Hija de revolucionarios: Entrevista con Laurence Debray

El Pacífico / panóptico / Junio de 2019

Alejandro García Abreu

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En Hija de revolucionarios (Anagrama, traducción de Cristina Zelich, 2018), Laurence Debray efectúa un ajuste de cuentas con el pasado —especie de juicio moral de su padre—, relata el devenir de sus progenitores y narra su propia vida. Se trata del padre ausente y de la madre que prefirió la libertad a terminar encasillada como esposa de un intelectual comprometido. La escritora parisina escruta a sus padres y evoca el pasado desde la perspectiva de una historiadora que estudia una época fervorosa. La autora Mazarine Pingeot asevera que el libro es el de una generación: la de los hijos de 1968. Laurence Debray procuró que el resentimiento no se inmiscuyera entre líneas. Hija de revolucionarios —galardonado con el Prix du Livre Politique, el Prix des Députés y el Prix Étudiant du Livre Politique-France Culture— es el resultado de una larga maduración. En entrevista, Debray conversa sobre su entorno más íntimo, el más indiscernible.

Al inicio de Hija de revolucionarios confiesas: “Ver a tu patria naufragar resulta tan doloroso como ver apagarse a un ser querido. He sufrido ambas cosas con amargura”. ¿De qué manera contrastas los dos tipos de dolor?

Sabemos que vinimos a la tierra a morir. Pero cuando la muerte es brutal u ocurre joven, es realmente inaceptable. Es una gran injusticia. Cuando los hijos entierran a sus padres es triste pero está en el orden de las cosas. Cuando los padres entierran a sus hijos es indignante. El orden vital y natural de las cosas, adquirido gracias al progreso de la medicina, es alterado. Y esta alteración es indignante. Estamos habituados a vivir en países que ofrecen estructuras estables y perennes. Puede haber alternancias políticas, pero en tiempos de paz un país sobrevive al trauma. En Venezuela el Estado ha fallado hasta el punto de hacer desaparecer un país destruido moral, económica y políticamente. Las instituciones encubren la corrupción, el narcotráfico y el ejercicio del sadismo estatal que genera penurias y represiones.

Escribiste: “Eran mis padres mi entorno más íntimo, pero aun así el más indiscernible. Eran —y siguen siendo— incomprensibles. Sus motivaciones —a excepción de tener tranquilidad para leer y escribir— siguen resultándome enigmáticas; sus alegrías, desconocidas; sus angustias, pletóricas y existenciales. Comparten un sentido analítico agudo y la sensación de ser unos marginados”. Entonces desertaste del seno familiar. ¿Cómo sucedió?

Tuve la suerte de ser casi adoptada por amigos de mis padres que me entendieron y me ayudaron. Tuve también la suerte de poder contar con mis abuelos paternos franceses que me educaron y me protegieron. También con mi familia venezolana que siempre se mostró muy cariñosa conmigo. Y a través de mis estudios (historia y luego finanzas) y de temporadas pasadas lejos del barrio latino parisino (en España, en Londres, en Nueva York, en Caracas) construí mi independencia. Es muy fácil construirse en contra de sus padres. ¡Es incluso muy básico! Sólo se necesita voluntad y sentido de libertad. Dos valores que me transmitieron ellos a pesar de todo.

Estás convencida de los estragos que provoca el compromiso político en la existencia. ¿Cómo los distingues?

Creo que si los políticos necesitan tantos baños de pueblo y aclamaciones, es una señal de que no están en paz con ellos mismos y de que necesitan ser tranquilizados y amados. A fuerza de entregarse al país se abandona la vida familiar. ¡No podemos estar en todas partes! La política es invasiva cotidianamente y a los niños les resulta difícil encontrar un lugar. Eso fue lo que me pasó.

¿Qué significa para ti la libertad?

La libertad es el mayor lujo. La libertad de disponer de tu tiempo como lo desees, pensar lo que quieres sin estar sujeto a la ideología de un partido o una religión. La libertad de viajar a donde quieras, de amar a quien quieras. Es una oportunidad. A veces da miedo porque es inmensa y debe dominarse y construirse. Hay muchos “esclavos voluntarios”. Como se dijo en el Siglo de las Luces: tienes que atreverte a pensar por ti mismo.

