La potencia política del miedo
Mariana Enriquez se conecta a nuestra entrevista virtual desde el futuro: en la Ciudad de México es jueves por la tarde y en Launceston, Tasmania, es viernes por la mañana. El cielo está nublado en ambos días y latitudes, lo cual es muy propicio para una entrevista gótica con la autora de la novela Nuestra parte de noche, las crónicas de visitas a cementerios Alguien camina sobre tu tumba y el conjunto de relatos Los peligros de fumar en la cama, entre otros muchos libros inquietantes. Gracias a la editorial Ampersand, tuvimos oportunidad de leer Archipiélago, su más reciente publicación, un libro compuesto por diversas islas que representan el itinerario de su fascinante historia como lectora y que nos orientaron en esta conversación.
Revista de la Universidad de México (RUM): Hemos abusado tanto del término “gótico” que quizá esté perdiendo sentido, sobre todo porque a veces se le usa como un instrumento mercadotécnico. ¿Cómo percibes esta etiqueta adjudicada a tu obra?
Mariana Enriquez (ME): El agrupamiento no me molesta porque lo entiendo en términos estrictamente realistas, periodísticos y editoriales. Es una forma de comunicar y condensar, por parte de las editoriales, que no podría ser, por una cuestión de lógica de comunicación y de mercado, articulada estrictamente desde una sensibilidad literaria. Es decir, se le tiene que poner nombre a las cosas. Lo mismo pasa con la literatura de mujeres: está prohibido decirle “femenina”, se trata de literatura de mujeres que, según quién lo formule, puede ser muchas cosas; puede ser, por ejemplo, gótica, porque, de alguna manera, se igualan ciertos conceptos de este género con la literatura de mujeres.
A mí me gustaría conocer una postura de lectores expertos, llamémosles de algún modo, que no sea exclusivamente académica, dado que ésta puede ser muy compleja y, sobre todo, muy especializada. O sea, la gente que está estudiando a Samanta Schweblin quizá sólo esté analizando Distancia de rescate. O alguien que se concentra en Amparo Dávila puede hablar del gótico en su obra, pero no en la de otros escritores. Es normal, porque la especialización es parte de la academia.
Y como yo no tengo formación académica, sencillamente digo: “Bueno, yo escribo terror”. O sea, voy hacia el común denominador popular. Dentro del terror, el horror (o fear) es el miedo en su sentido más visceral. Y dread —lo que viene siendo el gótico— es esta sensación de que todo está mal y se está descomponiendo; una cuestión atmosférica muy propia del género. En ese sentido, a mí no me molesta pensarme como alguien que escribe dentro de un gótico contemporáneo, porque, si una se basa en la definición más básica del gótico de lengua inglesa, el dread es fundamental. A eso se suman atmósferas y estereotipos actualizados. Hay algunas cosas de las que puedo decir: bueno, esto es folk horror, esto es body horror y esto es body horror gótico, y así se puede volver todo un lío muy complicado.
RUM: Por ejemplo, “Ojos negros”, de Un lugar soleado para gente sombría, ¿sería un dread que también es folk?
ME: Y encima folclor de internet, porque es creepypasta. Los chicos de ojos negros son una leyenda urbana que se popularizó en la web. En el cuento, yo los ubico en esta situación de realismo social. Entonces, puedes llegar a diferentes microdefiniciones. Pero yo lo soluciono diciendo: “escribo terror”. Y de lo que escribí antes, mis dos primeras novelas son realistas y Éste es el mar, para mí, es fantasía.
Kati Horna, Partes de muñeca, de la serie Muñecas del miedo, ca. 1939. © Todas las imágenes son cortesía de la Sucesión Archivo Kati y José Horna. Todos los Derechos Reservados.
