La distopía literaria

Utopías y distopías / dossier / Noviembre de 2018

Adrián Curiel Rivera

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Como asienta Gregory Claeys, lo primero que evoca la palabra distopía en el imaginario popular son imágenes de ciudades sumergidas, de cadáveres agusanados, de edificios en ruinas, de desiertos sembrados de carcasas de animales, máquinas abandonadas y torres de basura tóxica. Y si bien la distopía no es exactamente esto —más bien algunos de sus posibles escenarios—, lo cierto es que el concepto se asocia siempre, según señala Peter Sloterdijk, al pesimismo, a una expectación catastrófica arraigada en lo más profundo del ánimo. Sin embargo, las pinturas estremecedoras que la distopía traza en la imaginación, ofrecen asimismo una vía de escape estético. A veces, incluso, un resquicio de esperanza de que el mundo o una sociedad determinada puedan cambiar a mejor, ajustarse a un antiguo modelo utópico en el que otros hombres creyeron y que acaso podría concretarse. La distopía con frecuencia linda con lo postapocalíptico. La naturaleza devastada, el cambio climático, las guerras bacteriológicas y las pandemias alimentan ficciones pobladas de zombis y vampiros que, si bien contienen elementos distópicos, no son distopías en sentido estricto. Esto remite a un par de cuestiones medulares para la categorización de un producto artístico —sobre todo literario o cinematográfico— como distopía. En primer lugar, una distopía debe referirse en última instancia al poder y sus complejos entramados. En segundo, debe aludir a las circunstancias histórico-sociales desde donde el lector o el espectador contempla la obra distópica, a pesar de que ésta presente en apariencia un mundo por completo ajeno a los referentes extralingüísticos. En definitiva, en cuanto producto de ficción, la distopía ensaya una pintura parcial del futuro a partir de una crítica de elementos reconocibles del presente que proyecta hacia una sociedad imaginativamente materializada. Sociedad alterna que al final resulta ser una metáfora de la sociedad efectiva, sea como un espacio autosuficiente o como una pieza más del engranaje de la aldea global. Para entender mejor el concepto de distopía vale la pena detenerse en la idea matriz de la que surge: utopía, que, a partir de la obra homónima de Tomás Moro, publicada en 1516, conforma lo que Raymond Trousson define como un singular caso de monogénesis. El texto de Moro crea el arquetipo utópico moderno. Desde entonces, las utopías filosóficas y literarias han aspirado a un ideal, pero sin dejar de estar ancladas a una realidad política o estructura de poder identificables. La Ciudad del Sol (1602) de Tomasso Campanella Nueva Atlántida (1627) de Francis Bacon apuntan hacia la perfección de un Estado futuro que, paradójicamente, está siendo en el tiempo de la enunciación de la utopía. Si se acepta que la utopía significa la representación imaginativa de una sociedad benéfica o bondadosa por construirse, como es lugar común afirmar, la distopía —o cacotopía, “lugar malo”, como la llamarían Jeremy Bentham y John Stuart Mill— vendría a ser lo opuesto: un infierno secular en proceso de consolidación. Piénsese, por ejemplo, en el estalinismo que arraiga bajo el sueño utópico de la revolución proletaria. En principio, nada impide suscribir esta definición antinómica de la distopía frente a la utopía, aunque una mirada cuidadosa a la célebre obra de Moro demuestre hasta qué punto una y otra son connaturales. A las nociones transfronterizas de utopía y distopía, se agrega lo que algunos teóricos llaman eutopía: sociedad buena que en efecto existe o está a punto de existir (otra utopía). En el terreno literario, la distopía trabaja con los elementos inmanentes a la Utopía de Moro: el insularismo, la homogeneización de la sociedad, la omnipresencia de un orden superior. En suma, la felicidad comunitaria a costa de la voluntad individual. Y los subvierte hasta transfigurarlos en una versión pesimista de esos mismos rasgos en el marco de un relato de ficción. La distopía literaria cuenta con importantes precedentes que cuestionan el impulso utópico en sí, pues el deseo de crear una sociedad perfectamente regulada desenmascara al Estado policiaco. En ese sentido pueden leerse algunos pasajes de Los viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift o las sátiras políticas de Voltaire. Otros temas asociados al ámbito ficcional de la distopía, la suplantación de Dios como creador, la humanidad amenazada por sus avances científicos y tecnológicos, aparecen ya en Frankenstein (1818) de Mary Wollstonecraft Shelly, en la literatura anticipatoria de Julio Verne y en los brillantes cuentos y novelas de H.G. Wells publicados a finales del siglo XIX. Pero la vertiente política por antonomasia de la ciencia ficción, es decir, la distopía literaria, sólo adopta su forma genérica y se consolida a partir de textos posteriores del siglo XX.

