El niño de Hollywood

Selección

Centroamérica / dossier / Julio de 2023

Juan José Martínez, Óscar Martínez

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En los años setenta, los salvadoreños llegaron en masa al sur de California.

​ No ocurrió como una migración paulatina, uno a uno, familia por familia. Fueron montones tras montones. Los salvadoreños huían, no migraban, y eso se hace así. Con lo poco que podés coger en una noche y sin saber exactamente a dónde llegarás. No era tan importante llegar, sino dejar de estar.

​ Casi ninguno de los miles de salvadoreños que llegaron en el segundo lustro de los años setenta hablaba inglés. Eran pocos los que tenían familia allá. La mayoría se concentró en el sector Pico-Union, donde había apartamentos baratos. Se apretujaron hasta cuatro familias en cajas de fósforos.

​ Muchos de estos migrantes eran chicos muy jóvenes que ya habían conocido la guerra en persona. Los procesos de reclutamiento de El Salvador no tenían que ver con una carta que llegaba a tu casa el día que cumplías la mayoría de edad, como sucedió con los chicos norteamericanos durante la guerra de Vietnam. No. En El Salvador era una cacería. Los camiones del Ejército entraban a los barrios pobres y una jauría de soldados con lazos atrapaban a niños y adolescentes que luego eran rapados, entrenados brevemente y enviados a matar y morir en las montañas.

Leonard Nadel, *Braceros Walking in Field*, 1956. National Museum of American HistoryLeonard Nadel, Braceros Walking in Field, 1956. National Museum of American History

​ En esas montañas vivía la guerrilla. Una guerrilla muy entrenada que también reclutaba niños y adolescentes. Un buen número de estos jóvenes guerreros, luego de ver la muerte de cerca, escaparon hacia California. Una red de recién llegados se fue creando en ese estado. Unos empezaban a atraer a otros. La masa convirtió a California en la tierra prometida.

​ Los Ángeles (LA), la ciudad a la que llegó la mayoría, era todo menos un sitio pacífico donde echar raíces tranquilamente. Otra guerra se libraba ahí, una que casualmente peleaban también los jóvenes.

​ Los chicos salvadoreños que entraron a las escuelas vivieron el infierno.

​ No hablaban inglés y fueron casi todos puestos en clases especiales que pretendían nivelarlos. Pero no era solo el idioma el problema. Probablemente estos chicos podrían armar un M-16 sin dificultad, o diferenciar el sonido de un helicóptero de rescate del de uno de combate en la lejanía y el eco de la montaña. Pero no tenían idea de quién fue Abraham Lincoln ni qué sucedió en el Álamo en 1836. Sabían el secreto de las raíces que podés comer si se terminó tu ración y seguís en combate, pero no sabían nada de una raíz cuadrada.

​ Si las clases ya eran un tormento para los confundidos salvadoreños, los recreos fueron una verdadera pesadilla. Los demás chicos jugaban béisbol, fútbol americano o four corners, juegos que ellos no entendían. Otros —algunos de migraciones anteriores, como los mexicanos— se organizaban en grupos, peleaban y tenían un complicado sistema de símbolos con las manos. Eran miembros de algo hasta ese momento desconocido para los salvadoreños: pandillas. Las había de todo género. La mayoría estaban formadas por mexicanos o descendientes, y sin embargo se agredían todo el tiempo, como una especie extraña de juego serio en donde algunos terminaban muertos. Los baños y los pasillos de las escuelas estaban tatuados con símbolos indescifrables que marcaban la presencia de tal o cual pandilla. La salida de las escuelas, el regreso a casa, era un caos. Debían saber por dónde caminar o podrían pasar por un espacio prohibido y ganarse una paliza. Estos pandilleros vieron en los recién llegados a las víctimas perfectas.

​ Sin duda fue la fuerza del rechazo y de la violencia la que hizo que se juntaran los recién llegados. Caminaban juntos. No entendían LA y la ciudad no los entendía a ellos. Sin embargo, la ciudad guardaba un secreto que los deslumbraría.

