En la tarde del 26 de septiembre de 2014 docenas de estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, en la costa mexicana, salieron a incautar varios autobuses para usarlos como transporte a la Ciudad de México. Como habían hecho en años anteriores, atenderían a la conmemoración anual de la masacre de 1968 en la que el ejército mató a cientos de estudiantes que se manifestaban en la plaza de Tlatelolco. Vistas con malos ojos por las autoridades y toleradas con mala cara por las compañías de autobuses como un costo más del negocio, estas tomas de autobuses por estudiantes de las 17 normales rurales del país eran una práctica común. Creadas en los años 1920 como internados para los hijos e hijas de campesinos, las normales rurales gozan de hace tiempo de una reputación de militancia política. Esta toma parecía ser una más en esa tradición, pero poco después, esa misma noche, conforme los estudiantes de Ayotzinapa trataban de salir de la ciudad de Iguala con los cinco autobuses de los que se habían hecho, se vieron cercados por una enorme operación armada. La policía local bloqueó su salida mientras agentes uniformados y pistoleros en ropa de civil les disparaban. El destacamento del ejército en la base militar cercana, que los había estado siguiendo en coordinación con la policía federal y estatal desde que dejaron su escuela un poco antes, en la tarde, no hizo nada. Al llegar la mañana, tres estudiantes de Ayotzinapa yacían muertos, uno de ellos con el rostro desollado. Otros 43 habían desaparecido, habiendo sido vistos por última vez cuando los arrastraban en presencia de autoridades federales y estatales.
Con todo y lo horrendo, este evento era difícilmente notable en un país en el que la guerra contra las drogas —declarada oficialmente en 2006— había dejado, para entonces, más de cien mil personas muertas y otras 25 mil desaparecidas. De hecho, funcionarios federales rápidamente descartaron el ataque como otro conflicto armado de los cárteles: si los estudiantes de Ayotzinapa habían sido víctimas sería que alguna conexión tenían con actividades ilícitas. Después de todo, la inclinación de los normalistas por la agitación era bien conocida. Pero, significativamente, este discurso oficial no calmó la rabia del público ni fue aceptado por las familias. A lo largo de los meses siguientes miles salieron a las calles para exigir justicia y el regreso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos. Por qué este evento y no los otros miles de muertes y desapariciones detonó protestas sin precedentes tiene mucho que ver con la identidad de los 43 desaparecidos, las acciones inmediatas de sus compañeros y la historia de las escuelas donde estudiaron.
Fundada en 1926, la escuela normal de Ayotzinapa fue una de las 35 escuelas para la formación de maestros que el gobierno mexicano construyó en las dos décadas que siguieron a la Revolución de 1910-1920. Esta guerra puso fin a la dictadura de 35 años de Porfirio Díaz (1876-1911) y llevó al poder a un gobierno nacionalista cuyo proyecto resultante desplegó a maestros como agentes de la consolidación del Estado. Las instituciones que capacitarían a estos educadores adquirieron muchas de sus características definitorias durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), cuyas numerosas reformas progresistas incluyeron la educación socialista. Aunque la educación socialista duró poco tiempo como política oficial y nunca fue claramente definida por sus arquitectos en el Estado, en las normales rurales su significado es simple y duradero: justicia. Educación para los pobres, una voz estudiantil en las prácticas institucionales y consciencia de clase constituyeron elementos definitorios de la cultura normalista, reproducidos en las décadas siguientes gracias a una clara acción colectiva estudiantil.
Estas dinámicas actuaban aquella fatídica noche de septiembre. Tomar autobuses de empresas privadas no era solamente una forma de adquirir transporte, sino también un aprendizaje de la protesta, uno que la asociación de estudiantes pasaba a cada clase que entraba. Más aún, la conmemoración de Tlatelolco a la que los estudiantes planeaban asistir ofrecía una lección histórica importante para los normalistas rurales, cuyas escuelas asediadas habían producido durante décadas numerosos activistas campesinos y obreros, algunos muertos o encarcelados por el Estado. El aniversario de Tlatelolco ofrecía un espacio para escenificar las mil maneras en que el gobierno había traicionado la Constitución de 1917 y los principios revolucionarios sobre los que se fundó el Estado moderno mexicano.