Y en lo que terminás es en “Reina del Terror”. Empecé princesa porque era joven, pero ahora ya me gradué. También me dicen la “Dama Gótica”. Pero hay que tomárselo con humor. O sea, no sólo es inútil ir en contra de estas lógicas, sino que hay que aprovecharlas. Hay un interés importante en la literatura de género que no se había visto en muchos años. Y, además, en la literatura de género escrita por mujeres. Incluso entre lo que se escribía tan recientemente como en los noventa, no vas a encontrar, si buscás, escritoras trabajando estos temas. Entonces, creo que es mejor que nos llamen como quieran mientras nosotras nos concentramos en trabajar.
RUM: En Archipiélago escribes que en tu adolescencia estabas obsesionada con Lord Byron. Cuando pensabas en figuras como la suya, ¿intentabas emular su literatura?
ME: Era difícil con los románticos, que fueron contemporáneos de ese gótico primario, pues nos resulta una escritura muy anacrónica, así que no imitaba el estilo, pero sí los temas. Y hay cosas, sobre todo de Byron, que se correspondían mucho con mi imaginario rockero pop de ese momento. Tenía una biografía de Byron con unas traducciones extraordinarias de su poesía. Y este “ genio maldito”, así decía la tapa, tenía un defecto en el pie, una especie de pie diabólico. Y estaba la historia mítica de aquella noche con Mary Shelley y Polidori y toda esa cosa medio orgiástica, como un backstage de rock.
Ahora me pongo a pensar por qué me obsesionaban tanto esos personajes y creo que tenía que ver con que eran hombres andróginos; no eran Hemingway (que me encanta): estos otros tenían características, si querés, entre comillas (porque todo se entrecomilla hoy) femeninas: el encanto, la seducción, la belleza, la preocupación por la moda, la estética, toda una serie de cuestiones que los alejaban de lo heteropatriarcal. Su escritura y los temas que trataban estaban fuera de esos intereses y en esto se asemejan a otra de mis primeras lecturas. Mujica Lainez es gay porque tiene otra apertura; es un escritor barroco que piensa en alquimia, en magia, en linajes familiares, que tiene mucho de gótico, pero muy estetizado, lo mismo que Donoso con la acumulación barroca de joyas, objetos, lo decadente y lo desesperado.
Aún hoy, cuando se piensa en el gótico, lo hacemos en torno a una fantasía oscura romántica, como si fuera algo pensado “para mujeres”. A mí me gusta defender el concepto “para mujeres”, digamos, con temas y estética no heteropatriarcales, inundado de sensibilidad y vinculado a las emociones. Por eso el gótico fue despreciado en su momento; ni a Frankenstein se le concedió la potencia política que tiene, porque el miedo era una emoción que no se permitía, heteropatriarcalmente, sentir.
RUM: Estás en Tasmania, ¿reconoces en la isla la inquietud por el hecho de que hubo un pueblo nativo arrasado? ¿Se siente alguna atmósfera, de algún modo?
ME: Se siente mucho. Primero, porque es una cuestión política muy importante. Cualquier discurso público, incluido un mail oficial que se mande en Australia, tiene que hacer un reconocimiento de los elders, o sea, de los pueblos originarios. Y se dice “reconozco que estoy en territorio ocupado”, etcétera.
Es muy impactante, sobre todo en comparación con nuestras experiencias en Latinoamérica. Paul, mi marido, que es australiano, me decía que cuando era joven, en la universidad, lo políticamente correcto era decir que en Tasmania a los aborígenes se les había exterminado. Hoy no, es como decir que no queda gente. Pero, al mismo tiempo, no conozco un solo blanco que tenga un amigo cercano aborigen o que esté en pareja con alguno. Y, sin embargo, el último número de Vogue presenta a tres modelos aborígenes bellísimas que son como superestrellas. Entonces, es probable que los indígenas australianos vivan mejor que los de algunos otros países, en términos económicos. Pero, socialmente, superficialmente, vos no ves nada más que lo performático, a diferencia de lo que ocurre en Nueva Zelanda, donde claramente hay una integración social.
Subida a la catedral, ca. 1938.
