Pensando en Yeats, Marco Aurelio y Talking Heads
Eran cuatro hermanos que se enemistaron, dos mujeres y dos hombres, las mujeres en los extremos de la escalera (la mayor y la menor), los hombres, en medio. No se habían reunido desde que murió la madre, pocos meses después de la partida del padre. Como suele suceder en esas ocasiones infestadas de moscas, acabaron discutiendo, probablemente por alguna nimiedad. La hermana menor todavía creía que el tiempo no había resuelto el problema que motivó la discusión, y desde entonces se rehusó a hablar con los demás. Siguió viviendo en la antigua casa familiar, en lo alto de una montaña. El lugar donde su madre pasó sus últimos días. Durante algunos meses, quizás años, se convirtió en aquella montaña, casi inalcanzable, mientras que sus hermanos enfrentaban los sinsabores de la vida en la planicie, sin tiempo para nada más que no fuera trabajar. En el testamento que dejó la madre, sin embargo, había una cláusula, una condición para la repartición de los bienes: que los cuatro se volvieran a reunir en una fecha precisa después de su muerte, y ese día estaba cerca.
Formaba parte de la enseñanza que recibían, puesto que no tenían ya la realidad física en la cual enfrentar las vicisitudes que los fortalecieran moralmente. El juego de los siete errores, así lo llamaron. Una serie de preguntas que sus conciencias debían responder, con cierto margen de acierto. Una especie de Anti-Turing, para evaluar si todavía podían ser considerados como humanos. Sufrían de una grave amnesia física que necesitaba ser combatida en todas las fases de la existencia. Necesitan acordarse del cuerpo que nunca tuvieron y esto no resultaba sencillo. De ahí la importancia de los juegos y las pruebas. El que iban a realizar pertenecía a la última fase, era muy importante. El juego de los siete errores. Después, en caso de que lo superaran, podrían incorporar su conciencia al cuerpo preparado para recibirla. Entonces podrían bailar El lago de los cisnes y sentir que sus músculos se distendían. Podrían correr bajo la lluvia y reír y gritar, sintiendo las gotas escurrir sobre la piel. Podrían comer, paladeando el sabor de la comida en las papilas gustativas. Podrían amar, sintiendo los cuerpos unos de otros. Podrían hasta percibir los piquetes de los insectos. No sabían lo que era tener un cuerpo. Nunca supieron. Para pasar el Anti-Turing tendrían que reconocer lo que era un humano: el juego de los siete errores.
La casa estaba tan quieta como la Luna un mes después de la partida de los astronautas. Una ventana que se quedó abierta golpeteó a causa del viento. La hermana menor despertó temprano y no se vio al espejo para arreglarse. Había llegado el día del reencuentro. No sabía cómo reaccionar ante la presencia de los hermanos. ¿Cuándo fue en verdad la última vez que los vio? No se acordaba. Hacía bastante tiempo, el que había pasado desde que la madre murió. No participó en las reuniones con el abogado para arreglar lo del testamento. Sólo se enteró de la exigencia del reencuentro cuando él la llamó para informarle que los hermanos subirían a la montaña en esa fecha. Que no tuvieran ninguna desavenencia, le dijo el abogado en el teléfono, ya era suficiente. Él había sido amigo de sus padres. Estoy seguro de que su mamá se pondría muy triste con más pleitos. Antes de colgar, el abogado le dijo que todo saldría bien pues hacía un lindo sol en esos días. Al salir de la casa, en dirección al jardín, la hermana menor vio el campo de flores blancas envueltas por colibrís. Tan rápidos, los pajaritos. Parecían estremecimientos leves de otra dimensión manifestándose en el aire sobre el jardín. Aquellas flores habían sido plantadas por la madre, habían sido regadas por sus manos. La menor miró sus propias manos y vio cómo se le había resecado la piel, con piquetes de mosquitos en las manchas seniles. Ahora debían tener la misma edad que las manos de su madre cuando revolvieron aquella tierra. Por eso no se vio al espejo cuando despertó. Ahora la menor ya era una vieja. Y los hermanos todavía más viejos que ella.