La traición tomó décadas en concretarse. La presidencia de Enrique Peña Nieto (2012-2018) marcó el regreso del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que había gobernado el país de 1929 a 2000, y personificaba muchos de sus pecados. Fue corrupta, autoritaria y tecnócrata y su larga relación con el narcotráfico se salió de control —una dinámica reflejada por la sobrecogedora cantidad de gente asesinada y desaparecida en la década precedente—. En este contexto, la violencia contra los estudiantes de Ayotzinapa fue la proverbial gota que derramó el vaso. Su condición de estudiantes, la dimensión misma del ataque en su contra y la participación del Estado en él invocaban el espectro de Tlatelolco, el sitio de la masacre que aún persigue al PRI. Apoyándose en su larga tradición de protesta, los normalistas rurales se movilizaron de inmediato, detonando un nivel de indignación que el Estado no pudo contener.
Hay pocas armas que los pobres puedan blandir contra los poderosos, pero las que hay las conocen bien los normalistas rurales. Además de convencer a los choferes de los autobuses de que los lleven a marchas, frecuentemente han bloqueado caminos, tomado casetas para dejar que los conductores pasen gratis, incautado camiones de carga para distribuir su mercancía y secuestrado vehículos de transporte en los patios de las escuelas. Además, por mucho tiempo han organizado huelgas y paros escolares. Los estudiantes realizaban la mayor parte de estas acciones simplemente para obligar a las autoridades a destinar los presupuestos necesarios para la subsistencia de las escuelas: fondos a los que tienen derecho, pero que a menudo reciben solamente después de luchar por ellos. Si bien la persistencia y las estridentes protestas de los normalistas han asegurado la supervivencia de sus escuelas, también han generado una leyenda negra. Durante décadas el gobierno y la prensa han etiquetado a estas instituciones como centros de agitación y semilleros de guerrilleros; las autoridades han amenazado con convertirlas en granjas de cerdos o en escuelas para técnicos turísticos y han caracterizado a quienes estudian y enseñan ahí como agitadores, subversivos y, más recientemente, pseudoestudiantes o vándalos. De hecho, en los debates públicos que emergieron conforme los familiares de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa buscaban a sus hijos, el discurso oficial buscó culpar a las víctimas. ¿Qué otra cosa podían esperar los estudiantes por su agitación y su flagrante desdén por la propiedad privada?
Al discurso que criminalizaba a las víctimas los participantes en las protestas opusieron los crímenes de Estado. “Fue el Estado” se convirtió en un grito de lucha. Aquí la masacre de Tlatelolco, cuyo aniversario buscaban honrar los normalistas de Ayotzinapa, intensificó la rabia. Una herida todavía abierta, Tlatelolco resonaba a través de los sectores sociales en parte porque sus víctimas fueron estudiantes. Igual de importante era la tradición de protesta de los normalistas rurales. Apenas momentos después del ataque del 26 de septiembre —el cuerpo de uno de sus compañeros yacía todavía, bañado en sangre, en el suelo— los estudiantes convocaron a una conferencia de prensa y resguardaron la escena del crimen. Antes de que muchos pudieran inclusive describir los eventos que habían transcurrido esa noche, los normalistas habían activado sus redes escolares por todo el país, habían dado publicidad a la más reciente agresión en su contra y habían recordado a la nación la historia de sus escuelas. De esa historia trata este libro.
UNA TRADICIÓN RADICAL
Desde su fundación, las normales rurales han albergado sagas nacionales. Emergieron del proyecto revolucionario del Estado, capacitaron a los maestros que debían formar a una ciudadanía patriótica y moderna organizando festivales cívicos, promoviendo campañas de higiene y salud y remplazando la superstición con la ciencia, pero las añoranzas populares que impulsaron la Revolución mexicana también permearon estas escuelas y para los años 1930 se convirtieron en elementos constitutivos de su lógica institucional. La reforma agraria, la educación para los pobres y el liderazgo comunitario se mantuvieron como principios que guiaron a los maestros en su formación. A lo largo de las siguientes décadas las tensiones entre la consolidación del Estado y la justicia revolucionaria produjeron una elocuente contradicción. Las mismas escuelas que debían conformar una ciudadanía leal se convirtieron en hervideros de radicalismo político y sus exalumnos resultaron estar permanentemente vinculados a combativas protestas, incluyendo luchas guerrilleras. ¿Cómo y por qué las normales rurales se alejaron de su diseño original oficial?
