INTERLOCUTORES: Silvio y Juan.
Silvio: ¡Eh, Juan, no corras tanto!
Juan: Voy como alma que lleva el Diablo.
Silvio: ¿Por qué?
Juan: Porque si no estoy allá cuando pasen lista, veré mi suerte.
Silvio: Es temprano todavía; hace poco que dieron las cinco.
Juan: No me fío yo mucho de los relojes, porque lo que suelen dar son muchos chascos.
Silvio: Pero puedes fiarte de mí, que oí las campanadas.
Juan: ¿Cuántas?
Silvio: Cinco.
Juan: Pues hay otra cosa que temo más aún que llegar tarde, y es tener que dar de memoria la lección de ayer, larga como ella sola. Me parece que no voy a saber ni una palabra.
Silvio: Entonces júntate conmigo, que tengo un miedo que no veo.
Juan: ¡Ese maestro es una fiera! Por la falta más pequeña ya está sacudiéndolo a uno sin piedad, como si nuestras nalgas fueran de cuero de buey.
Silvio: No, no se anda con tonterías.
Juan: ¿A quién ha puesto de pasante?
Silvio: A Cornelio.
Juan: ¿El bizco? ¡Pobres de nuestras asentaderas, porque es de los que arrean de lo lindo!
Silvio: ¡Que si arrea!, mil veces le he pedido a Dios que lo deje paralítico del brazo.
Juan: ¡Hombre, eso no está bien!, lo que debemos pedirle es que no nos deje caer en manos de semejante bárbaro.
Silvio: Vamos a repasar la lección; mientras uno la dice, el otro va leyéndola en el cuaderno.
Juan: De acuerdo.
Silvio: ¡Ten valor, hombre, ten valor, que el miedo quita la memoria!
Juan: Maldito el miedo que yo tendría si no me viera en peligro; pero, ¿quién puede estar seguro con esa condenada lección, que es tremendo trabalenguas?
Silvio: Verdad, pero piensa que, después de todo, no pagamos con la cabeza, sino con otra parte del cuerpo que yo me sé.
INTERLOCUTORES: El Maestro y el Muchacho.
Maestro: Son tan bastos tus modales, que se diría que no has nacido para el aula, sino para la jaula, y los muchachos de buena familia, como tú, han de ser urbanos y corteses. Escucha. Cuando hables con una persona respetable, debes tener el cuerpo derecho, descubierta la cabeza; el rostro, ni serio, ni ceñudo, ni descarado, ni insolente, sino alegre y modesto; los ojos pudorosos y puestos en aquel con quien hablas; juntos los pies y quietas las manos. No te balancees a uno y otro lado, ni acciones con exceso, ni te muerdas los labios, ni te rasques la cabeza, ni te hurgues los oídos. Lleva siempre un vestido decoroso y procura que en tu cara, en tus ademanes y en todos tus movimientos se descubra la honesta condición de tu persona.
Muchacho: Voy a ver si sé hacerlo.
Maestro: Veámoslo.
Muchacho: ¿Está bien así?
Maestro: No bien del todo.
Muchacho: ¿Y así?
Maestro: Así ya está un poco mejor.
Muchacho: ¿Y así?
Maestro: Eso es, así; y no lo olvides. Prosigo. No hables nunca sin ton ni son, ni tampoco muy de prisa, y mientras conversas con alguno, pon mucho cuidado en lo que dices y mucha atención en lo que diga él. Si te preguntan, responde con pocas y atinadas palabras; antes de contestar, haz una reverencia, y si lo pide el caso, dobla un tanto la rodilla, sobre todo cuando te dirijas a personas de calidad, a las cuales debes darles el tratamiento que tengan por su dignidad o por su cargo. Nunca te retires sin haber pedido permiso para ello, y en ciertas ocasiones hasta que te indiquen que puedes retirarte. Veamos ahora cómo has aprovechado la lección. Dime, ¿cuánto tiempo hace que saliste de casa de tu madre?
Muchacho: Va para seis meses.
Maestro: Debías haber añadido “señor”.
Muchacho: Va para seis meses, señor.
Maestro: ¿Y la echas de menos?
Muchacho: Muchas veces.
