Identidad nacional

Lo sagrado y lo profano

Identidad / dossier / Septiembre de 2017

Carlos Monsiváis

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A Felipe Campuzano

Ante la Identidad, las respuestas varían. La gran mayoría no suele discutir el tema, aceptando ser lo que son, mexicanos, con virtudes sujetas a comprobación y defectos susceptibles de ensalzamiento. Y las minorías políticas han uniformado sus respuestas. Así por ejemplo, la derecha se pasma. Desde el siglo XIX, lo básico, para la mentalidad derechista, no ha sido la Nación sino aquello que contiene y permite a la Nación: la Familia, último guardián de los valores morales y eclesiásticos. Y de la Familia se desprende la Empresa, el culto al esfuerzo individual que prolonga el sentido de lo familiar en el horizonte de las transacciones. Y debido a este predominio de la Familia sobre la Nación, a un gran sector de la derecha empresarial se le facilita el canje de intereses (lo que desde fuera se llama “desnacionalización”), porque —según dicen o según demuestran— la lealtad a “lo nacional” los sujeta a realidades y modos de vida que empobrecen. Su lógica es elemental: ¿cómo ser contemporáneos de los modernos de Europa y Norteamérica, si nos atenemos a los prejuicios de lo nacional, que aleja del gozo adquisitivo de lo internacional? A su vez, la izquierda nacionalista, que en el sentido cultural es más fuerte de lo que se admite, ensalza la visión optimista de la “Identidad Nacional”, porque la necesita para su proyecto: resistir hasta lo último el arrasamiento imperialista de valores y materias primas. Según la industria cultural, la Identidad es el catálogo donde se inscriben lujos emocionales, pasiones sublimadas por la fatalidad, alianzas entre raza y destino trágico o cómico, gusto por la muerte, machismo, irresponsabilidad, sentido totalizador de la Fiesta. Sin aferrarse al purismo, esta industria comercializa la experiencia colectiva hasta desdibujarse, y luego de breves resistencias llama Identidad al sincretismo. Así se da, en las fiestas de noviembre, la interacción del Hallo­ween y el Día de Muertos, que en verdad no convoca a ultraje alguno, porque más mexicano que este Halloween superanaranjado y baratero, ni Tlaquepaque.

Monsivais1 Lorena Herrera Rashid, Aparición, 2017

Nación es la frontera con Guatemala

Durante un periodo (1940-1970), la cuestión nacional se difumina o pasa a segundo plano, inscrita en la publicidad del Estado. En el horizonte histórico prevaleciente, el de la Revolución mexicana, lo nacional —territorio, lenguaje, nivel educativo, tradiciones, derrotas y conquistas, creencias, costumbres, religión— es el sistema de comunicación y de cohesión interna de las mayorías, que habitan psicológicamente en esa “zona abierta”. Lo nacional es fruto de la Historia, de la vida popular, del pregonado millón de muertos de la lucha armada, y es el círculo de la seguridad, la compensación que transmuta los valores centrales en dispositivos de la vida cotidiana. La atmósfera de las vaguedades, el reino de las atribuciones. Según el gobierno, la “Identidad Nacional” es la esencia dócil, el espíritu popular que anida en todas las clases sociales (de acuerdo con este criterio, la burguesía, por me­xicana, también es popular a su modo), el via crucis histórico que culmina en la obediencia a las instituciones. Ante esto, se agolpan las preguntas: ¿de qué modo se aplica la identidad, que debe ser fijeza, a los requerimientos del cambio permanente? ¿Cuál es el meollo de la “Identidad”: la historia patria, la Constitución de la República, las leyes, la religión, el sentido de pertenencia a la nación, la lengua, las tradiciones regionales, los hábitos sexuales, las costumbres utópicas, los usos gastronómicos? ¿Cuál es la “Identidad Nacional” de los indígenas? ¿Pueden ser lo mismo la “Identidad” de los empresarios y la de los campesinos? ¿Hay Identidad o hay identidades? ¿Cómo intervienen en el concepto las clases sociales y los elementos étnicos? ¿Hasta qué punto es verdadera la “Identidad” que promulgan los mass-media? Si la “Identidad” es un producto histórico, ¿incluye también las derrotas, los sentimientos de cabal insuficiencia, las frustraciones? ¿Hay una Identidad negativa y otra positiva? Ante la acumulación de interrogantes, algunas hipótesis:

