La manzana

Tiempo / dossier / Marzo de 2018

Joca Reiners Terron

Traducción de: Paula Abramo

 Leer pdf

Era 1968. Konstantin volvió al laboratorio y tomó distraídamente la manzana que su mujer había depositado en el escritorio la noche anterior para que desayunara. Lena andaba preocupada por su salud, y con razón, pues él se alimentaba muy mal. Durante dos segundos, al observar el brillo de la cáscara roja, Konstantin ponderó comerse la manzana. Pero pronto cambió de idea y la puso junto con los otros objetos en el interior del prototipo. En el área de transferencia había un viejo reloj de pulsera que nunca se había retrasado ni un segundo y otro de arena, que había pertenecido a su bisabuelo. Sin parpadear dos veces, Konstantin presionó el botón. Era la centésima ocasión que lo hacía sin obtener resultados, y en la punta del dedo índice empezaba a salirle un callo. Cinco minutos después, cuando abrió la portezuela, el reloj de pulsera y el de arena seguían intactos, pero la manzana había desaparecido. A partir de ese experimento, Konstantin nunca volvió a ser el mismo. Todas las mañanas iba al laboratorio, se detenía frente al prototipo y observaba la ventanita del área de transferencia como si vislumbrara a través de ella un paisaje del futuro repleto de manzanos. No comprendía esa desaparición sin registros. La pérdida de apetito de su marido preocupó a Lena, que dejó de escoger las manzanas más rojas y rollizas del mercado. Ella ya no se acordaba muy bien del origen de su teoría, pero atribuía poderes inexplicables a las manzanas. Tal vez todo se debía a esos cuentos de hadas que tanto le gustaban de niña, o entonces a la atracción que siempre había sentido por el intenso carmín de su cáscara. Durante años, desde la mañana que siguió al día en que durmió por primera vez con Konstantin, lo había alimentado con manzanas escogidas con devoción. Lena atribuía su felicidad a las manzanas. Sin embargo, después de que Konstantin le relató a su mujer lo que había sucedido al accionar el prototipo, ésta dudó. Lena nunca había visto una fruta tan reluciente como la que había desaparecido en el experimento de su marido. Parecía perfecta, tanto en forma como en color. ¿Y qué decir del olor que despedía? No parecía una manzana de California, ni de ningún lugar de Estados Unidos, sino de la Rusia de su juventud. Era la manzana ideal, la que traducía a la perfección el poder de las manzanas y el amor que sentía por Konstantin. Y él la había desperdiciado en una de sus investigaciones, qué cosa. Así, ante la creciente distracción de su marido, Lena abandonó de una vez por todas su predilección por esa fruta. Empezó a servir alimentos más calóricos. Adoptó la comida congelada. Konstantin nunca se resignó a la falta de solución del enigma. Estaba viejo y sus oportunidades se acababan. Día tras día notaba que su cerebro ya no tenía la misma agilidad que en otras épocas, e incluso las ecuaciones fáciles le exigían más concentración de la que hubiera necesitado jamás. “De no ser por la fidelidad y devoción de Lena, ni me acordaría de comer”, rezongaba. Preocupado no tanto por su muerte, sino por la pérdida de la razón, había dejado de poner atención a los cambios del menú. Por otro lado, entre una y otra órbita de su cabeza alrededor de la Luna, a Konstantin le parecía extraño el comportamiento de su mujer. Lena parecía más triste y pasaba horas frente a la tele. Ya tampoco le llevaba manzanas para el desayuno. No parecía la misma persona. Pocos días después de cumplir 72 años, en diciembre de aquel año, Konstantin dejó colgado un artículo en la red mundial alternativa a internet conocida como thewall.net. En él explicaba los motivos de su fracaso como científico. La red thewall.net era el registro online más antiguo que existía. Algunos especulaban sobre su origen desconocido remontándolo a unos cien años. Ahí se colgaban preguntas de todo tipo. La de Konstantin decía así: “¿Qué saben de los viajes en el tiempo? ¿Alguien encontró una manzana aparentemente