​ AC/DC, Slayer, Black Sabbath… Heavy metal. Música fuerte, dura, tan distinta a las rancheras y las baladas que sonaban en los pueblos salvadoreños. Aquellas irreverentes tonadas sonaban en los barrios bajos de los migrantes y, aunque no siempre sus letras, los jóvenes entendían la euforia que se desprendía de los bajos afinados en su más grave expresión. Por fin entendieron algo dentro del gran caos que para ellos significó Estados Unidos. En esos decibeles frenéticos y oscuros del heavy metal encontraron una forma de desahogo. Entendieron, al fin, uno de los lenguajes que la ciudad hablaba.

​ Todo vale madres cuando frente a un escenario o a un radio viejo, en un callejón de Pico-Union, te podés entregar a la pasión y reventarte en un torbellino de patadas y pescozones. El movimiento metalero, sobre todo ese con letras oscuras, con narrativas satanistas, fue arrasador entre la comunidad de salvadoreños jóvenes. Por fin empezaron a identificarse con algo. Los pelos largos, las cadenas de metal, las botas negras se volvieron signos de identificación.

​ Para 1979 entre los salvadoreños se había consolidado una gran cantidad de grupos que giraban en torno al heavy metal y el satanismo. Se les conocía como “stoners”. En realidad era todo un movimiento. Muchos grupos se hacían llamar “stoners”.

​ Los salvadoreños, para diferenciarse de una vez por todas de cualquier otro grupo, confeccionaron un nombre: La Mara Salvatrucha Stoner o MSS.

Rastro de sangre tras el asesinato de un policía a manos de miembros de la Mara Salvatrucha en el barrio de Soyapango. San Salvador, El Salvador, 2017. Fotografía de ©Heriberto Paredes. Cortesía del artistaRastro de sangre tras el asesinato de un policía a manos de miembros de la Mara Salvatrucha en el barrio de Soyapango. San Salvador, El Salvador, 2017. Fotografía de ©Heriberto Paredes. Cortesía del artista

​ El nombre nos remite de nuevo a la gran farándula. En los sesenta llegó a Centroamérica una película llamada Cuando ruge la marabunta (Byron Haskin, 1954). El film lo protagonizó Charlton Heston. Es la adaptación de un cuento del alemán Carl Stephenson, escrito en 1938. La historia trata sobre un hacendado cuyo patrimonio en el Amazonas es devorado por millones de hormigas furiosas. El éxito de la película fue grande y caló hondo en una sociedad salvadoreña en extremo provinciana, en donde estas pequeñas ventanas al verdadero Occidente marcaban época. Caló tan fuerte que creó lenguaje. El salvadoreñismo “majada”, que hacía referencia coloquial a cualquier grupo de personas, fue sustituido por “marabunta” o solamente por “la mara”. Al principio, no tenía ninguna connotación criminal. El apellido “salvatrucha” fue un gentilicio acuñado para los salvadoreños en 1855, durante la guerra de los centroamericanos contra los filibusteros del estadounidense William Walker.

​ La Mara Salvatrucha Stoner era todo menos un grupo organizado.

​ Se trataba de pequeñas células autónomas, con algún grado muy bajo de relación entre sí. Pero, a diferencia de los demás grupos juveniles stoner, nunca fueron inocentes. Se volvieron fanáticos de las letras satanistas de los grupos de heavy y black metal. El juego adolescente fue tomado en serio. Se reunían en cementerios para tener sus pactos con La Bestia. En esos años de finales de los setenta, no era descabellado encontrar a los mareros stoner partiendo gatos, haciendo pactos de sangre e invocando a Satanás sobre las tumbas de los cementerios públicos de la zona de Pico-Union.