Al fundirse crecientemente con la cultura urbana, la “Identidad Nacional” ya no es el corpus de tradiciones, sino la manera en que el instinto colectivo mezcla mitos y hechos de la historia y del día de hoy, computadoras y cultura oral, televisión y corridos. Todo con tal de orientarse animadamente en una realidad —la de la globalización— que, de otro modo, sería todavía más incomprensible. Y la “Identidad Nacional” es el dispositivo de unificación de los elementos irreductibles (Estado, proceso educativo, tradiciones, cultura) y sus versiones diversas y opuestas en barrios, vecindades, colonias residenciales, condominios, unidades habitacionales de burócratas, co­lonias populares, ciudades medias, rancherías, poblados indígenas, zonas fronterizas. Mé­xico es un país más monolítico y más plural de lo que se ha creído, y de continuo las creencias y las tradiciones modifican su función y la afirman. Un ejemplo entre miles: las unidades habitacionales obreras, concebidas de acuerdo al gusto decorativo y funcionalista de clases medias, en pocas semanas se convierten en algo distinto, que recuerda los orígenes rurales y subraya los hábitos de la promiscuidad (no el vocablo moralista, sino el despliegue de los gustos que genera la concentración demográfica). Otros ejemplos: la religiosidad popular, que es igualmente intensa tratándose del fervor guadalupano o del culto pentecostal (la minoría creciente en el país), y el habla que se americaniza para mejor mexicanizarse. Ante el triunfo, al parecer irresistible, del libre mercado (la suficiencia de los pocos y la insuficiencia del resto), se pone al día un nacionalismo que fue hace un siglo humilde petición de ingreso al “Concierto de las Naciones” y que, en su versión literaria o en su apariencia Metepec, Olinalá, Tlaquepaque y anexas, fue gran técnica de restauración psicológica y cultural, el freno a las tendencias aislacionistas.

En esta esquina, la nación. En aquella esquina, los parias

En el siglo XIX, ¿a qué “Identidad” colectiva podían aspirar artesanos, obreros, sirvientes, soldados, mendigos, prostitutas, niños abandonados, amas de casa sin casa alguna a la disposición? Para localizar su sitio en el México independiente recurrieron a trucos y artimañas; para avenirse con su destino económico se dejaron apaciguar por sus creencias; para asimilar el proceso secularizador lo adaptaron al hacinamiento y el cúmulo de supersticiones; para resistir al moralismo de las clases dominantes, ignoraron sus técnicas de hipocresía. Una cosa por la otra: la Nación (las élites que la monopolizaban) no aceptó a los parias y ellos la hicieron suya a trasmano; la Nación jamás les solicitó su punto de vista, y ellos apenas si se enteraron de lo que a la cúpula le apasionaba. La “Identidad” fue, en el caso de las de masas, lo conseguido gracias a la imitación, la religiosidad, el idioma, la convivencia forzada y la reproducción fiel (hasta donde esto era posible, nunca demasiado) de las costumbres atribuidas a las élites. Cambiaban los gobernantes, y persistía el entusiasmo por lo esencial, no tanto lo propuesto por el Estado y santificado o maldecido por la Iglesia católica, sino por aquello que (propuestas del Estado, bendiciones y excomuniones del clero, realidades, ilusiones, abstracciones, constancias do­lorosas, fantasmagorías) la palabra mexicano, el gentilicio del cual ufanarse, contiene las designaciones más bien peyorativas a las que se debe exorcizar con el relajo. El populacho se adueñó del término mexicano y lo usó como primera vestimenta, y lo inscribió en el territorio encuadrado por el desmadre y el acatamiento. Y la condición de mexicanos, habitantes de un mundo nuevo, animó al pueblo en el siglo XIX en su clamoreo, dirigido indistintamente a Santa Anna, Gómez Farías, Miramón, Juárez, Maximilia­no, Porfirio Díaz. A la gleba, las polémicas entre liberales y conservadores no le concernía, y las ideologías le eran extrañas e impuestas, pero las imágenes del poder le resul­taron entrañables. De todo se dudaba, menos de la fuerza del hombre al mando (el que fuera), el poseedor del rostro altamente individual de la nación.