salida de la nada?” Murió sin recibir respuestas. Con el fallecimiento de su marido, la vida de Lena dejó de tener sentido. Konstantin murió tranquilamente, pues el Alzheimer había borrado las obsesiones científicas de su mente. Así, Lena pudo hacer lo que mejor sabía: cuidarlo. Sus meses finales habían sido muy serenos. Algunos meses después de su muerte y de las fiestas de fin de año, no obstante, Lena se puso nostálgica. Despertaba a la mitad de la noche y estiraba los brazos largamente hacia el otro lado de la cama, sin encontrar el cuerpo de Konstantin. Hasta extrañaba su roncar asmático, y le daba risa recordarlo. ¡Cuántas noches pasó Lena sin dormir por culpa de los ronquidos de Konstantin! Es curioso cómo lo que hace que una persona se enamore se convierte, pasado algún tiempo, en el principal motivo de odio. Tal vez ahora Lena ya estaba del otro lado. Había superado el resentimiento. Había vuelto al principio, y al fin podía amarlo de nuevo. Se quedó dormida.
Era 1938. Konstantin y Lena se conocieron en la Universidad de Moscú. Ella había perdido a sus padres en la adolescencia y vivía sola en un departamento minúsculo cerca de la estación Dmitrovskaya, mientras que Konstantin terminaba su doctorado en el Instituto de Ingeniería Física. Él tenía 42 años y nunca se había casado. Lena había cumplido 30 años en enero. Todavía era virgen. Casi siempre solo por los corredores de la escuela, Konstantin parecía un pájaro con las alas atrofiadas por la falta de vuelo. No era particularmente guapo, pero tenía una cabellera pelirroja y erizada que lo distinguía de la multitud de estudiantes. Cuando hablaba, parecía estar a punto de estallar en llamas. Una vez, en un baile, una amiga en común llamada Larissa los presentó. Era una buena amiga. Lena y Konstantin bailaron como locos esa noche. Él caminaba de un modo vacilante que al principio Lena atribuyó al vodka. No descubrió que no bebía sino hasta que lo besó bajo la luz amarillenta de los postes a la orilla del Volga. Pocas horas después, esa misma noche, Lena ya se habría enamorado de la forma tortuosa de caminar y existir en el mundo de Konstantin. Y, al inicio de la mañana siguiente, Konstantin ya se había convertido para ella en el mundo entero, un mundo solamente suyo y de nadie más. Caminaron abrazados hasta la estación y sólo cuando llegaron descubrieron que los trenes habían dejado de circular hacía mucho tiempo. Por el camino platicaron sobre las estrellas y hablaron del invierno y de la nieve y discutieron sobre la poesía y el flujo del tiempo, y Konstantin recitó muy alto unos versos de Pushkin que ella no conocía. Entonces él se puso a saltar por el murete que había a lo largo del río, y a Lena hasta se le fue el aire cuando casi se cayó. Después de eso, los dos se rieron a carcajadas, abrazados. Cuando pasaron por la estación Dmitrov­skaya, los techos de bronce de la ciudad, a lo lejos, empezaban a reflejar el sol. Ante su edificio, con el día fulgurando en el horizonte, Lena titubeó, pero al final guió al muchacho escaleras arriba tomándolo de las manos. Se enroscaron en el pasamanos y se besaron para celebrar cada descansillo que superaban, hasta alcanzar la puerta estrecha de madera del departamento de Lena; Konstantin la levantó en brazos y la llevó hasta la cama. Muy al principio de la tarde siguiente, Lena despertó hambrienta. Sentía que estaba emergiendo de un sueño infinito y circular tras recibir un beso llameante. Mientras descubría a la distancia que Konstantin roncaba a un volumen quizá demasiado alto para su gusto, revolvió la cocina sin encontrar nada de comer. Al sacar la segunda lata vacía de la repisa, no obstante, Lena encontró una manzana que no recordaba haber guardado allí. Su cáscara era tan roja —Lena la partió a la mitad y sintió su olor carmesí—, simplemente la manzana más hermosa que hubiera visto jamás; en el cuarto, Konstantin se desperezaba. Cada cual mordió su mitad de la manzana. En ese preciso instante ambos supieron que estaban unidos para siempre.