​ En estos primeros años nació la idea de La Bestia. Al principio, provino de algunos títulos del heavy metal, como “The Number of the Beast” de Iron Maiden, y estaba ligada al fanatismo musical. Pero luego aquello se volvió polisémico, significó mucho más. La Bestia pasó a ser para los primeros mareros sinónimo de la pandilla misma, pero también era donde habitaban los pandilleros caídos en combate y aquellos que eran asesinados por la pandilla. Como el Valhalla de los antiguos vikingos, La Bestia es una especie de morada para almas guerreras. Y, como el Huitzilopochtli de los mexicas, es un ente que pide sangre.

​ Los tiempos en que los refugiados salvadoreños padecían a las pandillas mexicanas o chicanas en las escuelas empezaban a difuminarse. Los miembros de la MSS se convertían en matones y esperaban ansiosos las provocaciones. La unión los hizo fuertes.


***

La Mara Salvatrucha 13 contó, en los primeros años de los ochenta, con padrinos. Dos padrinos rudos. A la distancia de la historia todo parece inverosímil, extraño. Estos padrinos no saben que lo fueron y se asombrarían ahora mismo de ver el monstruo que formaron. El primero se llamó Ronald Wilson Reagan. El segundo, 18th Street Gang o Barrio 18.

​ En 1981, tras un año de desatada la guerra salvadoreña, llegó Ronald Reagan a la presidencia de Estados Unidos. Era un exguapetón de Hollywood que se hizo famoso en su juventud por romper corazones y lidiar con violentos vaqueros en el cine dramático de los años treinta y cuarenta de la Warner Bros. Creció en Los Ángeles y fue gobernador del frondoso y rico estado de California. Se esperaba fuerza en su periodo presidencial. Su antecesor, el demócrata Jimmy Carter, fue acusado de tener una política exterior muy floja con respecto al avance del comunismo en América Latina. Así que Reagan planeaba comportarse como su personaje George Custer en Santa Fe Trail (Michael Curtiz, 1940), barriendo la escoria que amenazaba el estilo de vida del norteamericano común, tanto fuera como dentro de las fronteras del país. Con Centroamérica fue especial. Llenó de armas y asesoría militar al general Efraín Ríos Montt, el dictador guatemalteco acusado de decenas de masacres a indígenas. En El Salvador, a pesar del magnicidio de Monseñor Romero (el 24 de marzo de 1980), apoyó el régimen militar enviando armamento y financiando la creación de los cinco batallones élite que pelearían contra la guerrilla. Fue como lanzarle un cigarro a una bola de heno seco. Apocalipsis. La guerra llegó a una intensidad tal en El Salvador que terminó expulsando a miles hacia fuera. La mayoría huyó hacia Los Ángeles, California, a incrementar la masa humana de salvadoreños que ya había salido del país en el último lustro de los setenta, cuando la guerra estaba en el horizonte próximo.

​ Carne nueva y agresiva para engordar a la Mara Salvatrucha, La Bestia.

​ Esta masa de nuevos refugiados y desertores se topó con el segundo pilar de la presidencia de Reagan en su política interior: “las drogas son el enemigo número uno”, solía repetir en sus discursos. Esto tomaría más fuerza en California, donde gobernó durante cinco años.

Chalatenango, El Salvador, 2007. Fotografía de Moises Saman. FlickrChalatenango, El Salvador, 2007. Fotografía de Moises Saman. Flickr

​ Para 1982 las bandas y pandillas latinas dedicadas al narcomenudeo fueron perseguidas como prioridad. De remate, se avecinaban los Juegos Olímpicos de 1984 en Los Ángeles, una oportunidad más para lucirse en esa disputa velada entre las dos grandes potencias mundiales de la Guerra Fría. Las calles debían estar limpias de escoria, y la escoria debería permanecer en los penales.

​ Cientos de líderes pandilleros fueron apresados. Pandillas enteras fueron desarticuladas. El ecosistema complejo de las grandes fieras pandilleras se vio trastocado por la nueva política estatal. La Mara Salvatrucha Stoner, los roqueros que se hacían pandilla, aprovechó este hueco. Reagan les abrió un espacio. Por un lado, abrió un flujo constante de miembros, cada vez más fieros y adiestrados, que llegaba desde El Salvador; por el otro, les apartó enemigos más poderosos de las calles. Con un padrino tan dadivoso, crecer fue cuestión de tiempo para La Bestia.