Laurence Debray. Fotografía de Philippe Matsas

Tu padre huía de un entorno burgués y de una familia que, en su opinión, no estaba a la altura de la gran historia. ¿Cómo defines “la gran historia”?

La gran historia es la que define nuestra sociedad, nuestros valores, lo que construye o derrota a un país. Lo que sucede, por ejemplo, hoy en Venezuela se yergue en la gran historia: ¿logrará Juan Guaidó poner al país nuevamente en la vía de la democracia, la modernidad y la prosperidad?

Tu madre buscaba elementos de análisis, mientras que tu padre estaba en la admiración beata. Para él, el mito era intocable; para ella, podía ser deconstruido. ¿Cómo medias entre el análisis y la admiración?

El análisis permite comprender y, por lo tanto, obtener un juicio con conocimiento de causa. Ésta es la primera etapa antes de la emancipación. La admiración es el motor de la ideología y la ceguera. Es el signo de un confinamiento y de una sumisión.

Cuestionas sobre tu madre: “Estaba en todas partes y en ninguna, entre Cuba, Bolivia y Francia. De tanto viajar y conspirar, callar y compartimentar, vivía varias vidas a la vez. Pero ¿vivía alguna realmente?”. ¿Cómo responderías hoy?

¡Creo que sigue igual! No tengo respuestas a las preguntas que hago en mi libro. Mis padres siempre fueron incógnitas para mí y lo siguen siendo.

“No conservo ningún recuerdo de mis padres haciendo juntos algo para mí o conmigo. Cuando se veían, sólo hablaban de política. Rara vez les he oído hablar de otra cosa. No discutían ni hablaban de temas ligeros o íntimos”, escribiste. ¿Qué significa la intimidad para ti?

Las pequeñas cosas de la vida cotidiana y la promiscuidad construyen intimidad. Compartir las preocupaciones, las penas, las tristezas, las alegrías, las satisfacciones, las comidas, los pasteles: todo lo que crea calor humano y conecta a los miembros de la familia entre sí o a un grupo de amigos.

Recuerdas: “Julio Cortázar nos visitaba: yo le hacía fotos con la cámara de su mujer, Carol. Tenía aires de hidalgo y modales de francés. Emanaba una gran dulzura y sensibilidad. Solía sentarme cómodamente sobre sus rodillas con la inapreciable sensación de sentirme segura”. ¿Qué opinas de su obra?

Es una obra maestra. Y como cualquier obra maestra, marcó su tiempo. Todavía hoy.

Escribiste: “Mis padres eran electrones libres: jugaban a compartimentar su vida y a llevar varias vidas en paralelo, alimentando su inclinación por el disimulo. Yo buscaba la claridad, la transparencia y un lugar”. ¿Dónde y cuándo los has encontrado?

Avancé en la vida y tomé decisiones que respondieron a esta necesidad de transparencia y coherencia entre mis principios y mi forma de vida. Construí una familia de la que cuido. Tengo una vida estable, un esposo con el que puedo contar y algunos valores e intereses que me guían. Estoy lejos de la ideología, de la pretensión, del secretismo, de las aventuras amorosas y políticas. Tengo una vida más prosaica que la de mis padres y yo la elegí así.

Nacida en París en 1976 y criada entre España y Francia, la escritora, periodista e historiadora Laurence Debray es hija del filósofo y escritor francés Régis Debray y de la antropóloga y etnógrafa venezolana Elizabeth Burgos. Sus padres provenían de familias acomodadas y ambos se sumaron a la causa revolucionaria de Fidel Castro y del Che Guevara. Régis Debray se unió a la guerrilla del Che en 1967 como agente de enlace en Bolivia y fue capturado. Cuando cayó el líder meses después, el intelectual parisino fue acusado de traición y condenado a treinta años de cárcel, de los que cumplió sólo cuatro gracias a Elizabeth Burgos, a su madre Janine Alexandre-Debray y a la diplomacia francesa. Después, durante los años de la bohemia encontró refugio en la escritura. Cuando François Mitterrand llegó al poder, él fue asesor del presidente y Burgos se desempeñó como directora de la Maison de l’ Amérique latine. La hija cuenta: “en casa, el único conflicto verdadero entre nosotros era el político”.

Imagen de portada: Laurence Debray en Cuba, 1986. Fotografía del archivo de Laurence Debray