Muerte circular

Tiempo / dossier / Marzo de 2018

Pablo Meyer

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Los ritmos circadianos

Al menos durante los seis años que duró mi doctorado, los ritmos circadianos controlaron mi vida científica, y todavía hoy siguen arropando mi sueño. Mucho tiempo pensé en ellos con una errata mental, una especie de dislexia o pequeña ceguera similar a la que me llevó a pensar durante toda la lectura de Crimen y castigo que el personaje principal se llamaba Raskolnov y no Raskólnikov. Estaba convencido de que circadiano significaba “alrededor de un día” y no, de manera más sencilla pero menos poética, “cerca de un día”; sin embargo, circadianos son los ritmos biológicos que duran cerca de un día, y no los que recorren el círculo del día. En mi doctorado, un alumno de preparatoria que hacía una pasantía de verano me hizo percatarme del error al señalar la raíz latina de circadiano: circa diem, cerca de un día. Por otro lado están los ritmos ultradianos que se repiten muchas veces durante el día (por ejemplo la respiración, los latidos del corazón) y los ritmos del reloj biológico, que al ser evocados, traen a la mente la cita en el horario de la vida que tiene toda mujer con la reproducción. Mientras que el reloj biológico se asemeja a un reloj de arena que no tiene manera de ser volteado, el reloj circadiano tiene un ritmo constante de casi 24 horas, sincronizado con la rotación de la Tierra para controlar, entre muchas cosas, nuestro sueño. Cuando apareció la vida en nuestro planeta hace 3.5 mil millones de años, los días duraban 12 horas. ¿Tenían acaso ritmos circadianos de 12 horas nuestros ancestros unicelulares? La respuesta probablemente es que sí, pues sabemos que estos ritmos se encuentran tanto en el reino animal —en los ciegos topos que nunca ven la luz— como en el vegetal —cuyo ejemplo más colorido son los girasoles torciendo su tallo para seguir al sol—. Las cianobacterias, algas marítimas cuya simbiosis da origen a los cloroplastos, en los que se realiza la fotosíntesis en las plantas, ya seguían los ritmos ancestrales de doce horas y ahora se han adaptado al nuevo periodo. ¿Cuáles son el origen y el mecanismo de este ritmo ubicuo en las especies del planeta? A esta pregunta respondieron los tres galardonados con el Nobel de Medicina este año, entre ellos Michael W. Young, mi director de tesis doctoral en la Universidad Rockefeller. Lejos de ser obvia, la respuesta aclara una incógnita planteada desde el siglo XVIII, cuando el francés d’Ortous de Mairan observó que las flores y hojas de mimosa seguían teniendo un ritmo adaptado al sol aunque estuvieran en completa oscuridad, encerradas en su armario. En los años cincuenta, Colin Pittendrigh observó que las moscas de la fruta Drosophila melanogaster salen de sus crisálidas únicamente a ciertas horas de la mañana; sus periodos de actividad y reposo también siguen un patrón circadiano. Así, la mosquita de la fruta fue la semilla que llevó a descubrir el control genético del mecanismo circadiano. Ron Konopka obtuvo en 1971 los primeros mutantes de eclosión, es decir, moscas que salían de la crisálida muy tarde, muy temprano, o de manera errática. El Nobel fue obtenido por los que describieron, 15 años después, que este cambio en el comportamiento de las moscas se debía a diez genes implicados en producir una oscilación con un periodo de casi 24 horas en los niveles de proteína: los engranes indispensables para generar el reloj circadiano. Un laboratorio es un ecosistema bastante cerrado y frágil, aunque seguido recibe visitas foráneas. Una vez cometí otro error de joven doctorando al contestar una pregunta de un sujeto al que no conocía sobre la naturaleza de mi tesis doctoral. Le dije que mi tema no era neurocientífico. En la siguiente reunión semanal, el sagrado labmeeting, el jefe de laboratorio se quejó de que alguien había declarado a una persona que nos financiaba que no éramos un laboratorio de neurociencia. Mi respuesta había sido sincera: yo pensaba que hacía genética, que intentaba entender un oscilador genético cuya particularidad era controlar los ritmos diurnos de un insecto. La conexión entre la genética y la neurociencia no me parecía nada clara, porque no lo es. Poco después de este episodio, E. O. Wilson, el famoso entomólogo especializado en hormigas, vino a dar una plática a la universidad sobre su entonces recién publicado libro Conscilience donde auguraba que las ciencias duras iban a englobar las ciencias sociales y así llegaría la unidad del conocimiento. Lejos estábamos de los tiempos actuales en que la inteligencia artificial ha logrado roer la frontera entre lo duro y lo blando, y yo veía con recelo la tesis de su largo ensayo. Además, Wilson era uno de los oponentes en la famosa controversia de los años setenta en Harvard con uno de mis escritores y biólogos favoritos, Stephen Jay Gould. En Sociobiología, el entomólogo extendía sus estudios de la estructura social y las bases genéticas del comportamiento de las hormigas a los humanos. Richard Wright popularizó estas ideas en su libro El animal moral, cuya tesis era que todos los comportamientos sociales humanos, amor, amistad, confianza, etcétera, tienen una explicación determinista, evolutiva y genética. Stephen Jay Gould, horrorizado ante este reduccionismo evolutivo, decidió no sólo criticar en varios ensayos sino aguar literalmente a cubetazos los argumentos de Wilson. Aquí entra mi tercer episodio estudiantil de toma de conciencia. Fue una fugaz centella de pánico similar a la que sintió el personaje de Dostoievski al darse cuenta de que había cometido un crimen terrible. Aunque ideológicamente me oponía al determinismo genético en el ámbito comportamental, me encontraba no sólo investigándolo, sino trabajando en su ejemplo más claro: recién se había descubierto que los genes del control circadiano en las moscas eran conservados en mamíferos y seres humanos. Un puñado de genes controla nuestra actividad consciente y determina cuán­do vamos a dormir. ¿Acaso son los ritmos circadianos el epítome de la sociobiología?