Aquel grupo de niños, como todo grupo de niños anterior sometido al juego de los siete errores, estaba lejísimos del tiempo en que los humanos mostraran su corporeidad. Resulta claro que su proceso de aprendizaje incluía que se familiarizaran con el baile, el atletismo, la pintura y otras formas gestuales, pero apenas con la cadencia cinética de las acciones, sin que tuvieran acceso a la visualización de los cuerpos, algo que sólo sucedería en el juego de los siete errores. Apenas serían puntos de luz en el espacio, reproduciendo movimientos como el vuelo de las moscas. Como un dibujo de luz en el espacio. Sus conciencias eran conducidas a un lugar que evocaba un planetario. Un Bolshoi de luz. Al final de la prueba de los cien metros planos en las Olimpiadas, trazos luminosos de los velocistas corriendo en círculo, un Usain Bolt de luz. La victoria. Los brazos en movimiento de un pintor, su gesto de tomar la pintura de la paleta y el otro brazo llevando el pincel a la tela, apenas rastros luminosos. El proceso de formación del conocimiento, aunque sus conciencias estuvieran incrustadas en un circuito electrónico, semejaba al de un cerebro humano. Paso a paso, una construcción. Era importante que fuera así. Algunas etapas no debían ser ignoradas. La geografía de la luz en aquellas conciencias dibujaba el mapa de la imaginación. El primer hombre había sido cazador y artista, los niños necesitaban recuperar eso.
La menor nunca se recuperó de la pérdida de la madre, sus vestigios todavía se arrastraban por la casa. De manera confusa, culpó a la hermana y a los dos hermanos mayores de su muerte. Evidentemente, ella sabía que eso no tenía el más mínimo sentido, pues los hermanos no tuvieron ninguna responsabilidad en el curso de la naturaleza. Quizás la menor los culpaba por no estar tan presentes en los postreros días de la madre. Ella, al contrario, quedó expuesta a sus ocurrencias finales, a los recuerdos del padre y de la juventud. Es curioso cómo a esa hora regresamos al principio, como en una órbita completa alrededor del Sol. Su madre era una mujer inquieta y continuó así hasta el último instante. Un peldaño de la escalera de madera que llevaba de la casa al jardín estaba suelto. Ella sintió cómo el viento que subía de la planicie a la cima de la montaña le peinaba los cabellos. En la semana que precedió a su muerte, la madre decidió que tendría sus últimos sueños en el interior de la casita del árbol que el marido construyó para los nietos. Además de ingenioso, el marido siempre fue exagerado: la casita, construida sobre una siringa, era enorme. Solían bromear con que alguien podría vivir ahí, si quisiera. La madre dijo que el susurro del viento en las ramas o las hojas sería la música que velaría su sueño para siempre. Pero como ésa era una zona rural, a veces el viento traía un olor a algo podrido y moscas.
Nada era más temido por los evaluadores de los grupos de niños como el que éstos reprobaran el juego de los siete errores. El primer grupo reprobado sería un punto sin retorno. Para prevenirlo, se esforzaban al máximo en la preparación de los niños. Leían los poemas, los cuentos de osos, de la amistad entre hombres y perros, del temor del océano y la aventura de surcar sus olas, vivían en su vida incorpórea las emociones que en tiempos mejores eran atribuidas a la literatura. La imaginación de los niños era fortalecida por el sol, por la luz, por palabras y símbolos, pero nunca con una visión del cuerpo humano, pues no sabían cómo era: identificarlo sería la prueba de que su humanidad todavía persistía. El juego de los siete errores. La propia Tierra vagabunda podía ser apenas una repentina palabra flameante, oída por un momento en el espacio ruidoso, perturbando el devaneo sin fin (…) la pérdida es cambio y el cambio es el deleite de la Naturaleza. Esto ha sido una verdad desde el principio de los tiempos y será una verdad hasta el fin. Entonces, ¿cómo puede usted decir que está equivocado, siempre equivocado, que ningún poder del cielo podrá arreglar eso y que el mundo está condenado a una esclavitud implacable de males? (…) vamos pum, pum, pum – ésa es la vida que llevamos.
Debajo de la siringa, tapándose los ojos para protegerlos del sol, la menor observaba la casita del árbol. No subía por esa escalera desde la muerte de la madre. Otro peldaño suelto, ahora en la casita del árbol, le hizo recordar más hilos desatados del pasado, de la vez en que la madre les propuso a los cuatro hermanos que llenaran una lata vieja de galletas con anotaciones para el futuro, como un náufrago manda un mensaje en la botella para que puedan recordar su existencia, dijo la madre, aquellos que están en tierra firme y no en la isla donde el náufrago se encuentra a punto de ahogarse por segunda vez. Al oír a la madre, la menor se enojó. No quería nada de eso, del futuro, de lo desconocido, abstracciones que se concretarían en la desaparición del padre y la madre, en la transformación de los cuerpos de los hermanos de niños a adultos, en la metamorfosis de su cuerpo impúber en el de una vieja. Por supuesto que la menor no dijo nada de eso, era demasiado joven para lograr expresar algo tan complicado. Pero ella sintió todo junto, en un solo arrebato. No quería saber de ningún futuro, sólo quería saber del presente. Del presente, gritó la menor, y que todos ellos siguieran siempre iguales.
