Madres y perros de Fabio Morábito

Propiedad / crítica / Enero de 2018

Eloy Urroz

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Bernardo, como cualquiera de nosotros, ha vivido acosado por la culpa: cuando era adolescente, jugando en el balcón del departamento de su tía, pudo haber dejado caer a su primo Josué de cuatro años desde un séptimo piso. Ésta es, comprimida, la historia de “El balcón”, penúltimo cuento del más reciente libro de Fabio Morábito, y uno de mis favoritos. Cada vez que Josué corre hacia su primo, éste lo atrapa al vuelo y lo protege, es decir, lo libra de estrellarse contra el barandal o incluso de colarse y caer al precipicio. Se trata del ancestral juego de tener “confianza en el otro”, que quizás inventaron los niños hace mil años, y que los adultos hemos desaprendido a jugar. En todo caso, el origen del relato se suscita cuando Bernardo elige retirarse en el momento justo en que Josué se lanza a sus brazos en su carrera enloquecida por el balcón. El resultado no es trágico como podría esperarse: Josué no cae, no muere, pero sí se estrella la cabeza contra el barandal y chilla de dolor. Su madre, la tía de Bernardo, aterrada, corre a cargarlo y curarle la herida. Bernardo no recibe un solo reproche de su tía por su mala treta, lo que llega incluso a dolerle más. Yerro, recibe un reproche atroz: su tía se marcha de México y no vuelve a saber de ella ni de su primo sino hasta varias décadas más tarde, cuando Josué se ha divorciado y lo visita en la Ciudad de México. Para ese entonces, su tía ya ha muerto. El talento de Morábito estriba en no haber caído en la tentación de contarnos una historia con final trágico, sino, al contrario, en haberla evitado. Esto conlleva, no obstante, otra (mucho más sutil y psicológica) tragedia: la de la obsesiva culpa del protagonista. Veamos cómo surge y cómo ésta se enreda. Al volverse a encontrar luego de muchos años, Bernardo no sabe si Josué recuerda o no el accidente del balcón (Josué tenía sólo cuatro años), tanto como no sabe si Josué haya sospechado que él, Bernardo, se quitó adrede para no atraparlo y protegerlo del golpe y/o la caída. Esa culpa ha rondado a Bernardo por lustros. Por fin, en las últimas líneas de “El balcón”, Josué le confiesa que él sólo ha venido a México para saldar una deuda. Le dice: “Seguramente no te acuerdas. Estábamos jugando en el balcón de mi casa, yo corría para atraparte y tú tenías que escapar. No lograba agarrarte porque te movías rápido, a pesar de que estabas arrodillado. ¿No te acuerdas?”. Bernardo miente: le dice que no lo recuerda. Josué prosigue diciéndole, palabras más palabras menos, que, a pesar de que él, Bernardo, amagó hacia un lado en el último momento, él, Josué, se siguió de frente hasta el barandal, aparentó haberse estrellado y que luego se echó a llorar. Concluye confesando que hasta se lo llegó a creer: “Me di cuenta de que los había engañado a los dos”. A estas alturas, no sólo Bernardo está anonadado, sino también el lector, quien, hasta ese momento, ha convivido con la culpa de Bernardo (se ha introyectado de esa culpa). El momento que le sigue es aún mejor: nos recuerda la novela de Marái, El último encuentro, donde sólo dos personajes son los que importan en toda la historia. Dos personajes y una mujer que ya no existe. En “El balcón” ocurre lo mismo: sólo importan Bernardo y Josué, importa su encuentro luego de varias décadas de no haberse visto y sobre todo importa la tía, de quien Bernardo estaba secretamente enamorado cuando era adolescente. Josué le confiesa que tenía vivos celos de Bernardo pues su madre lo adoraba. Otra vez, Bernardo queda perplejo y nosotros junto con él. En ese momento, Bernardo decide confesarle: “Me quité adrede”. Josué, por supuesto, no lo puede creer: ese recuerdo no corresponde con el suyo: “¿Te quitaste?”, le pregunta angustiado. “¿Quieres decir que me estrellé en serio?”. “Sí”, responde Bernardo. “¿Estás seguro?”. “Ya no estoy seguro de nada”, duda Bernardo: “¿Y tú?”. “No, fue hace demasiado tiempo”, responde Josué. “Entonces nunca sabremos qué ocurrió”, concluye Bernardo. Pero no todo acaba ahí. Josué retoma la conversación un párrafo más adelante: “Pero ¿por qué te quitaste?”. Y he aquí el perfecto knock out de “El balcón”: “Por celos”, dice Bernardo, contundente. A pesar de haber convivido como lectores con la secreta culpa de Bernardo —a pesar de haber vivido introyectados con el punto de vista de Bernardo— no imaginábamos que el origen del movimiento o amago para no atrapar a su primo pequeño (y por ende el origen de toda su culpa) fueran los celos por la tía. ¿Quién fue entonces el verdadero culpable de esta apócrifamente anodina historia? ¿Josué o Bernardo? O mejor: ¿quién debería sentirse más culpable? ¿Ninguno? ¿O acaso ambos? Ni Bernardo ni Josué sabrán ya lo que realmente ocurrió: ha pasado mucho tiempo. En cambio, lo que sí saben es que ambos, a su manera, sentían vivos celos del otro: los dos estaban enamorados de la misma mujer: uno de su madre, el otro de su tía. Ni qué decir que Fabio Morábito podía haber titulado su cuento “La culpa” o “Los celos”, sin embargo, fiel a su poética, prefiere no describir el sentimiento, sino transmitirlo a través de los objetos. Eso mismo hace en De lunes todo el