Nicholas Nixon, Hermanas Brown, 1975

Metabolismo

La realidad es más compleja que la caricatura sociobiológica, y aunque en la mosca de la fruta el determinismo genético parecería funcionar, ya que sólo unas cuantas neuronas marcan sus ritmos, en los humanos, el núcleo supraquiasmático que controla estos comportamientos circadianos tiene miles de neuronas. No obstante, nuestros árboles genealógicos permiten establecer similitudes en patrones del bien o mal dormir, o en el ser madrugadores o desvelados, por lo que estos rasgos pueden ligarse con variaciones genéticas heredadas a través de los genes del reloj circadiano. A pesar de ello, no todo es genético: diversas fuentes periféricas pueden influir en el oscilador central, no sólo la luz y la temperatura, sino también el estado metabólico asociado a la hora de la comida, la falta de sueño, el estrés, el estado de ánimo y hasta padecimientos como la bipolaridad. Cada una de nuestras células tiene su propio oscilador compuesto por los mismos genes que controlan el periodo de nuestro comportamiento. Así, lejos de ser un mecanismo externo implantado en el cerebro y controlado genéticamente, el reloj circadiano tiene las propiedades opuestas de poder mantener en casi cualquier circunstancia su ritmo estable, pero también de responder y adaptarse a cambios externos o incluso asimilar mensajes de su propio cuerpo. En ratones a los que se les dio de comer sólo en un pequeño intervalo durante el día, cuando normalmente estarían dormidos, se observó cómo despertaban brevemente para comer y luego volvían a dormir; debido a ello los osciladores del hígado y del núcleo supraquiasmático se encontraban en fases opuestas, uno despierto y otro dormido. Algo parecido sucede durante el famoso jet lag en el que la luz rápidamente adapta nuestro comportamiento al nuevo horario, pero el desfase circadiano estomacal se prolonga. Esta complejidad probablemente explica que aún no se haya encontrado la píldora mágica para el jet lag, aunque un estudio sugiere que el Viagra podría ser efectivo, y hay reportes de que las pastillas de melatonina podrían tener algún efecto. Curiosamente sabemos que el metabolismo no sólo está ligado a los ritmos circadianos, también a otros tiempos biológicos que determinan la duración de la vida y el momento de la muerte.