Por otro lado, hay cosas francamente siniestras muy presentes. Fui a Hobart, la capital, y tomé un tour en La Fábrica, una antigua cárcel de mujeres. El lugar es precioso. El señor que te hace el tour es nieto de convictos. Y nos contó que a las mujeres, cuando llegaban, las rapaban para vender el cabello. Y alguien preguntó que a quién se lo vendían. Y el guía dice: “A los que estaban construyendo los primeros edificios de la ciudad, porque el pelo se usaba en la argamasa de las construcciones”. Entonces, vos después caminás esa ciudad pensando: “¿Ese edificio tendrá pelo de las… ?”. Esto lo traigo a cuento como ejemplo de esta presencia constituyente e histórica que está, materialmente, en los muros.
Y Paul me decía: “Pero dónde vayas va a ser así porque es un país que fue una cárcel y donde había una población aborigen a la que se intentó, primero, exterminar y, luego, asimilar de una manera muy brutal”. Y está este Tasmanian gothic, del que yo no sabía nada. A ellos tampoco les gusta la etiqueta, les parece que los hace cheap, digamos.
RUM: Otra veta de afinidad entre tus intereses y el gótico son los cementerios. ¿Qué futuro les ves? Pensando, sobre todo, en que son espacios que van en desuso conforme nuestras costumbres funerarias se transforman.
ME: En un nivel muy básico, está la cuestión estética: no hablo solamente de los cementerios a la europea con sus pequeños o grandes castillos, como la Recoleta, también están los coloridos cementerios latinoamericanos, los de Europa del Este o las fastuosas tumbas de mármol de los narcos o de la mafia rusa. Y, sin embargo, el poder de la muerte en sociedades más o menos occidentales se va retirando; hasta hace poco había ropa y rituales para funerales, como la ropa de alivio del duelo, que era poner en la vestimenta negra un detalle, quizá una flor, blanco. Toda esa estetización ya no existe más: los funerales express son de doce horas (mi padre lo pidió así: “yo no quiero que me vean, quiero estar lo menos posible en un ataúd”).
En cuanto a lo literario, podríamos decir que me interesa mucho el decadentismo. Lo decadente es un proceso que no termina necesariamente en la muerte, pero está marcado por las cosas que mueren. Y el cementerio es eso, porque no es el cuerpo, sino el espacio el que muere: las estatuas que nadie cuida y que se van deteriorando, las puertas que se van cayendo. O sea, hay algo de abandono, porque se usa con poca frecuencia.
En un sentido más político y probablemente traumático, me di cuenta de que a mí los cementerios me daban una sensación de alivio. La mamá de una amiga y compañera de trabajo había desaparecido. Digo “había desaparecido” porque apareció; encontraron los huesos. Fue muy macabro, pero al mismo tiempo ya era supercotidiano. Mi amiga, como todos los familiares de desaparecidos, donó ADN y luego apareció la mamá en una fosa común de un cementerio. La tuvo un año en casa sin saber qué hacer, en una urnita chiquita.
Fue un poco parecido a lo que ocurre en Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, otra gran novela gótica argentina. Hay un momento en que Alejandra, la protagonista, se pregunta qué se hace con una cabeza sin cuerpo. Y es que su tía conservaba un cráneo, porque en el siglo XIX uno de los castigos del gobierno autoritario de Buenos Aires era que un grupo, hoy diríamos un grupo paramilitar, llamado La Mazorca, le cortaba la cabeza a un familiar y te la tiraba, ¿no?, cerca de tu casa, como los narcos ahora. A mi amiga le pasó lo mismo, hasta que se decidió a enterrar la cabeza.
Sin título de la serie Oda a la necrofilia y Paraísos artificiales, 1962.