año, su mejor libro de poemas, que reseñé hace 25 años en esta misma revista. En él, como en sus mejores cuentos, las cosas, los objetos anodinos, cotidianos, cobran importancia sentimental y trascendental. Tal es el caso de “El balcón”, metonimia de otra cosa que no se revela sino hasta que hayamos terminado. Con todo, la verdadera joya de Madres y perros es, en mi opinión, el cuento más largo, el texto central, “Las holandesas”. Otra vez, Morábito elige dos objetos (dos motores fuera de borda) como las más extrañas metonimias que uno pueda imaginar para hablar de dos chicas holandesas. Ambas tienen alrededor de veinte años, son hermanas. El niño —narrador del relato pasados muchos años— tiene la mitad, empero, está secretamente enamorado de la menos llamativa, la Evinrude; la otra, la Mercury, es guapa, atractiva, pero no es, en su opinión, tan hermosa. La parte central ocurre un verano, en el lago de Garda, cerca de Milán. La familia de las holandesas ha invitado al niño a subirse al bote para dar un paseo al islote Los Conejos. La madre lo apremia, casi lo fuerza a subirse en el bote. El padre del narrador no está con ellos esas vacaciones, trabaja. Una vez en el bote, alguien le deja el timón al narrador. El niño, sin querer, da un torpe giro de 180 grados y hace volver la embarcación a tierra, lo que lleva a pensar a los padres de las chicas holandesas que se ha arrepentido y que desea regresar con su madre a tierra. Pero éste es un malentendido que asediará al niño hasta su vida adulta, lo mismo que a Bernardo en “El balcón” lo ha asediado la culpa. La segunda parte del cuento acaece décadas más tarde, cuando el niño se ha hecho adulto y viaja a Ámsterdam por cuestiones de negocios. En realidad, ha desviado su itinerario para ver si, por casualidad, da con el paradero de la chica Evinrude, a quien jamás volvió a ver en su vida. Le llama a su madre por larga distancia, le pide el domicilio y ésta, al final, lo encuentra en una vieja postal. No sabe si será la misma dirección; han pasado muchos años. La madre le comenta que, por cierto, su padre no le quitaba los ojos de encima a una de las holandesas. Pero ¿a cuál?, se pregunta el narrador: ¿la Evinrude o la Mercury? ¿La de la belleza discreta o la de la belleza llamativa? A estas alturas casi podemos adivinar que, incluso ya desde su infancia, el narrador (lo mismo que el autor) siente obvia predilección por la belleza discreta de los objetos y las personas, eso que he llamado en otro artículo “la poética de bajo perfil” en Morábito. Como sea que fuere, el narrador de “Las holandesas” irá a buscar a una de las dos a la dirección que le ha proporcionado su madre. Luego de algunas páginas, llega al sitio, toca al departamento y se topa frente a frente con el primer amor de su vida: la Evinrude, a quien tiene que contar la torpe historia del timón que lo ha acosado por años. La reconoce. Conversan. Ella lo hace pasar y acto seguido le enseña algunas fotos de aquella época: en una, el narrador se ve a sí mismo, un niño de apenas diez años, junto con toda la familia de holandeses, su propia madre en medio y un joven moreno de unos 30 años de edad. “¿Quién es?”, le pregunta el narrador a la Evinrude. “Mi primo Phillip, le dice ella; él era el único que sabía francés y como tu madre era la única que lo hablaba, Phillip se quedaba con ella mientras todos íbamos en el bote a Los Conejos. ¿No lo recuerdas?”, le pregunta la Evinrude. Él no recuerda nada salvo ese día en que torpemente giró el timón; toda esa otra parte de la historia no la sabía o no la recordaba. En la foto, sin embargo, su madre abraza al tal Phillip. Evinrude reacciona y guarda la foto inmediatamente: se agria la visita. Algo extraño ha ocurrido; un recuerdo súbito, un acto de agnición ha modificado la actitud de la Evinrude, lo que hace sospechar al narrador. En el cuento no se dice explícitamente, pero queda implícita, palpitante, la duda: ¿y si su madre hubiese sido amante de Phillip mientras su padre se iba a trabajar esos veranos y ellos se quedaban junto al lago de Garda? ¿Y si la Evinrude hubiese estado secretamente enamorada de su atractivo primo Phillip? ¿Y si la Evinrude hubiera sospechado, ya desde entonces, que algo ocurría “en tierra” entre su primo francés y la madre del niño-narrador? ¿Y si la Evinrude hubiera odiado secretamente a su madre? Otra vez, una prolongada obsesión es el móvil de los cuentos de Fabio, una que no se resuelve sino muchos años después, casi siempre a destiempo. En este caso, creyendo que podría solucionar una angustia que lo ha atenazado por años (la de contar a Evinrude la historia del timón, que no es, en el fondo, sino una forma de confesarle su amor), el narrador termina por descubrir una verdad con implicaciones mucho más profundas. Madres y perros contiene 15 cuentos de mediano aliento. Sólo tres, en mi opinión, desentonan o no alcanzan el nivel de los otros 12: “En la pista”, “Roxie Moore” y “La fogata”. Con todo, junto con La lenta furia, La vida ordenada y Grieta de fatiga, este nuevo libro de Fabio Morábito lo sitúa como el mejor cuentista de su generación y uno de nuestros escritores más pulcros (y precisos) en español.

Sexto Piso, México, 2016

Imagen de portada: Fabio Morábito, 2014. Foto: Javier Narváez.