Nicholas Nixon, Hermanas Brown, 1999

La muerte celular

Dada la similitud de los ya mencionados cloroplastos de las plantas con las mitocondrias en nuestras células —en ambos se metaboliza la energía necesaria para la vida vía el famoso ATP— cabe preguntarse si serán las mitocondrias también evas circadianas transmisoras, desde nuestros lejanos ancestros unicelulares, de estos ritmos. Es una hipótesis plausible, pero no veraz, pues aunque los cloroplastos y las mitocondrias tienen ritmos circadianos, éstos son controlados desde el núcleo de la célula. Además, los genes circadianos son diferentes en plantas y mamíferos, y ello implica que la adquisición evolutiva de estos ritmos sucedió más de una vez. Aparte de generar energía, las mitocondrias son como un botón rojo, núcleo de convergencia de las señales que activan el programa de muerte celular. Y es que las células no sólo mueren al ser atacadas por virus, bacterias o por no tener suficientes nutrientes, existe un programa interno de suicidio celular. Este programa es diferente a otro reloj biológico que limita a 50 o 70 divisiones de cada célula, salvo las reproductivas y las células madre, y que depende de la longitud de la punta de los cromosomas conocidas como telómeros. La muerte celular es un programa genético, un poco como el “gen altruista”, por el bien común. Tal vez eso pensaba Raskólnikov al cometer su crimen para cumplir justicia social. Este programa suicida se puede encontrar durante el desarrollo del embrión, en el que, por ejemplo, los tejidos dactilares tienen que morir para dejar libres los dedos de manos y pies. La precisión de tal programa es matemática en el caso del gusano microscópico C. elegans, pues 131 de las 1090 células que conforman inicialmente al organismo están programadas para morir. La muerte celular o apoptosis —cuya etimología es “que cae” o “se separa”— se activa también al momento de recibir señales mortíferas del sistema inmunitario o al ser sometidas a mutaciones u otras formas de estrés celular como radiaciones. En todos estos casos la célula cae para no corroer al organismo; no es sorpresa pues que las células cancerígenas tengan desregulado tanto este mecanismo como el que reduce los telómeros, de manera que pueden seguir dividiéndose de forma incontrolada.