La respuesta está en cuatro procesos interrelacionados. Primero, que, si bien las normales rurales se fundaron para el propósito de la consolidación del Estado, estaban ancladas en la noción de la justicia agraria. Construidas en haciendas expropiadas, estas escuelas estaban investidas con un aire de justicia poética. En los elegantes edificios que antes explotaban a sus padres y familiares, adolescentes de origen campesino —uno de los requisitos para estudiar en estas instituciones— ahora ganarían una educación. Los funcionarios del Estado vinculaban la educación con el desarrollo rural, adoptando principios pedagógicos que conectaban el salón de clases con la comunidad, el cooperativismo con la disciplina individual y el aprendizaje con el trabajo. Estas cualidades, como insistían los arquitectos de la educación del México de principios del siglo XX, reforzarían un “espíritu rural” que fortalecería el compromiso campesino con la tierra, pero lo dirigirían hacia fines modernos y eficientes. Este marco detonó una consciencia específicamente estudiantil y campesina que desafiaba un proyecto nacional moderno cada vez más vacío de justicia.
En segundo lugar, la misión marcada por el Estado se mezcló con la propia identidad de los estudiantes. En las normales rurales los hijos de campesinos se convirtieron en profesionistas; estudiantes hombres y mujeres desecharon las normas de género y absorbieron otras nuevas, y las identidades étnicas se ampliaron o estrecharon conforme los normalistas navegaron las contradicciones del mestizaje, la ideología dominante según la cual México constituye una mezcla armoniosa de herencias españolas y mexicanas. Los viajes de campo expusieron a los estudiantes a distintas partes del país y la vida en los dormitorios al lado de otros entre doscientos y quinientos jóvenes les dio un grado de autonomía que no tenían en casa. Esta exposición y fluidez social desnaturalizó las jerarquías y creó tanto la posibilidad como la expectativa del cambio.
En tercer lugar, las normales albergaron amplias contradicciones que hicieron de la lucha un hecho de la vida diaria. La imponente arquitectura de las exhaciendas en donde se instalaron estas escuelas contrastaba con la naturaleza espartana de la vida diaria. Los internados rara vez tenían suficientes camas para todos los estudiantes. Los recién llegados dormían sobre cajas de cartón. La comida era magra y el agua corriente y la electricidad poco frecuentes. Para garantizar sus necesidades básicas los estudiantes continuamente hacían peticiones al gobierno, lo que los llevaba a movilizarse por recursos tanto como a estudiar para sus clases. Al darles menos fondos de los necesarios y abandonar las normales rurales, el Estado hizo que el ascenso social que las escuelas prometían solamente pudiera conseguirse a través de la lucha colectiva.
Finalmente, estas contradicciones fueron más allá del tiempo de los normalistas como estudiantes. Al graduarse, la Secretaría de Educación Pública (SEP) enviaba a los jóvenes a comunidades a cuyos niños debían educar, cuyas condiciones de vida debían mejorar y a cuyos habitantes debían organizar y levantar. Era una tarea abrumadora que se hizo casi imposible después de 1940, cuando el Estado fue dejando de interesarse en el campo salvo cuando podía ser útil a las ciudades. En vez de financiamiento, infraestructura y recursos —incluyendo un salario digno como maestros—, la SEP apeló a la labor misionera de los educadores. Ellos tenían un origen campesino después de todo: el sacrificio no debía serles ajeno.
Los maestros rurales navegaron estas contradicciones de mil maneras. Como el resto de la población, la mayoría emigró a los centros urbanos, donde buscaron desarrollarse profesionalmente y donde podían enseñar en condiciones más manejables. Muchos se convirtieron en caciques regionales, charros sindicales o políticos corruptos. Pero algunos buscaron justicia sin tregua, dispuestos a jugarse la vida en el proceso. Aun siendo minoría, estos últimos tuvieron un alcance mayor y su legado se asocia sobre todo con las normales rurales. Esta asociación se basa en parte en las constantes protestas de los normalistas para conseguir los recursos para la supervivencia de sus escuelas, pero también es una muestra de cómo estas escuelas sirvieron como un recordatorio incómodo del abandono del campo.