La mujer: la nación fuera de México

Una diferencia no muy advertida en la historia cultural. Si la “Identidad Nacional” varía según las clases sociales, también y muy profundamente, según los sexos. La Nación enseñada a los hombres ha sido muy distinta a la mostrada e impuesta a las mujeres. Esto explica la invisibilidad social femenina que dura casi hasta nuestros días y, también, la hegemonía del clero sobre las mujeres, que adoptaron a la religiosidad como la única nación a la que en verdad pertenecían, y ejercieron su “ciudadanía” acomodando sus Virtudes Públicas y Privadas (abnegación, entrega, sacrificio, resignación, pasividad, lealtad extrema) a las exigencias de sus hombres o sus “padres espirituales”. En la nación y en las ciudades de las mujeres, todo se vislumbraba desde el segundo o tercer plano. Desde la década de los cincuenta, la cultura urbana ha sido la sucesión de reacciones (azoro, frustración, elogio rendido, adaptabilidad) frente a la opresión industrial, la demasiada confianza o la falta de fe en el futuro, las transformaciones tecnológicas. Y las mujeres debieron plegarse a las decisiones del patriarcado, entender como aplastamientos la industrialización y la tecnología, resentir a distancia los impactos del cambio. Contra las mujeres se acentúan la represión y la violencia urbanas, y lo nacional es aún más injusto y discriminatorio.

Monsivais2 Lorena Herrera Rashid, Papaya, 2017

La acumulación y la síntesis

En la versión dominante, la “Identidad” se localiza en el idioma (hablado de modos muy diversos), la religión (que sólo admitió el plural, “las religiones”, hace muy poco), la idea monolítica del país (que devela su condición plural hace relativamente poco tiempo), y las diferencias entre Centro (el monopolio del poder) y Provincia (el monopolio de todo lo demás). A la provincia, por ejemplo, solía definírsele (identificársele) por la suma de rasgos descriptivos: el tejido casual y firme de un poema de López Velarde, el repertorio melódico y refranero de lo campirano, los platillos típicos, el respeto a la férula sacrosanta del padre de familia o del confesionario, la sinceridad y la timidez, las artesanías que daban fe de la creatividad instintiva y los mínimos espacios de libertad arrancados a caciques, curas y Fuerzas Vivas. En la Ciudad de México, a la “Identidad” la describían y la describen, más literaria que conceptualmente, el miedo y el odio a la autoridad que el relajo enmascara, las redistribuciones del orden dentro de esa sucursal del caos que es el desmadre, el apoyo de la demografía a la conducta libre o espontánea, la reducción de los procesos históricos al horizonte del presidencialismo, la idea de política como la maldición mudable y eterna que nos somete a la corrupción para salvarnos periódicamente de la represión. Y “provincianos” y capitalinos se han identificado (y han creído identificarse) con el amor a los símbolos y con el nacionalismo que es memoria comunitaria y relación desigual y recelosa con el progreso. El sentimiento de “Mexicanidad” es la diferencia específica que carece de género próximo. Esto persiste y esto se modifica a partir de los años setenta. Se mantienen procedimientos y gusto comunales, pero la explosión demo­gráfica, el desempleo, la represión policiaca, la americanización, la respuesta a la americanización, etcétera, deshacen y rehacen cada día la “Identidad” mítica. En el universo donde toda sensación corresponde a un producto (la amistad cordial es don de Pepsi, el olor de la sensualidad está tasado por olfatos clasistas, la modernidad requiere de cabello rubio y ojos azules, a lo ancestral lo delata el color moreno), la mayoría y por causas fácilmente comprensibles, se atiene todavía al nacionalismo —más en el estilo que en los contenidos— en donde halla las certidumbres que son respiraderos psicológicos, y las claves de la continuidad en la sobrevivencia. El nacionalismo: la idea (la sensación) (la síntesis de juicios y prejuicios) que no evita problemas y desánimos, pero sostiene, pese a todo, el espíritu de pertenencia. El nacionalismo: el razonamiento implícito de la mayoría:

Somos mexicanos y, por ende, sabemos de nuestras limitaciones, que la policía, el modo de vida apretujado y el nivel salarial refrendan, las aceptamos con desencanto que ocasionalmente remata en orgullo y las aderezamos con algunas virtudes.

