente, se llaman las unidades de medida de los versos antiguos: pies, en clara alusión al papel de la danza en todo esto. El cuerpo interviene, pues, en el ritmo: no puede ser de otra manera; cualquiera lo sabe. Pero, hay fuera de ese ámbito físico, de ese nicho de la ecología sonora, otros ámbitos, otras voces, dicho a la manera de Truman Capote: las ceremonias estructurales, cargadas de un sentido cuya gravedad o ligereza no está en la proyección semántica del discurso poético, sino en otras zonas, las áreas rítmicas, del poema; pero es difícil distinguirlas: el ritmo, la presencia sonora de un verso, la textura más o menos musical de un poema o una estrofa se confunden con su sentido, hasta hacerse indistinguibles. De otra manera todo lo dicho en un poema podría decirse también en una pieza de prosa explicativa. Los ritmos poéticos recogen fugaces pinceladas de reflexión, notas de espíritu desprendidas de la mente, apuntes provenientes de zonas difíciles o imposibles de articular en el discurso común, y solamente en el grito de dolor o en el rumor de la intimidad amorosa adquieren su dimensión más rotunda.

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En un ensayo sobre el temperamento elegíaco, Cyril Connolly escribe lo siguiente:

Los crueles y calmos ritmos de la gran madre, tan vívidos en tantos epigramas griegos sobre la navegación, sobre los altares de los promontorios y los marinos ahogados, proveen un inmenso arsenal de metáforas aun si los temas son principalmente de contenido pastoral o amoroso.

Casi no hace falta decirlo: aquí la “gran madre” se refiere al mar, como va quedando claro en el resto del pasaje. El ritmo le da a la poesía sus metáforas; no la imaginación, no la mente, no la especulación, no la fantasía: el ritmo constante de las olas, de los ciclos oceánicos, de los inmensos fenómenos desplegados todo el tiempo en la superficie y en las honduras de las grandes aguas. En ese mismo espíritu, Derek Walcott describía la modulación de su Omeros: lo equiparaba al ritmo de los remeros del Caribe en sus marinerías pesqueras. Ritmo es repetición y de ello son dechado los latidos del corazón; pero no repetición de cualquier índole; no sonsonete sino, en poesía, distribución sabia de las intensidades acentuales, regularidad puesta en sintonía con los demás elementos del verso, de la estrofa, del poema entero.

Juan Francisco Elso, Corazón de América, 1987. Colección del MUAC-UNAM

En el siglo XV, los artífices cortesanos diseñaron un ingenio de corta vida: el dodecasílabo de arte mayor, desplegado en uno de esos poemas extraños de la tradición europea: el Laberinto de fortuna, de Juan de Mena, secretario de cartas latinas del rey Juan II de Castilla. Para Antonio de Nebrija, cuyos trabajos preceden por muy pocos años el despuntar de los siglos de oro, Mena es il fabbro consumado de las letras castellanas. He aquí unos versos suyos; los recoge y los comenta sabiamente Antonio Alatorre en Los 1,001 años de la lengua española:

E toda la otra vezina planura estava çercada de nítido muro, assí trasparente, clarífico, puro, que mármol de Paro parece en albura… […]

Son versos de doce sílabas, dodecasílabos, presos de la obligatoriedad de los acentos fijos: dos en cada hemistiquio o mitad de los versos, cuatro en todos los versos, siempre en el mismo lugar. Por eso el ritmo es machacón, sin relieves: ta-tán-taran-tán-ta // tan-tán-taran-tán-ta. Eran el no va más de la poesía culta en la corte de Juan II. El verso italianizante aclimatado en España por Garcilaso de la Vega y Juan Boscán acabó para siempre con ese sonsonete. Con esos versos de ritmo fluido, modulado, armonioso, comenzó nuestra poesía moderna: “Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”, “Escrito está en mi alma vuestro gesto”, “Oh dulces prendas por mi mal halladas”.

Imagen de portada: Henri Rousseau, La encantadora de serpientes, 1907