[…] La cultura politizada, que se hizo una característica muy duradera de las normales rurales, muestra hasta qué grado la lógica constitutiva de las escuelas —que destacaban al frente del mundo rural— contrastaba con las acciones del Estado que privilegiaba las ciudades. Sin capacidad ni voluntad de resolver esta contradicción, el gobierno propagó un discurso que estigmatizó estas escuelas y a sus estudiantes como a ningún otro, inclusive conforme los graduados de las normales rurales se convertían en dientes del engranaje del aparato de gobierno del partido oficial. En los años 1940 las autoridades revivieron el lenguaje reaccionario de los años 1930 que demonizaba el rol de los maestros como líderes comunitarios; en los años 1950 la prensa añadió el demonio rojo del ataque bolchevique y, en los años 1960, el de la subversión cubana, y la SEP remató insistiendo en que los malos maestros eran responsables de los fracasos educativos del país, especialmente de la terrible situación en el campo.
La lógica establecía una clara continuidad entre el retrato del joven campesino ingrato que en las normales rurales seguía desafiando al Estado en lugar de agradecer la oportunidad y los recursos para estudiar y el de los maestros que no acataban los llamados de la SEP al sacrificio e insistían en tener salarios más altos, mejores condiciones laborales y más prestaciones. La lucha misma de los maestros por la democracia sindical, que bajo el liderazgo de exalumnos de las normales rurales y con su participación vivió episodios especialmente fuertes a mediados de los años 1950 y luego de nuevo a finales de los años 1970, aportó una nueva capa con la que demonizarlos ante el público. Por una parte, el poderoso sindicato de maestros, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), cuya histórica lealtad al Estado consiguió concesiones laborales (a menudo dudosas) para controlar a su base y acarrear apoyo al PRI, se presentaba como prueba de la corrupción colectiva de los maestros. Por otra parte, cuando los maestros desafiaban las prácticas cupulares y el charrismo del SNTE haciendo huelgas por un sindicalismo independiente, se les estigmatizaba por poner sus intereses laborales por encima de las necesidades educativas de los niños.
Sin embargo, estigmatizar a las normales rurales y culpar a los maestros por los bajos niveles educativos en México oculta hasta qué grado el sistema escolar mismo reflejaba una desigualdad estructural que a partir de 1940 se hizo cada vez más aguda y era impulsada por tres políticas que marcaron la mayor parte del siglo XX. Primero —y en contraste con Cárdenas, que en los años 1930 trató a la educación rural como elemento fundamental del desarrollo comunitario, que incluía redistribución de tierras, apoyo al ejido y establecimiento de cooperativas—, los gobiernos siguientes veían la escolarización como un tema aparte. Después de 1940 la SEP siguió construyendo escuelas por todo el país, a menudo a pasos acelerados. La SEP también capacitó a un número creciente de maestros para poblar esas nuevas aulas, pero un maestro rural podía poco contra las fuerzas más amplias del hambre, la falta de infraestructura y familias que no podían mandar a los niños a la escuela porque la supervivencia económica inmediata dependía del trabajo de todos en el hogar. Las apabullantes tasas de deserción escolar en primaria son una de las herencias de estas dinámicas más amplias. El ausentismo de los maestros es otra. Enviados a comunidades remotas, los educadores se vieron a sí mismos en una situación que era equivalente al exilio. Las condiciones de vida en el medio rural no correspondían con el ascenso social que su educación les había prometido. Sus sueldos mismos podían tardar hasta un año en llegar. Más aún, su nivel salarial se determinaba con una escala menor que la de los maestros urbanos. En esta situación los llamados de la SEP a la labor misionera y a sacrificarse sonaban huecos. Los maestros consistentemente buscaban que los transfirieran a áreas urbanas donde tendrían mejores salarios y condiciones laborales y donde podrían buscar capacitaciones para ascender a puestos en escuelas secundarias o como directores, burócratas de la SEP o inspectores regionales.
