La postmemoria: el futuro del olvido

Futuro / dossier / Diciembre de 2020

Gastón García Marinozzi

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François Villon, poeta francés del siglo XV, considerado el último medieval y el primer maldito, obsesionado con la idea del testamento y la posteridad, escribió que los gitanos eran “harapientos que sólo llevan consigo cosas futuras”. Podemos entender a esos gitanos como la exégesis de la condición humana, aquella que desde la pulsión más primitiva se yergue, se pone de pie y comienza a andar, a caminar hacia el futuro.


Desde hace millones de años hasta hoy, ese mismo ser que se dirige hacia adelante lo hace perturbado por la decisión constante sobre qué cargar consigo en el largo viaje y qué dejar atrás.
La principal característica de la actualidad es el deseo nómade, el horizonte como propulsor, el movimiento hacia un nuevo refugio desconocido, el más allá que cura, que permite escapar, huir de las guerras y del hambre. La promesa del paraíso imposible. El sentido humano se dirime, a pesar del parón pandémico, en la ilusión de estar en otro lado. No hay nada que nos haga más iguales que el sueño de andar.
El futuro es siempre, por definición, el otro lado. El andar nómade, gitano, migrante en definitiva, es la traslación de una instancia a otra, entre la dicotomía de memoria y deseo.
Un nómade, un gitano, un migrante se definen a la hora de armar su maleta. La maleta del viajero se llena de las pertenencias inevitables, únicas, imprescindibles. El momento crucial de decidir lo que se lleva y lo que se queda, lo que cabe en esa valija, mochila, bolso, bagayo, caja o simplemente en los bolsillos, demarca por completo la existencia del viajero.
En este caso, la pregunta ¿qué libro llevarías a una isla desierta? es un inquietante juego-trampa: el futuro es el libro, y está en blanco, por supuesto.
El desafío es responder la pregunta sobre cuánta memoria se llevaría al otro lado. Cuánta memoria, cuánto olvido cabe entre las pertenencias. Porque en las cosas futuras, ¿cabe la memoria?
El microcuento del escritor Luis Felipe Lomelí “El emigrante” dice: —¿Olvida usted algo? —¡Ojalá!

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Todas las memorias. Ricardo Piglia, en sus cursos sobre Borges, habla de tres tipos de memoria: la de Proust, la de Freud y la del propio Borges. Me atreveré a agregar una cuarta: la de Georges Perec.
La memoria de Proust es la memoria involuntaria, la de la experiencia. De pronto, de la nada, una emoción dimana del pasado y nos traslada al viejo tiempo. Una magdalena contiene un universo entero que estalla ante nosotros, nos restriega el pasado y, por último, nos fastidia el desayuno.
La de Georges Perec es la memoria aséptica y clasificatoria. Un listado de camas (tuvo el proyecto de escribir una biografía a partir de todas las camas en las que había dormido en su vida), de escaleras, de calles, de elementos amarrados a un sentido casi burocrático de la existencia. Los recuerdos recitados como un mantra catastral, que deviene de lo vibratorio superficial, hasta sintonizar con el recuerdo deseado.
La de Freud y el psicoanálisis es la memoria falsa, la traicionera. Siempre esconde otra cosa que no se ve. El recuerdo, lo sabemos, se cosifica como una matrioshka que guarda en su interior los sueños y los actos fallidos. Cada una de las muñecas en forma de memoria son pequeñas bombas de tiempo que al explotar develan lo que no queríamos ver.
El pensamiento de Jorge Luis Borges, mucho más extenso que su literatura y aún no del todo reconocido, tiene un gran protagonismo en la actualidad. Como un prestidigitador, sus ideas del infinito, la universalidad, el laberinto, la memoria, la realidad y la ficción, pueden ser torales para explicar los tiempos modernos.
La memoria, para Borges, es una condena. En su magnífico cuento “Funes el memorioso” nos presenta a un hombre, Ireneo Funes, como el ser con más recuerdos que los que “habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”. La memoria infinita de Funes, que “no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”, esa condena de recordar todo, todo el tiempo, le impide el acto más humano de todos: pensar. El hecho de no poder pensar, y sólo recordar, convierte a este sujeto en un bárbaro.
Este horror es lo que la ciencia llama hipertimesia. O lo que Oliver Sacks reconoce en un Funes real, un tal Franco Magnani, “un artista eidético, capaz de retener en la memoria, durante horas, días o incluso años, toda una escena que ha atisbado sólo un instante”. Este “artista de la memoria” dibujaba una y otra vez el mismo cuadro, una escena llena de los detalles más nimios del pueblo de su infancia en la Toscana, del que se había ido durante la guerra. Como Funes, no podía pensar. La obsesión por esas imágenes de la niñez lo atormentó hasta la locura. Murió oyendo en su cabeza las campanas de la iglesia.
Escribió Borges en el poema “Everness”: “Una cosa no hay, es el olvido…” El olvido, en definitiva, es el único alivio contra esa memoria total, absoluta.