Para mi generación, este asunto está vinculado a los padres y hay muchas experiencias de orfandad, por eso es muy importante que haya una tumba con un nombre. Es una especie de descanso, por lo que el cementerio es muy atractivo en ese sentido. Te da un poco de miedo, pero también te ofrece la posibilidad de un cierre. Y también por eso producen fascinación. En los países donde hay fosas comunes y se normalizan estos fenómenos, la posibilidad de identificar al muerto y darle un nombre causa un gran alivio. Aunque yo no tenga familiares desaparecidos, sí puedo establecer esta reflexión y su consecuente posición social. Entonces, esos son los muchos sentidos en los que los cementerios me fascinan.
RUM: En tu ensayo “La isla del reino”, de Archipiélago, citas a Stephen King cuando escribe: “La muerte es un misterio y la inhumación un secreto”. ¿Estaría bien pensar Nuestra parte de noche como un proceso literario de inhumación de los terrores que la dictadura despertó en la vida, pero también en la imaginación de los argentinos?
ME: Es un poco más complejo, porque además hubo un proceso, de una parte de la sociedad, de intento de olvido y de ocultamiento. Y entonces, cuando escribís de nuevo acerca del terror de la dictadura, pero a través de una atmósfera que también tiene el terror del folclor y de lo supersticioso, es como una forma de inhumación de todo aquello: no sólo del terror en la vida y en los cuerpos de los desaparecidos y de los asesinados, sino el horror de imaginarlos.
Por otro lado, tiene componentes de novela histórica, pero para mí lo más importante es el tema de la filiación, de la paternidad, si querés. En ese sentido, hay algo profundamente familiar. Es decir, las organizaciones de derechos humanos más importantes llevan en el apelativo “madres”, “abuelas”, “familiares” o “hijos” y siguen buscando a los chicos apropiados, que son muchos. Hasta el día de hoy, las abuelas, que tienen, no sé, noventa años, siguen trabajando para encontrar a los nietos, en una especie de infantilización del asunto porque esos “chicos” ya tienen unos cincuenta años.
En este sentido, había cosas muy siniestras, porque esa apropiación siempre fue algo que se supo. O sea, no era una cosa que estuviera oculta, como otras. No es como esto, que es ya muy conocido, de que arrojaban cuerpos desde los aviones al mar, pero que sólo se supo en los noventa, cuando uno de los militares que participaron en la represión lo confesó en España. Porque en Argentina el pacto de silencio resultó muy importante. Fue muy inteligente de parte de ellos nunca haber quebrado el pacto de silencio, porque eso generó muchas dudas. O sea, si el asesino nunca confiesa dónde está un cuerpo ni te da un dato, esa sensación de misterio también es gótica.
Ahora, a mí me interesa mucho la psicografía, que es poner atención a las marcas que deja el horror en una ciudad. En El Atlético, que estaba cerca de la cancha del Boca Juniors, había un campo de concentración subterráneo enorme; ahí, en el centro de la ciudad. En un momento se cierra, durante la dictadura, y se trasladan a todos los detenidos a otros lugares, porque se estaba construyendo la autopista. Entonces esto es como un sótano clausurado al que le pusieron encima la carretera. Se cancela, a lo Ballard, con una mole de cemento, que simbólicamente está alimentada por los muertos que están debajo. Ahora se hacen excavaciones. Y uno pasa por encima, porque no se puede evitar la autopista, al menos ahí en ese tramo, y ves que están excavando.
Entonces, en Nuestra parte de noche, yo no quería hacer tanto una novela sobre la política en la dictadura sino una donde estuviese todo el tiempo esta sensación de secreto, de marcas. Dado que mi familia no sufrió la violencia en un sentido cercano, lo que me queda de la época es algo profundamente misterioso y tenebroso. Todo el tiempo se decía: “se llevaron a alguien”. Y están estas marcas en la ciudad: lugares clausurados que eran (o no) fábricas, que a su vez podían ser campos de concentración (o no). Traté de capturar más eso que la cuestión política y violenta del terrorismo; quería mostrar esto que son como anillos en el agua de las generaciones y cómo se carga con ello y con el peso de la memoria. Porque en Argentina ha habido, desde hace varios gobiernos, una exhortación a recordar. Y a mí me parece muy bien, pero se volvió una carga muy densa esta rememoración de los detalles: cómo fue esta tortura, los instrumentos, que si los submarinos, las parrillas. En la sociedad comenzamos a apropiarnos del lenguaje de los asesinos. Eso es muy tenebroso. Y después se termina convirtiendo en una especie de narración mítica en la que se cristalizan buenos y malos y que dificulta discusiones políticas más maduras.