Una segunda dinámica, la política del Estado para el campo, agravó este proceso, pues bloqueó los esfuerzos de aquellos maestros dispuestos a enfrentar condiciones adversas. Después de 1940 no hubo ningún tipo de estrategia deliberada ni sostenida para desarrollar una infraestructura social en el campo. De hecho, en cada oportunidad el Estado minó la capacidad básica de los campesinos para vivir de la tierra. No solamente se ralentizó la reforma agraria después de Cárdenas, sino que los presidentes Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y Miguel Alemán (1946-1952) relajaron las leyes diseñadas para prevenir la concentración de tierras al expandir los límites de expropiación para el cultivo de productos de exportación. A través de insumos a la producción subsidiados y de proyectos de infraestructura, el Estado fortaleció a los agroindustriales para establecer su dominio en el campo, gran parte de ellos orientados hacia los mercados estadounidenses. La Revolución Verde de 1941, patrocinada por Rockefeller, también concentró su ayuda en las fincas de gran escala. Los campesinos de ninguna forma podían competir con una industria mecanizada cuyas semillas de alta productividad dependían de una irrigación continua y de altos niveles de fertilizantes y de pesticidas químicos cuyos costos patrocinaban tanto el sector público como el privado. El programa Bracero entre México y Estados Unidos de 1942 a 1964, que envió a cientos de trabajadores al norte, y el Programa de Industrialización Fronteriza de 1965, que llevó a la proliferación de maquiladoras, ofrecían empleos a los migrantes rurales con sueldos generalmente superiores a los ingresos que podían obtener cultivando sus propias tierras. Estas oportunidades, sin embargo, no abonaron en nada a la infraestructura social del desarrollo rural. Al contrario, en tanto esas oportunidades ayudaban a que los trabajadores ofrecieran un mejor futuro a sus hijos, ese futuro estaba basado en una educación en las ciudades. Para los años 1960 México pasó de ser una nación predominantemente rural a ser predominantemente urbana, una tendencia que se mantuvo durante todo el siglo. El apoyo material a los maestros rurales y a sus escuelas, en tanto espacios para la promoción del desarrollo comunitario, estuvieron por largo tiempo abandonadas, aunque no así la retórica al respecto. La SEP siguió invocando un sentido de deber misionero por el cual ellos debían soportar la pobreza rural y el aislamiento por el bien de la nación. Estos llamados podrían haber tenido alguna resonancia si hubieran sido parte de un esfuerzo nacional en el que el sacrificio compartido produjera un bienestar colectivo más igualitario, pero el Estado hacía estos llamados en un momento de prosperidad desenfrenada, cuyos frutos acentuaron la desigualdad y se basaban en una transferencia de riqueza del campo a la ciudad.
Finalmente, el gasto educativo en México en sí mismo operaba bajo una lógica paliativa más que transformadora. El Estado amplió las oportunidades educativas sin implementar una reforma estructural consistentemente demandada por los movimientos campesino, laboral, estudiantil e indígena. La educación pública compensaba la falta de otros beneficios —salud, seguridad social, vivienda adecuada, empleo estable, salario digno— que las mayorías del país nunca disfrutarían. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX el gasto en educación subió y bajó dependiendo de quién ocupara la presidencia, pero cuando aumentaba eso no mejoraba su calidad ni ofrecía un acceso más equitativo. Tampoco se correspondió siempre con una movilidad social intergeneracional. Entretejida con esta dinámica estaba la naturaleza del PRI, cuyo poder y lógica organizativa venían de una estructura corporativa que se apoyaba en las redes sindicales afiliadas al Estado. El sindicato oficial de maestros, el SNTE, era el más grande de México (y de América Latina). Además de los maestros incluía a los técnicos escolares, el personal manual y de oficina y los puestos no administrativos lo mismo que a trabajadores administrativos de la SEP y empleados académicos y no académicos de institutos, centros de investigación y museos. Su liderazgo —infamemente corrupto y cuyos secretarios generales navegaban sin preocupaciones los pasillos del poder— a menudo usaba al SNTE como trampolín hacia puestos políticos, apoyando al PRI a cambio de concesiones para sus miembros. Estas concesiones eran, de nuevo, paliativas, traduciéndose en mayores oportunidades para el ascenso social individual más que en mejoras colectivas materiales, mucho menos en democracia sindical. Ya tomando en cuenta la inflación, por ejemplo, el sueldo de los maestros no alcanzó sus niveles de 1921 hasta principios de los años 1960, durante los tiempos cruciales de la expansión educativa, lo que permitió al Estado contratar a tres maestros por el precio de uno. En vez de aumentos y otros beneficios exigidos por los maestros disidentes en los años 1950, la SEP ofrecía oportunidades para el desarrollo profesional que correspondían a una paga individual basada en el mérito. La participación del SNTE en cuestiones académicas —tan mal vista por los tecnócratas como un estorbo a la eficiencia educativa— iba de la mano de esta dinámica. El SNTE garantizaba, guiaba y dirigía las oportunidades para el ascenso social para controlar a sus bases. Estas oportunidades, sin embargo, estaban en las ciudades, en gran medida porque ahí estaban las instituciones certificadoras, pero, más importante aún, porque ahí estaban los empleos mejor pagados.