Maestro: ¿Tienes deseos de ir a verla?
Muchacho: Sí los tengo, señor, si es con el beneplácito de usted.
Maestro: Al decir eso debías haber doblado un poco la rodilla. Así, muy bien; y vamos adelante. Cuando hables, no atropelles las palabras ni parezca que te quedas con ellas en la boca; pronúncialas correcta y distintamente, y acostúmbrate a articular con claridad. Si te encontraras en tu camino con un señor de respeto, magistrado, sacerdote, doctor o cualesquiera otros semejantes, salúdalos descubriéndote la cabeza, cuidando de doblar la rodilla al mismo tiempo, y lo propio has de hacer cuando pases por delante de una iglesia o de una cruz. En los convites has de estar siempre con semblante risueño y no te olvides nunca de aparecer como conviene a los muchachos de tu edad. No empieces a comer hasta que los demás hayan comenzado; si te quisieran regalar con un bocado preferente, rehúsalo, pero si insistieren en ello, lo tomas y, después de dar las gracias, parte un pedacito y obsequia con él a quien te regaló o a alguno de los que se sienten junto a tí. Si alguien bebe a tu salud, dile que le haga buen provecho y bebe tú también, aunque con mesura, y si entonces no tuvieres sed, haz como que bebes llevándote la copa a los labios. Escucha cortésmente a los que hablen, pero tú calla mientras no te pregunten. Si oyeras decir alguna obscenidad, no te rías y pon cara de no haber entendido. De nadie murmures, ni quieras aventajarte a los demás, ni alabes lo tuyo y menosprecies lo ajeno. Has de ser también amable con tus compañeros de clase humilde. No pretendas nunca valer más que los otros, ni hables temerariamente, y pórtate, en fin, de modo que merezcas ser justamente estimado y adquirir amistades que sean dignas de ti. Por último, si el convite se prolongase con exceso, pide permiso para marcharte, pero no te ausentes sin haber saludado a los comensales. Procura acordarte de estas advertencias.
Muchacho: Así lo haré, señor Maestro. ¿Manda usted algo más?
Maestro: Ahora toma los libros y estudia tus lecciones.
Muchacho: Sí, señor.
INTERLOCUTORES: Nicolás, Jerónimo, Cocles y el Maestro.
Nicolás: El cuerpo, el tiempo y el día están diciendo que nos vayamos a jugar.
Jerónimo: Sí lo dirán, pero el que no lo dice es el Maestro.
Nicolás: Nombraremos un embajador para que vaya en nuestro nombre y le arranque el permiso.
Jerónimo: Le arranque, dijiste bien, porque creo que sería más fácil arrancarle a Hércules su maza que al Maestro el consentimiento para que salgamos a divertirnos. Pues, ¡les juro! que, según he oído, pocos hubo en su tiempo que fueran más amigos del jolgorio.
Nicolás: Se ha olvidado ya de que fue chavo, pero, en cambio, bien lista tiene la mano cuando nos suelta un zape; tacaño para concedernos el recreo, para los azotes, pródigo.
Jerónimo: Debemos elegir un embajador que no tenga demasiada vergüenza y sepa contestar con presteza a sus acostumbradas reprimendas.
Nicolás: ¡Que vaya el que quiera! Yo, antes que ir a pedirle el permiso, prefiero quedarme sin jugar.
Jerónimo: Ninguno mejor que Cocles.
Nicolás: Verdad, porque nadie tiene mayor desparpajo ni lengua más expedita.
Jerónimo: ¡Vete, Cocles, que todos te lo agradeceremos de corazón!
Cocles: No tengo inconveniente, y pondré mis cinco sentidos en el desempeño de la embajada; pero si no traigo buen recado, no me echen a mí la culpa.
Jerónimo: Todos confiamos en ti, porque estamos seguros de que has de hacerlo de maravilla.
Cocles: Pues allá voy, y que Mercurio venga en mi ayuda.
Cocles: ¡Que Dios te guarde, Maestro!
Maestro: (¿Qué querrá este charlatán?)
Cocles: ¡Que Dios te guarde, Maestro sapientísimo!
Maestro: (Me da mala espina tanta zalamería) ¡Bueno, ya estoy bastante guardado! ¿Qué tripa se te ha roto?