​ Pero los mareros de la MSS aún eran muy salvajes. Si bien habían entendido el soundtrack, aun no entendían la trama y el argumento de la ciudad.

​ Eran una hueste sin ley. Tomaban lo que querían, caminaban cruzando territorio enemigo, confiando en los machetes y las hachas que llevaban debajo de los pantalones abultados. Desafiaban a quien fuera. Cada cierto tiempo llegaba huyendo de El Salvador algún joven desertor, de la guerrilla o el Ejército, y era recibido con alegría, como un héroe. Estos les enseñaban formas nuevas de pelear, de emboscar a los enemigos. Conocieron de estrategia y eran rudos como pocos hombres en el mundo, como ningún pandillero chicano podía serlo en aquellos años. El entrenamiento contrainsurgente que Reagan patrocinó a las fuerzas militares de El Salvador terminó enriqueciendo las habilidades de la MSS.

​ Pero seguían sin entender la ciudad. La complejísima guerra que libraban los chicanos o mexicoamericanos entre sí era un misterio no revelado para los mareros. Hasta cierto punto, era comprensible la lucha contra las pandillas de negros, las prodigiosas confederaciones pandilleriles Bloods y Crips. Los mareros entendían por qué los chicanos peleaban con los negros. Eran diferentes, y esa era una razón suficiente en la fiesta de la violencia. Entendían por qué ellos, centroamericanos llegados a un territorio ya conquistado, eran repelidos por los chicanos, pero no comprendían por qué estos se machacaban entre sí, para luego unirse, separarse y volver a unirse en un frenesí de alianzas y enfrentamientos de apariencia caótica. Igual que el béisbol y el intrincado four corners, este juego era un profundo secreto que la ciudad aún se negaba a revelarles. Eran todavía lo que está entre una pandilla californiana y un grupo de amigos violentos.

​ En su obra, el antropólogo Abner Cohen retoma un proverbio de campesinos árabes para explicar el sistema de alianzas y agresiones, resumió todo en una frase que bien puede aplicarse para entender el sistema de las pandillas hispanas de un siglo después: “Yo contra mi hermano; mi hermano y yo contra mi primo; mi primo, mi hermano y yo contra el extraño”.


***

A los mareros de la Mara Salvatrucha Stoner los conflictos con otras party gangs y pequeños grupos cuasi pandilleros les empezaron a quedar pequeños. Estaban pasando a otras ligas. En una zona del este de LA, una pandilla llamada La Raza Loca quiso hacer frente a esos chicos de pelo largo y ropas negras que llegaron en manada al vecindario. Fue un error. Los que salvaron la vida fueron los que huyeron. En otra parte, cerca del Valle de San Fernando, una pandilla completa fue emboscada dentro de una fábrica abandonada. Los emeese (MS) usaron una técnica propia de los batallones contrainsurgentes creados por Reagan. Los mareros los apalearon toda la noche, y luego los obligaron a incorporárseles. Los mareros de la zona de Lafayette se llevaron a algunos; los de la zona de Veranda, a otros; los de Leeward, también; y no se quedaron atrás en la garduña humana los mareros del boulevard Hollywood. Todas estas células querían engordar sus filas para ser más fuertes dentro del esquema sureño. Para ganar más batallas había que tener más soldados.

​ Poco a poco, los mareros fueron entrando a los penales californianos. Ahí se dieron cuenta de que, si bien en la calle eran muy bravos, en la cárcel eso no importaba. No tenían alianzas firmes con ninguna pandilla sureña, a excepción de lo que quedaba de la amistad con el Barrio 18, y no se habían incorporado formalmente al sur. O sea, no tenían protección de la Mexican Mafia. Tuvieron que soportar las vejaciones de otras pandillas sureñas, y pelearon solos, perdiendo casi siempre, contra las pandillas negras en los pasillos, patios y yardas de todo el sistema penitenciario de California, aunque ahora les cueste admitirlo.