Mark Dion, The Tar Museum, 2006. © Mark Dion

Es indudable que la conformación de la dis­topía responde en parte al desarrollo de una tradición filosófica y estética de pensamiento. La fe de la Ilustración en el progreso de la razón y la ciencia muta en el spleen o decadentismo que se percibe en Occidente en las postrimerías del siglo XIX. En ese cambio de signo también influirán las visiones sombrías de pensadores como Marx, Darwin, Nietzsche y Freud. Pero la distopía no es sólo una cuestión artística o especulativa. La sensación de crisis que atormenta al hombre moderno se acentúa con la irrupción de los totalitarismos y las atrocidades del siglo XX. Los atentados terroristas, antes de cumplirse los primeros dos decenios del siglo XXI, multiplican los ejemplos de violencia y siguen nutriendo el pesimismo de los universos distópicos. La evolución a un horizonte de perfeccionamiento social se traduce hoy en un retroceso hacia formas inconcebibles de salvajismo, hacia un aterrador medioevo tecnificado. El mundo cambia tan rápido y tan negativamente que en vez de esperanza produce vértigo y ansiedad. Este catastrofismo ontológico parece regir a la mayoría de quienes habitan la civilización occidental. Como explica M. Keith Booker, la distopía ha dejado de ser una noción académica o para lectores o espectadores de culto y hoy permea todas las capas de la cultura popular. Películas como Blade Runner (1982), Niños del hombre (2006) y Nunca me abandones (2010), inspiradas respectivamente en lúcidas novelas de Philip K. Dick, P.D. James y Kazuo Ishiguro, atestiguan ese mirar desengañado sobre un tiempo que, en muchos aspectos, es la reiterada realización del presente. Nosotros de Yevgueni Zamiatin inaugura la novela distópica moderna propiamente dicha. Su fecha de publicación suele ubicarse en 1921, aunque Zamiatin, actor y testigo de la utopía surgida con la Revolución de Octubre, sufrió en carne propia la censura soviética y su texto circuló primero entre los emigrados rusos en una versión incompleta. En 1924 salió a la luz una traducción al inglés, pero en su patria Nosotros no se publicaría sino hasta 1988. Zamiatin es nada menos que el genial inventor del Benefactor, padre literario del Big Brother (Gran Hermano) de Orwell y de los tiranos ubicuos que le seguirán. En el Estado Único, tras la Guerra de los Doscientos Años, el Benefactor gobierna con mano dura. Una cúpula de cristal y un muro verde aíslan las ciudades, cuyos edificios son transparentes. El trabajo se organiza en un taylorismo tan extremo que unas tablas legales regulan el horario laboral y cuántas veces hay que mascar un bocado antes de deglutirlo. El colectivismo se erige en la razón misma del Estado. El Día de la Unanimidad sirve para refrendar públicamente la continuidad del Benefactor. El sexo también está reglamentado: por unos cupones semanales se puede acceder a un ejercicio ilusorio de privacidad. El desarrollo científico es otro de los bienes supremos impuestos a la masa anónima. Por eso el protagonista, que ni siquiera tiene nombre, D-503, supervisa la construcción de la nave espacial Integral y lleva un registro