Yo maté a un perro en Rumanía, de Claudia Ulloa Donoso

El entumecimiento interior

Populismos / crítica / Diciembre de 2022

Ghada Martínez

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Una profesora latinoamericana de idiomas vive en Noruega y está atravesando un duelo que la ha llevado al límite de una depresión incapacitante. Ante este periodo de renuncia a sí misma, Mihai (un amigo suyo) la convence de irse de viaje con él a Rumanía, su tierra natal. Entre carreteras oscuras, ciudades doradas, letreros de neón, edificios como bloques de cemento desaliñados, personas desconocidas y pueblos lejanos, la mujer y su amigo se encuentran y desencuentran constantemente. Al final, en las entrañas de un país ajeno, ella recoge a un perro y descubre una lucidez que no había sentido antes. Esto resume lo que ocurre en Yo maté a un perro en Rumanía (2022), primera novela de la escritora peruana Claudia Ulloa Donoso. Y aunque la anécdota principal se escribe en unas cuantas líneas, el increíble debut novelesco de la autora es una obra bastante peculiar e impredecible, bellísima en su singular ambigüedad. Una historia llena de pequeños mundos herméticos a los que solo podemos asomarnos.

Yo maté a un perro en Rumanía comienza con un extraño prólogo narrado por un perro muerto. Sí, un perro muerto que habla sobre la muerte y el lenguaje, y cuenta cómo, al morir, los animales recuperan la capacidad de hablar en el Más Allá, al contrario que los humanos, que con el último aliento pierden las palabras para siempre. Después empieza el relato.

Tadeusz Makowski, *Cabeza de perro*, 1932 Tadeusz Makowski, Cabeza de perro, 1932

​ La profesora, que no tiene nombre, ahoga su depresión en alcohol y clonazepam. Su departamento es una madriguera de la que se niega a salir. Mihai, su amigo y exalumno noruego, intenta todo para ayudarla, incluso la invita a Rumanía para que lo acompañe a arreglar los pendientes que tiene tras el aniversario de la muerte de su padre. Ella acepta y ambos vuelan a Bucarest para luego emprender un roadtrip hasta Goşmani, el pueblo en el que nació Mihai, quien durante el viaje se hace llamar por su segundo nombre, Ovidiu. Conforme navegan carreteras como “serpientes negras”, la prosa se vuelve cada vez más letárgica, tortuosa por momentos. La narración en primera persona está sumida, al igual que la protagonista, en un sopor de narcóticos y cerveza únicamente interrumpido por los regaños de Ovidiu, breves interacciones con sus familiares rumanos y algunas descripciones minuciosas como destellos de sobriedad. ​ Bucarest, Constanza, Mangalia, Bacău y Goșmani son algunos de los paisajes que recorren y en los cuales conoce a los familiares de Ovidiu: Andrei, su padrino; Viorica y Bogdan, su tía y su primo; Petrus, su hermano y Giorgeta, su prometida. La profesora se sumerge entonces en una cultura totalmente desconocida, experimenta “un alejamiento de [su] idioma propio y una colisión con el ajeno”. Cada objeto está vivo y es un descubrimiento, cada interacción con los familiares de Ovidiu es un mapa de presentimientos, asunciones y frases rotas que la llevan a entenderse con ellos de una forma inesperada. Ovidiu observa sorprendido cómo ha logrado camuflarse con su familia y su entorno a pesar de no poder intercambiar ni una frase completa con ellos. Con el pasar de los días, la tensión entre la pareja aumenta: una mezcla de deseo, rabia e indiferencia. A partir de la mitad del libro, la perspectiva de ella comienza a alternarse con pasajes narrados por Ovidiu. El cambio es abrupto y sorprendente, no solo por la disrupción del ritmo hasta entonces pausado y constante de la novela, sino porque los matices de la nueva voz se despliegan tan orgánicamente que de inmediato se percibe el carácter de este personaje y el marcado contraste entre su percepción y la de su amiga. El lector se adentra en el monólogo atropellado del hombre, conocemos sus motivaciones, prejuicios y, sobre todo, vemos a la profesora de idiomas desde otro ángulo. ​ Es difícil decir exactamente de qué trata Yo maté a un perro en Rumanía porque habla del todo, de la nada, de lo que se puede decir y lo que no. No obstante, el siguiente fragmento resulta bastante esclarecedor y logra capturar la esencia de la novela:

Puntos en el infinito. La carretera oscura. Una recta. Casas, ciudades, países. Segmentos. Tú, yo, mi perro. Más puntos. Dos planos paralelos. Los vivos y los muertos. Triángulos y círculos. Pasado y futuro en un eje. La cama y el ataúd, un cruce de dos rectángulos. Cinco cuadrados. Mosaicos de Trajano. Una cruz. Aviones y camposantos. Caballos.

Esta obra de Claudia Ulloa Donoso, además de plantear las imposibilidades del lenguaje, es un constante presentir las formas en la oscuridad, pura contención. La historia transcurre en un territorio extranjero para la protagonista. Ella no habla rumano, nunca nombra su dolor o el motivo de su duelo, e incluso en algún momento de la narración llega a perder el habla como consecuencia de su entumecimiento interior. Tampoco logra entenderse con Ovidiu, quien ahora es un extraño gruñón que todo el tiempo le reclama su adicción a los sedantes y su depresión. El discurso le huye, hay un desajuste entre su realidad y el lenguaje que conoce, no sabe explicarse porque no hay palabras para hacerlo. Pero conforme avanza el viaje, descubre —a través de pequeñas revelaciones— una forma diferente de expresar, un lenguaje misterioso que todos llevamos dentro, un entendimiento compartido e inexplicable. Se hace amiga de Viorica, cocinan juntas y conversan en un italiano roto. Habla con Bogdan por mensaje e intercambian emojis. Se deja trenzar el cabello por Giorgeta, quien se vuelve su cómplice desde el inicio. El perrito que conoce en Goşmani se vuelve suyo desde el momento en el que lo ve y lo lleva a todos lados como una reconfortante “bolsa de agua caliente” sobre el vientre. Cuida a la abuela de su amigo y llora con ella durante la ceremonia mortuoria. Y con Ovidiu, finalmente, logra acortar la distancia mediante el lenguaje sexual: “aspiraba el aire que él espiraba en sus palabras en rumano. El gemido se volvió código. Adquirió entonación y significado […] el aire que se volvió palabra y fue luz”. Tras un viaje a oscuras y el descenso a la muerte, al mutismo, la profesora despierta y se da cuenta de que “el silencio solo existía en el corazón de [su] perro”. Y volvemos al principio, al perro que habla, cuya muerte tiene una constelación de significados e implicaciones que se ramifican por doquier y que, al inicio, son inimaginables para el lector. La obra de Ulloa Donoso es un libro complejo y hasta insólito, donde el lector puede entretenerse horas descifrando las metáforas y las bifurcaciones del sentido en cada página. Es una novela cuya riqueza de gestos, imágenes, sentidos, ritmos y matices deja entrever abismos insalvables. Es una valiente exploración, un viaje a oscuras que, sin embargo, permite vislumbrar revelaciones sobrecogedoras, y que con su hermetismo insinúa la posibilidad de un entendimiento primigenio para el que no existen palabras.

Almadía, CDMX, 2022

Imagen de portada: Tadeusz Makowski, Cabeza de perro, 1932