​ Sin más remedio, fueron aceptando el número 13 al final de su nombre,1 y poco a poco olvidando su pasado como roqueros satánicos. Para 1983 la pandilla estaba de lleno en el sistema sur, con el ahora celebérrimo nombre de Mara Salvatrucha 13. La MS-13, en la práctica, ya se comportaba como una pandilla sureña, a pesar de que fue oficialmente nombrada como pandilla sureña hasta una década después.

​ —Los que salían de la cárcel ya no venían como nosotros —dice un veterano de esos años—. Ya ellos no venían con el pelo largo y de negro. Venían saliendo ya “cholos”, cabezas rapadas, pantalones flojos y camisas blancas de centro, aretes, ya con tatuajes de cárcel. Otra cosa, pues. Ellos ya no escuchaban black o death metal. Ya era una cosa más así, chicana, cholos, sureños, pues.

​ Pero en la Mara Salvatrucha las cosas se cierran con sangre. El pasado extrañamente romántico de la MSS, sacando cuerpos de los cementerios, robando lápidas al son del furioso heavy metal, debía quedar sepultado.

​ A finales de 1985 en un callejón entre la Calle Seis y la avenida Virgil, unos hommies de la pandilla Craizy Riders 13 machacaron a batazos a un emeese. El chico, como un resabio del reciente pasado stoner que tanto furor causó entre los salvadoreños, llevaba un nombre oscuro: el Black Sabbath. Murió en el hospital, ante los ojos llorosos de sus homeboys. Fue el primer hommie que tuvieron que llorar. Con esto pagaron su cuota de entrada, su cuota de sangre. Los stoner habían muerto, y la Mara Salvatrucha 13 entraba sangrando al sistema sureño. Ahora ya tenían un muerto que vengar, una moneda con la cual jugar el juego sureño.

*Ver, oír y callar*, la principal ley de la pandilla Mara Salvatrucha en los territorios que controla en Centroamérica. San Salvador, El Salvador, 2017. Fotografía de ©Heriberto Paredes. Cortesía del artistaVer, oír y callar, la principal ley de la pandilla Mara Salvatrucha en los territorios que controla en Centroamérica. San Salvador, El Salvador, 2017. Fotografía de ©Heriberto Paredes. Cortesía del artista

​ Estos relatos los cuentan hombres y mujeres que los vivieron en carne propia. En su mayoría ya no están ligados a la pandilla más que por un lazo emotivo o a través de viejas amistades. Cuentan parte de su vida en cafés populosos del centro de San Salvador o entre llantos y cervezas en una barra show en Dallas, Texas. Ya no son miembros de la Mara Salvatrucha 13, pero lo fueron, y cuando hablan de ella lo hacen como quien habla de su familia, con respeto. Algunos son maestros en escuelas primarias, otros son plomeros, hay quienes se dedican a predicar las virtudes de Dios desde sus iglesias pentecostales en los barrios olvidados de San Salvador o Ciudad de Guatemala. Solo piden que, a cambio de revelar sus secretos, no se revele el de ellos. Sus nombres no se dirán nunca en estas páginas.

Óscar Martínez y Juan José Martínez. El Niño de Hollywood. Cómo Estados Unidos y El Salvador moldearon a un sicario de la Mara Salvatrucha 13, Random House, CDMX, 2018, pp. 18-58. Se reproduce con el permiso de los autores.

Imagen de portada: Ver, oír y callar, la principal ley de la pandilla Mara Salvatrucha en los territorios que controla en Centroamérica. San Salvador, El Salvador, 2017. Fotografía de ©Heriberto Paredes. Cortesía del artista

  1. Lo del 13 resulta del concilio todopoderoso de la Mexican Mafia. La M es la decimotercera letra del abecedario. Por tanto, las pandillas hispanas usan el número 13 en sus nombres, señalando que son parte del sistema sur.