Árbol de Paulownia del Bencao tupu, ilustración estilo gongbi de Zhou Hu y Zhou Xi, 1644. Wellcome Collection CC

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Existe otro tipo de memoria: la memoria heredada, o la postmemoria, que Marianne Hirsch definió como “recordar lo no vivido, recordar por la vivencia de los demás o por un canon de memoria”. A esto mismo, Beatriz Sarlo lo llama la memoria heredada, la “memoria de los hijos sobre la memoria de los padres, una memoria de segunda generación”. El recuerdo del recuerdo de los otros.
Como ejemplo, vale mencionar la producción artística tras la sangrienta dictadura militar argentina, que ha ayudado a vertebrar la reconstrucción democrática. La elaboración discursiva —sobre todo en el cine y la literatura— ha respondido a una memoria colectiva que pedía catarsis, duelo y reparación, lo que ha desembocado en una producción que transita desde la literatura testimonial, el relato del sobreviviente, a la pretensión de olvido de las décadas sucesivas y al boom de la memoria de los últimos años. Esta imposición de la memoria convierte al olvido en un asunto políticamente incorrecto.

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Desde los griegos se entiende que memoria y olvido van tan juntos como van la vida y la muerte. De hecho, fueron los primeros en decretar ciertos olvidos obligatorios. Hoy en día, una marea de conciencia colectiva nos convirtió en los Funes borgeanos impedidos de dejar atrás cualquier recuerdo. Nada de lo que ha pasado hasta este momento puede ser olvidado. El recuerdo, en supresión ontológica de la memoria, se convierte en una falsa reivindicación de la vida individual pasada, pero también en arma antojadiza de los aspectos más sustanciales del devenir político y social.
Durante todo el siglo XX, con su triunfos y fracasos, se erigió una nueva cosmogonía en la construcción de una memoria rectora, correctora, casi moral. La memoria se volvió obligatoria en términos políticos, sobre todo para reinventar patrias, justificar dictaduras y nacionalismos. Una memoria colectiva, global, en desmedro de la individual.
La memoria personal queda así reducida a una cuestión terapéutica: recordar u olvidar como sanación o herida. En cambio, la memoria colectiva, a veces obtusa y siempre manipuladora, se monta en el tópico aquel de “conocer el pasado para no repetir los mismos errores”. De flagrante ineficacia, la misma piedra está allí para seguir tropezando, una y otra vez.
¿Qué pasaría si olvidáramos Auschwitz o La Perla argentina? ¿Cómo sería el futuro sin el recuerdo de ese horror tan próximo? Nadie se atreve a responder porque acaso no hay respuesta posible.
Es la manera en la que el sistema de poder se hace dueño de la memoria para contar en los libros de historia su propio fracaso. Con esto, elude la pregunta porque oculta la verdadera cuestión: no es el olvido o la memoria, sino la justicia o la impunidad.
David Rieff en su libro Contra la memoria escribe que ésta

es una deformación de la historia. No existe la memoria colectiva, es un artefacto de la política o de la religión, de la tradición. Esto es así porque la memoria aplicada a la historia no puede ser crítica, porque es absolutamente emotiva, personal y por lo tanto subjetiva. La memoria es un mito, y por supuesto que un mito necesario a nivel personal, familiar, pero tenemos que saber que siempre nos dará una visión parcial de la realidad.

Tanto en nuestra memoria individual como en la memoria colectiva sobreviven situaciones emblemáticas, coágulos difíciles de disolver por la mera acción del tiempo. La Segunda Guerra, el Holocausto, Tlatelolco, el 11 de Septiembre, la pandemia que no acaba, constituyen un abismo de horror y absurdo que la que se llama a sí misma civilización no termina de saldar y que continúa desafiando nuestra racionalidad.

Anónimo, Jardín con laberinto geométrico, ca. 1587. Rijksmuseum Collection. Imagen de dominio público

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El derecho a olvidar, como defensa ante la imposición colectiva del poder, se enfrenta ahora al vacío ominoso de la incapacidad de recordar. La aptitud del olvido voluntario —o, lo que es lo mismo, la memoria selectiva— está en riesgo.
A lo largo de la historia, la asimilación cultural depende de la tecnología. En el siglo XXI, ésta es una sucesión infinita de plataformas que definen lo que cada quien debe consumir. El ritmo vertiginoso de estos desarrollos los convierten en experiencias efímeras, lo que plantea una seria dificultad para la memoria personal.
La tecnología ya tiene la posibilidad de suplir los principales fallos de la memoria. Estamos ante el imperativo de dos memorias definidas no por la conciencia individual, sino por estructuras que eliminan la experiencia real de la vida. Toman vigencia, entonces, dos maneras de memoria no personales: la colectiva, que siempre es impuesta por el poder (los gobiernos, las ideologías, las transnacionales) o la de los algoritmos, impuesta por los medios de consumo y las redes sociales.
La memoria del nómada del siglo XXI puede dejar de ser suya si sólo la confía a una nube en la que deposita sus archivos y grabaciones mientras tanto, mientras anda.
¿Mantendremos en un futuro cercano la capacidad de recordar? ¿Los eventos íntimos de la propia existencia, las imágenes de aquel pintor de la Toscana, sobrevivirán si las extrapolamos de nuestros propios procesos psíquicos para depositarlas en la vidriera ególatra de las redes sociales?
¿Dependerá nuestra memoria de tener conexión a internet? ¿A qué sabe la magdalena del desayuno, fotografiada para Instagram?

Imagen de portada: Anónimo, Popular Lectures on Human Nature, 1895. Library of Congress. Imagen de dominio público