Nicholas Nixon, Hermanas Brown, 2014

La extensión de la vida

La loca carrera divisiva de las células cancerígenas es una estrategia errónea de inmortalidad, pues su frenesí destruye también al organismo genitor. ¿Está, como a veces se cree, la duración de la vida predeterminada por un número de latidos del corazón contados con anticipación? ¿O será que el número de oscilaciones circadianas de tus células están contados y éstos son los que determinan los ritmos ultradianos del corazón? Definitivamente no son los ritmos circadianos porque su ausencia no es letal; es más, no se conoce ninguna deficiencia biológica que se deba a la ausencia de tales ritmos. Esto no significa, como lo discutimos anteriormente, que no sean importantes, pero su papel va más allá de las funciones esenciales mínimas para el desarrollo y mantenimiento del organismo. Las mitocondrias sí son esenciales y de alguna manera están en el centro del misterio de la longevidad. Esto debido a que el metabolismo, la dieta y los genes que controlan los procesos metabólicos son el meollo de la regulación de la duración de la vida y en los mamíferos se correlaciona con el peso del animal; así ratas y hamsters no viven más de cinco años, mientras que los hipopótamos y los elefantes africanos viven más de 50. En medio están las gacelas, leopardos, leones y chimpancés, que viven cerca de 20 años. Los humanos estamos un poco fuera de esa escala con nuestra esperanza de vida alrededor de 80 años. La correlación entre masa y longevidad se extiende a todas las especies cuando se toma en cuenta no sólo el tamaño sino el nivel de metabolismo de los organismos. La idea detrás es que entre mayor es el ser vivo, mayor es la necesidad de producir energía y mayor es su metabolismo. Una gran excepción a la regla son los árboles gigantes, sequoia, ahuehuete y alerce, que pueden vivir más de dos mil años y medir cientos de metros. Claro que estos organismos siguen otro tipo de regla al no tener latidos de corazón para contar. Si volvemos al gusanito C. elegans se ha encontrado que el mutante del gen daf-2 que tiene deficiencia en insulina y no asimila el azúcar extiende su vida en 30%. Algo similar se ha observado en un estudio de 75 simios rhesus de la Universidad de Wisconsin: monos que han recibido una dieta con 30% más calorías se ven prototípicamente más viejos; también, al dar a ratones la droga rapamicina, que disminuye los procesos metabólicos, se vio que su vida se extendía. Así es que nos encontramos ante la paradoja de que los animales que más viven necesitan tener un mayor metabolismo, pero que su reducción los hace vivir más tiempo. La respuesta del rompecabezas de la longevidad no parece sencilla. Tal vez por eso empresas como Google y piratas de la ciencia como Craig Venter han decidido fundar Calico y Longevity Inc. para ir en pos del santo grial de la longevidad, con la idea de que tal vez esté enterrado en alguna isla del genoma humano. Estas empresas buscan encontrar en la secuencia del genoma de los llamados ultra-centenarios, o por lo menos de humanos que han vivido más de cien años, la clave de su larga existencia. Hasta hoy la persona que más ha vivido es la francesa Jeanne Calment, con 122 años y, en abril de 2017, a las orillas del lago de Como, murió a los 117 años Emma Morano, quien era la persona viva de mayor edad. Lo cierto es que en el mundo no hay registradas más de 80 personas que sean mayores de 110 años. Esto parece dar razón a la reciente controversia generada por un artículo en la revista Nature, que indicaba que la humanidad, después de haber prolongado desde el siglo XIX su esperanza de vida, gracias a mejor higiene y nutrición, estaba llegando a los límites de su longevidad. Más allá del reducido número de prospectos, el problema de la búsqueda de Calico y Longevity Inc. es que se sabe que hay componentes ambientales importantes difíciles de controlar; en dos islas, una en Japón, Okinawa, y otra en Grecia, Ikaria, se encuentran las mayores concentraciones de centenarios. Los habitantes de Okinawa comen muchas algas, y los de la isla griega toman mucho café. ¿Cuál será la razón de sus largas vidas? ¿Genética, dieta? El reducido número de super-centenarios dificulta resolver este dilema. Esto porque muchos genes contribuyen a la longevidad (como a la estatura), y aunque es fácil encontrar los genes causantes de enfermedades “mendelianas” —que dependen de un solo gen—, la historia es otra para rasgos más complejos. Esto no resulta problemático para reduccionistas convencidos, como el científico y popularizador Aubrey de Grey, quien dice que hay que tratar a la vejez como una enfermedad para combatirla y poder ser todos no sólo descendientes sino encarnaciones de Matusalén. No sea que a Aubrey y sus más de 20 años de investigación le esté pasando lo que a Sergio Regora, el joven militante en el cuento de Dino Buzzati, que después de toda su vida como Cazador de viejos se da cuenta de su propia vejez. Este recuento de los diversos mecanismos con los que se genera y regula el tiempo en la biología deja claro que aquéllos no son independientes. La longevidad está asociada, entre otros factores, al metabolismo, que depende de los genes pero también controla tanto la muerte celular como los ritmos circadianos, que a su vez controlan respectivamente la longevidad de una célula, y tanto el metabolismo como el desarrollo de un organismo. También existen diversas escalas de tiempo, la muerte celular es una respuesta pronta a cambios externos y a inamovibles programas de desarrollo embrionario. Por cierto: el ciclo de desarrollo de la mosca de la fruta es de 15 días para llegar a la madurez sexual, y a partir de entonces vive un par de meses más; no sé de dónde salió el mito de que una mosca vive un día. Una errata más que borró mi doctorado en ritmos circadianos.

Imagen de portada: Nicholas Nixon, Hermanas Brown, 2014.