Sin título de la serie Oda a la necrofilia y Paraísos artificiales, 1962.
RUM: Siguiendo esta línea de lo familiar político y volviendo a Archipiélago, en “La isla gótica y sureña” planteas que para Faulkner la raza es un tema fundamental, a través del incesto y el miedo a la mezcla. ¿Consideras que hay algo relacionado con esta putrefacción filial o de corrupción en los linajes que también esté presente en el gótico?
ME: Justamente ahora estaba leyendo a una escritora catalana que se llama Mercè Rodoreda, autora de La plaza del diamante. A ella la casaron con su tío, un catalán que se había hecho rico en Argentina. Tuvo un hijo con él y después se separó. Nunca tuvo una relación con el chico; fue una cosa muy traumática y dramática. Pero en su último libro, que es una gran novela gótica —creo que la única novela gótica en catalán—, La muerte y la primavera, todos son consanguíneos. Y crean ciertas reglas en este mundo distópico, como que las embarazadas tienen que estar con los ojos vendados durante todo el embarazo para que el chico no se parezca a su padre. Ella murió hace no tanto, pero escribió la mayor parte de sus libros en el exilio, en los sesenta. Y el incesto está en toda su obra. Es el incesto que ella vivió, pero también tiene que ver un poco con la pureza catalanista.
Creo que todas las purezas, ya sean integristas, reaccionarias o nacionalistas, y no necesariamente de derecha, persiguen este sentido de preservación de una cultura. Hay un terror a la mezcla, que sí es muy importante en el gótico, en el que es central el miedo a un poder que ya no existe. Pensemos, por ejemplo, en los viejos clásicos. Todos los relatos transcurren en abadías, castillos, cementerios, lugares donde se representa un poder que, en general, está en retirada, porque mucho del género se escribe a partir del miedo que generó la Revolución francesa.
Entonces el gótico tiene esto que es muy ambivalente: hay una crítica al poder, pero también fascinación en torno a él, que lo que quiere, básicamente, es impedir el ingreso del otro. Y exponerlo representa una crítica, porque retrata a esos otros como locos y degenerados, pero también resultan absolutamente fascinantes. Es un género profundamente contradictorio porque contiene el misterio de la belleza y el romanticismo de tratar de mantener algo puro, lo que puede leerse como algo muy reaccionario, pero también como una cosa muy disruptiva.
RUM: Tomando en cuenta que muchas ruinas y horrores ya han sido visitados, ¿crees que en el futuro será más difícil escribir sobre el horror o siempre descubriremos nuevas avenidas para encontrarlo?
ME: Hay que reimaginar la ruina del gótico pensando en cuáles son los poderes en retirada. Yo encuentro que las ruinas góticas de hoy son los street malls abandonados, sobre todo de ciudades del primer mundo, donde cada vez hay más y están totalmente vacíos. A veces algunas personas se refugian en ellos y ahí aparecen pintadas misteriosas. Es como este mundo apenas anticipatorio de Ballard. O las ciudades donde vos no ves gente sino sólo autos, y los estacionamientos son lugares siniestros. Cuanto más rica es la ciudad, más se ve. Entonces, creo que hay un montón de cosas para acomodar la mirada y pensar el género un poco desde lo teórico y preguntarse cuáles son esos poderes dominantes en retirada.
Imagen de portada: Kati Horna, sin título, de la serie Muñecas del miedo, ca. 1939.