Es en el marco de estas tres dinámicas estructurales —la construcción de escuelas sin desarrollo rural, el apoyo a la agroindustria a costa de la economía campesina y la lógica corporativista del gasto educativo— que debemos entender a las normales rurales y su cuerpo estudiantil consistentemente politizado. La economía política del México que se urbanizaba etiquetó a las normales rurales como reliquias del pasado, inclusive cuando ofrecían oportunidades cruciales para que los estudiantes navegaran las contradicciones del desarrollo nacional. Para tener esa oportunidad los estudiantes debían luchar: debían luchar para asegurarse recursos materiales, para asegurar que las escuelas rurales siguieran siendo escuelas para los pobres y para prevenir la reducción de plazas para los estudiantes entrantes. Lejos de ser algo estático, sus marcos de lucha cambiaban con cada década que pasaba y adquirían nuevas dimensiones arraigadas en la Revolución mexicana y en los cambios estructurales realizados por Cárdenas, impulsados por las batallas subsecuentes por preservar los elementos populares de la Constitución de 1917, recibiendo nuevo ímpetu de los ideales antiimperialistas y socialistas de los años 1960 y comprometidos con las luchas guerrilleras de los años 1970. […] Tres años antes de que los 43 desaparecidos se convirtieran en un símbolo mundial de la violencia del Estado y del narcotráfico, la policía mató a dos estudiantes de Ayotzinapa que, junto con sus compañeros, habían bloqueado la autopista México-Acapulco en diciembre de 2011. Los normalistas protestaban contra las negativas del gobernador de Guerrero a sus negociaciones anuales sobre los recursos de las escuelas. Los asesinatos sacudieron, pero no frenaron, a los estudiantes de Ayotzinapa, que cerraron su escuela en protesta y organizaron nuevas movilizaciones. Entre las mantas que prepararon las normalistas había una que mostraba las muertes de sus compañeros como parte de una larga historia de masacres campesinas. La imagen que dibujaron incluía varios cuerpos ensangrentados; además de los dos normalistas, los cuerpos representaban la masacre de Aguas Blancas de 1995, en la que la policía mató a 17 campesinos de camino a una manifestación, y la masacre de 1998 en El Charco, en la que los soldados mataron a once indígenas mixtecos que participaban en una asamblea comunitaria. La manta mostraba una silueta más, ésta con un signo de interrogación, una pregunta sobre el próximo escenario del terror de Estado.
Inclusive si este signo ilustraba hasta qué punto los estudiantes de Ayotzinapa se entienden como un grupo perseguido, probablemente nunca imaginaron la naturaleza ni la escala del ataque que ocurrió en Iguala la noche del 26 de septiembre y que detonó una condena nacional e internacional de largo alcance. Algunos de los sobrevivientes de ambos ataques sostuvieron que, si la policía hubiera investigado y castigado los asesinatos de 2011, los de 2014 quizá no hubieran ocurrido, o al menos no en forma tan cruda. Esta afirmación puede ser difícil de sostener, pero, junto con la manta de los estudiantes, refleja el agudo entendimiento de los normalistas sobre la larga relación entre protesta, violencia del Estado e impunidad. Ayotzinapa puso esta dinámica en plata para que la viera el mundo. Las movilizaciones que inspiró, a su vez, añadieron una nueva lección sobre resistencia a instituciones que, por un siglo, han hecho de la justicia para los campesinos un elemento constitutivo de su existencia.
Este texto es un fragmento del libro Lecciones inesperadas de la Revolución. Una historia de las normales rurales, publicado por La Cigarra Editorial en 2023.
Imagen de portada: Oaxaca, 2015. Fotografía de Thomas Aleto, Creative Commons.