Cocles: Señor, tus discípulos impetran tu venia para ir a solazarse.
Maestro: Con mi venia o sin mi venia, nunca hacen otra cosa.
Cocles: Ya sabe tu eminencia que el ingenio se aviva con el ejercicio moderado, según nos dijiste que lo enseña Quintiliano.
Maestro: ¡Ah, canijo, de lo que te conviene bien te acuerdas! Pero advierte que si es justo dar tregua en la tarea habitual a los que se esfuerzan de veras en el trabajo, a quienes, como ustedes, estudian lo mínimo y se divierten todo lo que quieran antes hay que acortarles las riendas que aflojárselas.
Cocles: Lo hacemos para vigorizar nuestro cuerpo, pero si ahora nos otorgas unos momentos de recreo, después nos resarciremos con creces del tiempo perdido, estudiando de firme.
Maestro: ¡Ustedes no tienen mal resarcimiento! ¿Y quién sale fiador de lo que prometes?
Cocles: Yo respondo de ello con mi cabeza.
Maestro: Di más bien que respondes con tus nalgas. En fin… aunque yo sé de sobra que no puedo fiarme de ti, les doy el permiso, pero con las nalgas me respondes de tu promesa, y si no lo cumples, no vuelvas en tu vida a pedirme ni el más mínimo favor. Pueden marcharse, mas tienen que ir juntos y al campo, no sea que algunos se vayan a la taberna o a otro sitio peor. ¡Ah!, y antes de ponerse el sol, en casa todo el mundo.
Cocles: Así lo haremos […].
INTERLOCUTORES: Desiderio y Erasmo.
Desiderio: ¿Cómo andan tus estudios, Erasmo?
Erasmo: Me parece que las Musas les son poco propicias y presumo también que les serían más favorables si yo fuera capaz de pedir auxilio a otro que a ti.
Desiderio: Di lo que es; nada que sea en tu provecho me pedirás en vano.
Erasmo: No lo dudo, porque creo que no ignoras las artes recónditas.
Desiderio: ¡Ojalá fuera así!
Erasmo: He oído decir que hay un método de tan maravillosa eficacia, que cualquiera que lo siga puede aprender todas las artes liberales con poquísimo trabajo.
Desiderio: ¿A poco? ¿Y tú has visto el libro que trata de ese método?
Erasmo: Lo vi, pero no hice más que verlo, pues, sin duda, lo escatiman para que no haya peste de doctores.
Desiderio: ¿Y qué contiene?
Erasmo: Muchas figuras de animales, como dragones, leones y leopardos, y varios círculos en los que aparecen escritas ciertas palabras, unas en griego, otras en latín, otras en hebreo y otras en lenguas vulgares.
Desiderio: ¿Y en cuántos días dice ese libro que podrán aprenderse aquellas disciplinas?
Erasmo: En catorce.
Desiderio: ¡Admirable afirmación! Pero, dime: ¿tú has conocido a alguien que con semejante libro haya llegado a ser docto?
Erasmo: A ninguno.
Desiderio: Ni tú ni nadie le ha conocido, ni le conocerá hasta que veamos uno que se haya enriquecido con la Alquimia.
Erasmo: Pues yo me alegraría de que ese arte fuera verdadero.
Desiderio: Quizá porque sientes pereza de adquirir la sabiduría a costa de los sacrificios que requiere.
Erasmo: Eso es.
Desiderio: Pues, hijo, así lo ha dispuesto Dios. Los bienes materiales, como el oro, la plata, las piedras preciosas y hasta los reinos, lógranlos los ignorantes o los que no son dignos de estas riquezas, pero quisieron los cielos que los bienes que merecen tal nombre, es decir, los que convienen con la nobleza de nuestro ser, no se adquiriesen sin grande esfuerzo, el cual no nos parecerá una carga insoportable si se considera lo espléndido de la recompensa con que nos premia, y si nos paramos a pensar en que son muchos los que exponiéndose a tremendos peligros, acometiendo durísimos trabajos y en no pocas ocasiones afanándose en vano, luchan por la posesión de las cosas temporales, que nada son cuando se las compara con el tesoro de la sabiduría. Las fatigas del estudio van mezcladas con miel, que hallas fácilmente a poco que ahondes en la tarea, y tú has conquistado ya algunas ventajas que son felicísimo presagio de que en breve verás desaparecer del todo las molestias que aún te causa.