Los niños no tenían cuerpo, y aun así sentían angustia. Después de todo, su vida podía quedar interrumpida en caso de que no pasaran la prueba. Más que nada le tenían miedo al juego de los siete errores. De hecho, después de que la idea misma de Dios fuera retirada del escenario, esa prueba era su mayor causa de estrés. Era la frontera final, lo que determinaría si podrían nacer. Una conciencia sin cuerpo no llega a ser gran cosa: sin todo lo que un cuerpo puede ofrecer, existir sólo por medio de la conciencia equivalía a ser un fantasma que acecha una casa que nunca llegó a ser habitada. Serviría para atravesar paredes, aullar toda la noche sin que nadie te fastidie, pero no para amar. Ni ser amado. Esa posibilidad genera mucha angustia. No obstante, lo que los niños no sabían (era parte del juego, que no supieran; de hecho, era el sentido mismo del juego) era que si ganaban un cuerpo y su conciencia era transferida hacia algo mortal, esa angustia se multiplicaría y sería permanente en cuanto el cuerpo existiera. Parecía complicada la situación de los evaluadores: tenían que enseñar sólo hasta cierto límite, pero no enseñar de más. No debían sucumbir a sus sentimientos para no correr el riesgo de anticipar algo que comprometería el resultado de la prueba. Y los evaluadores deseaban que sus niños superaran el juego de los siete errores, que tuvieran un cuerpo, el cual les daría suficiente angustia hasta el día de su muerte.
Los dos hermanos entraron a la casita del árbol en el instante en el que la menor, en cuclillas en el piso de madera, encontró en un rincón la vieja lata de galletas que la madre había dejado encima del librero. Era como si una casa de enanos fuera repentinamente invadida por gigantes. Ella se espantó por los cabellos tan blancos de ellos y escuchó el estallido del peldaño suelto de la escalera, poco antes de que la hermana mayor apareciera en la portezuela. La mayor se tapó la boca abierta de espanto con las manos: pensó por un instante que la menor, sentada ahí con la lata de galletas en el regazo, era su madre. Eran absolutamente iguales. Alrededor de la lata de galletas se abrazaron y recordaron: aquella tarde la madre les había dicho que harían un viaje en el tiempo, pues al abrir juntos esa lata muchos años después regresarían al momento en que la llenaron con recuerdos de la infancia. Cada uno de ellos escribió un mensaje para los demás, para que fuera leído en el futuro. ¿Quién sabe y estos mensajes resuelvan sus desavenencias, les traigan novedades?, había dicho la madre. El futuro resuelve todo, el futuro es una respuesta.
La conciencia de los niños fue transportada por los evaluadores hasta una especie de diorama. A través del plasma veían un hábitat donde aparecían, entre otros elementos desconocidos —de la Naturaleza o artificiales (cómo saberlo, era la primera vez que veían algo que no fueran manifestaciones cinéticas, masas amorfas en movimiento, colores disolviéndose en el aire, estrellas y soles en extinción)—, siete especies animales. En las pruebas anteriores podía ser que hubiera un grupo de una especie única, una jauría, una manada o un enjambre: en aquella ocasión había una familia, cuatro hermanos en una casita en el árbol, encorvados alrededor de una vieja lata de galletas medio oxidada como si fueran niños, a la espera de abrir su tapa. Cuatro adultos, dos hermanas y dos hermanos con la propia tinta medio abollada y descascarada como aquella lata de galletas que observaban, en espera de viajar en el tiempo. Al infinito, les dijo la madre, y más allá. Los evaluadores consideraron que cada hermano era una especie y con ese pequeño truco confiaban en facilitar el resultado. El juego de los siete errores. De siete, esos niños amnésicos acerca de la apariencia del cuerpo humano tendrían cuatro posibilidades de acierto. En el interior del diorama, o de la casita en el árbol, da lo mismo, además de los cuatro hermanos había una lagartija que se estiraba en la viga de la estructura y un colibrí que por algunos segundos batió las alas en la ventana, atraído por la flor blanca colocada ahí por la menor. Faltaba la séptima opción. En el instante en que la menor abrió con mucho cuidado la tapa de la lata medio desbaratada por el óxido, ocho ojos se estiraron en dirección del interior de la lata, pero no encontraron nada más que migajas de papel, restos de los mensajes escritos en el pasado. Del interior de la lata salió una mosca, que voló hasta un rayo de sol. Cuando el sol dio en sus alas y la mosca voló reluciente como un punto de luz hacia la ventana por donde salió, para la infelicidad de los evaluadores, los niños al unísono la señalaron como la verdadera manifestación de lo humano, que sólo podía ser algo tan brillante y fugaz, algo que vivía sólo un día a los ojos del infinito, y así vamos pum, pum, pum – ésa es la vida que llevamos.
Imagen de portada: Ilustración de Irene Mendoza