de sus anotaciones personales. Todo marcha bien hasta que D-503 conoce a I-330, una mujer resuelta que le hará dudar de sus antiguas convicciones. A D-503 entonces le brotará un alma: un Yo que confrontar al Nosotros de la muchedumbre. No es difícil imaginar lo que sigue. La intervención del S-4711, el comisario político, y una persecución a D-503, real y alimentada por su propia paranoia, hasta la aparición de Ellos, los mefi, outsiders infaltables en cualquier dis­topía a partir de Nosotros. Aquellos que simbolizan la alternativa liberadora a un sistema carcelario de vigilancia y opresión permanentes. Si Zamiatin explora en su novela el tema de las posibilidades siniestras de la ingeniería del comportamiento humano para modelar una sociedad de borregos a través de la imposición del pensamiento único, asunto que retomará George Orwell en 1984, Aldous Hux­ley resulta un visionario al plantear en Un mundo feliz (1932) los riesgos de la ingeniería eugenésica aplicada al diseño biológico de la personalidad. El texto de Huxley, por cierto, cuenta con un curioso antecedente argumental, la novela Eugenia (1919) del cubano-yucateco Eduardo Urzaiz. La trama de Un mundo feliz se ambienta en el Londres futurista del Estado Mundial del año 632 después de Ford. Todo en apariencia es perfecto: no hay cárceles ni manicomios ni pobreza; se ha conseguido una demora en el envejecimiento. Madre es una palabra impúdica y se alienta la promiscuidad sexual. La vieja religión ha sido desechada y Ford se presenta como un nuevo Mesías a quien los londinenses adoran mediante ritos, la droga soma y cantos colectivos. Todo ello se sustenta por el método Bokanovsky de reproducción en cadena: a partir de una fusión artificial de los gametos masculino y femenino, los fetos clonados e incubados en probetas, futuros ciudadanos, después de ser sometidos también a un proceso pedagógico nepavloviano de hipnopedia, pasan a ocupar un puesto específico en un sistema de castas que determina quiénes son los más aptos y quiénes los más estúpidos. Estas marcas genéticas, lejos de ser problemáticas, aseguran la buena marcha de la sociedad. Todos salen a trabajar, abordan sus cohetes o helicópteros y después se entregan al hedonismo consumista más embrutecedor. Pero, enseñanza de Zamiatin, y según los describe el propio Huxley en un prólogo a la novela añadido en 1958, “fichas redondas en hoyos cuadrados suelen tener ideas peligrosas sobre el sistema social e infectar a otros con su desacuerdo”. Bernard Marx, un alfa acomplejado por un defecto físico en su producción de laboratorio, viaja con su superficial novia Lenina Crowne a la isla Malpais, donde el Estado Mundial exila a los inconformistas y en el cual las personas aún nacen contra natura, esto es, directamente del útero de la madre. Marx descubre al Salvaje, indígena de la reserva que se ha autoeducado leyendo a Shakespeare. Bernard lo lleva a la civilización. El Salvaje, convertido en una celebridad, sufre al punto de declarar que prefiere ser desgraciado a su gusto, no feliz al modo de todos. Ni él ni su descubridor podrán encajar nuevamente en ese mundo feliz.