Erasmo: ¿Y cómo habré de conseguirlo?
Desiderio: Lo primero que has de procurar es disponer el ánimo a sentir el amor del estudio y luego tenerlo en alta estimación.
Erasmo: ¿Y qué haré para ello?
Desiderio: Considerar cuán numerosos han sido los que por él alcanzaron las más preciadas riquezas, la suma autoridad y los honores más insignes, así como también apreciar claramente la diferencia que hay entre el hombre y los seres irracionales.
Erasmo: Dices bien.
Desiderio: Después es necesario que acostumbres tu mente a reflexionar y a apetecer las cosas provechosas más que las deleitables, pues aunque es cierto que todo acto de virtud se nos hace al principio muy cuesta arriba, no es menos evidente que el hábito lo convierte en gustoso. Si así procedes, no solo harás más llana la misión de tus maestros, sino que también les entenderás con mayor facilidad, según reza aquel apotegma de Isócrates que debieras escribir con letras de oro en el frente de tus libros: “Si deseas aprender, aprenderás”.
Erasmo: A mí me sucede que comprendo bien lo que leo, pero al momento se me olvida.
Desiderio: Eso es ser un tonel agujereado.
Erasmo: Tienes razón, pero, ¿cómo me las arreglaré para remediarlo?
Desiderio: Tapando el agujero para que no se vaya lo que hay dentro del tonel.
Erasmo: ¿Y con qué lo tapo?
Desiderio: Ni con pasto ni con yeso, sino con diligencia. El que no hace más que repetir lo que ha leído, olvídalo enseguida, porque las palabras, como dice Homero, tienen alas y vuelan si no se las sujeta con el peso del sentido. Ha de ser, pues, tu primer cuidado entender completamente el concepto y luego meditar sobre él una y muchas veces para que la mente se acostumbre y te devuelva la idea al punto que se la pidas. Claro es que esto es excusado cuando se trata de una de esas personas de tan rústica inteligencia, que por no poder adiestrarse en tal ejercicio no sirven, en modo alguno, para el cultivo de las Letras.
Erasmo: Esto lo entiendo muy bien.
Desiderio: Otros hay de tan escasa solidez mental que no les es posible retener ninguna idea ni prestar mucho tiempo seguido atención a un discurso, ni fijar en la memoria lo que aprenden. En el plomo puede imprimirse una imagen indeleble, pero no así en la superficie del metal líquido o en la superficie del agua por su falta de consistencia, y algo análogo les sucede a estos de los que hablo. También aprenderás bastante y con poco esfuerzo si, además de dirigir bien tu entendimiento, conversas frecuentemente con las gentes que saben, pues siempre se hallan en sus pláticas cosas dignas de ser conocidas.
Erasmo: Cierto.
Desiderio: Y hasta en la mesa, entreveradas con las pláticas de los comensales, suelen oírse a la hora de la comida seis u ocho sentencias selectas de sabios de gran nombre y otras tantas a la hora de la cena: calcula, pues, el crecido número de ellas que te será dado reunir al cabo del mes y al cabo del año.
Erasmo: ¡Ya lo creo! Pero eso sería si pudiera acordarme de todas.
Desiderio: Y, en último término, aunque en tu trato con los doctos no hicieras otra cosa que oír hablar el latín correctamente, ¿no sacarías el provecho de aprenderlo tú en pocos meses, cuando los niños, que no tienen letras ningunas, aprenden en tiempo brevísimo a hablar francés y español?
Erasmo: Seguiré tus consejos.
Desiderio: Yo te aseguro que no he conocido otro arte de aprender que la solicitud en el trabajo, el amor al saber y la perseverancia en el estudio.
Selección de Erasmo de Rotterdam, Boletín de la Real Academia de la Historia, tom. 108, cuad. 2, Julio Puyol (trad.), Alicante, 1936, pp.373-551.
Imagen de portada: Fotograma de la película The Wall, de Alan Parker, 1982