Mark Dion, The Tar Museum, 2006. © Mark Dion

Entre Un mundo feliz y 1984 (1949) se interponen el deceso de Hitler y de Mussolini y la presencia todavía vigorosa de Stalin. Zamiatin advierte acerca de los abusos del sistema posrevolucionario soviético. Huxley se centra en los extremos nefastos del ciego consumismo capitalista. Orwell recela de unos y otros. Él mismo afirmaría que 1984 no constituía un ataque al concepto del socialismo sino a las perversiones de una economía centralizada perpetradas tanto por el comunismo como por el fascismo. Winston Smith pervive como un ciudadano más de la Franja Aérea Uno, antes Inglaterra, parte de la superpotencia Oceanía. Trabaja en el Ministerio de la Verdad, reescribiendo la historia para adecuarla a los imperativos del Partido Único. Ese recurso a una inversión irónica, perceptible ya en Rebelión en la granja (1945), opera para el resto de las dependencias estatales: el Ministerio del Amor se ocupa de torturar a los disidentes. El de la Paz, de fomentar la guerra. Winston acepta lo ineluctable: la Policía del Pensamiento; el Ingsoc, como nombre e ideología del partido; el neohabla, que estrecha el cerco de lo que está prohibido sentir y decir, y el doblepensar, esa extraña habilidad que permite al cerebro procesar dos opiniones o creencias contradictorias y simultáneas, aceptando siempre la que convenga al Partido y al correcto curso de la Historia. Pero un día Winston, como el D-503 de Zamiatin, se hace de un diario y pretende alejarse de las cámaras de la telepantalla y dar rienda suelta a sus verdaderos sentimientos. Se enamora además de Julia, una maestra que finge someterse al régimen que detesta. Julia entrega a Winston un ejemplar de Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, obra del heresiarca Emmanuel Goldstein. Pero ya se sabe que el Gran Hermano —término que 1984 popularizaría para siempre, hasta convertirse en un deleznable reality show a finales de los noventa— todo lo ve. Winston y Julia son torturados en el Ministerio del Amor, reeducados para que su patológico vínculo afectivo se reencauce a la veneración incondicional al líder. En el siglo XX aparecen otras distopías extraordinarias que prefiguran los orbes narrativos de Dick y de J.G. Ballard y que aquí sólo es posible mencionar. Una de ellas es Limbo (1952) de Bernard Wolfe, que narra un mundo postatómico en el que multitudes de jóvenes deciden amputarse voluntariamente como una muestra de desarme pacifista y de la nueva filosofía humanista. Otro texto imprescindible, y quizá la distopía más lograda desde el punto de vista literario, es Fahrenheit 451. El bombero Montag, aturdido por la estolidez de las televisiones murales, se dedica a incendiar libros. Un día descubre una hermandad que memoriza los materiales proscritos. Bradbury se sitúa psicológicamente desde la perspectiva de los mefi y recupera un elemento recurrente de muchas distopías: un mundo arcádico donde los valores simples de la convivencia humana vuelvan a imperar. Enfilados hacia la tercera década del siglo XXI, cabe preguntarse por qué el renovado interés por la distopía literaria. Obras seriales dirigidas en teoría a adultos jóvenes, como Los juegos del hambre de Suzanne Collins, Maze Runner de James Dashner o Divergente de Veronica Roth, y sus taquilleras versiones cinematográficas, aportan nuevas pruebas de la generalizada fascinación estética por la entropía destructiva de un mundo que no sólo se parece sino que está siendo el nuestro. El poder se ha ramificado hacia otras formas de totalitarismo, no sólo el Estado nacional sino también la economía global, el capital privado y las empresas transnacionales. La literatura en castellano no ha sido ajena a esta tendencia a recrear el miserabilismo de las peores y más amorales prácticas de control colectivo de la contemporaneidad. A bocajarro (2008), novela de mi autoría, vuelve al tema de la realidad virtual con que los mass media suplantan impunemente los hechos. El Sistema (2016) de Ricardo Menéndez Salmón y Rendición (2017) de Ray Loriga redescubren a los Nosotros y a los Ellos, a la ciudad de cristal de Zamiatin y otros tópicos de los maestros del siglo XX. Quizás aquí se encuentre el meollo de la cuestión: si la distopía, como señala Lyman Tower Sargent, es al fin y al cabo una jeremiada de raíces judeo-cristianas, una desgarradora lamentación de dolor por lo mal que se porta el hombre, por su proceder erróneo que merece un castigo de Dios (o del Líder, del Gran Hermano, del Todopoderoso Vigía de la Corporación), la utopía de la distopía en que se ha instalado nuestra época, ese regodearse en una negrura existencial y tecnológica que sólo amenaza con extender su manto, parece interminable. Por eso el distopista, Jeremías y frustrado profeta literario de la posmodernidad, no encuentra razones para acallar su prédica.

Imagen de portada: Mark Dion, detalle de The Library for the Birds of London, 2018. © Jeff Spicer / PA Wire