El nacionalismo: la estrategia para no desintegrarse en la indefensión. El nacionalismo: el suministro de estímulos reales y publicitarios que matiza el proceso forzado y voluntario de internacionalización en el país. En las grandes ciudades, la “Identidad Nacional” es, para sus cuentahabientes, lo cercano y lo inevitable: la familia, las pasiones deportivas (el futbol, la Patria Chica por excelencia), las devociones efímeras o permanentes del espectáculo, las vivencias de grupo, de banda, de barrio, de actitud religiosa, de protesta política. En este ámbito, lo nacional no es lo enfrentado a lo internacional, sino lo que, en principio, se deja apresar en actos de resistencia o en fórmulas sentimentales y, también, y de modo primordial, lo que no pone trabas en admisión. ¿Es posible precisar en México las fronteras entre lo moderno y lo premoderno? En el sentido de la apropiación psíquica, somos los transistores, los champús y los desodorantes, porque antes éramos la carencia de transistores, champús y desodorantes. (La “Identidad”, entre otras cosas, es el flujo continuo entre la esperanza y la desesperanza). En cierto sentido, “nacionalizar” la tecnología es adaptar el universo macroeconómico computarizado, videológico y telegénico a los usos y requerimientos de cuartos desastrosos, de unidades habitacio­nales como alegorías del encierro burocrático, de futuros a plazo fijo, del desempleo, del entendimiento de la sociedad desde el vagón del metro y el autobús que conduce a la frontera. El nacionalismo no es, en última instancia, lo opuesto a la cultura internacional, sino en los grandes contingentes, el método para interiorizar la “condición planetaria” (la vida bajo el capitalismo salvaje) sin lesiones todavía más graves en lo anímico, lo moral, lo social, lo cultural. Y es también el modo de disfrutar la herencia a que se tiene derecho. […]
Sobre todo y de nuevo, ¿qué es hoy el nacionalismo? ¿Es, como se dice desde posiciones empresariales y gubernamentales, una posición meramente defensiva? ¿Es, como también podría sostenerse, una invención que agotó su utilidad? ¿Sirve aún como plataforma de proyectos de desarrollo, de construcción cultural, etcétera? Como sea, y de acuerdo al criterio dominante, potenciado por la inminencia del TLC, a la americanización se le adjudica la destreza para entenderse con la realidad. Esto no es cuestión sólo o principalmente de colonialismo cultural. Lo gringo es cada vez menos lo otro, aunque los gringos sí lo sean, en su versión de empleadores y policías racistas, de agentes de rechazo cultural de lo mexicano, de promotores de las intervenciones cínicas a nombre de la libertad. Lo gringo: lo otro sin posesión de cuyas claves jamás lo nuestro fructificará; los gringos: la versión agresiva y distante y racista de lo otro. En cierto nivel, México se chicaniza, y esta elección de intermediaciones o transacciones culturales le resulta indispensable a quienes trasladan su noción de futuro a Los Ángeles. No tiene ya mucho sentido discutir de modo abstracto en torno a la identidad cultural, debate que no avanza desde El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos y El labe­rinto de la soledad de Octavio Paz. No hay respuesta a las preguntas clásicas: ¿Existe una “esencia de lo mexicano”? ¿Sobrevivirá esta “esencia” a la ofensiva de la tecnología, al desplome educativo, a la recomposición intensiva de la sociedad? En todo caso, más útil que especular sobre la “identidad irreductible” de algo que cambia a diario, me resultan los estudios específicos sobre valores de los migrantes, el desarrollo de las mujeres, el español hablado y escrito en México y en Estados Unidos, etcétera. Y conviene recordar también el hecho: el traductor privilegiado de la experiencia mexicana, en México y fuera, es desde luego la televi­sión. Sin calificarla ideológicamente, lo cierto es que Televisa es el intérprete más favorecido de la realidad nacional.

Fragmentos de “Identidad nacional. Lo sagrado y lo profano” en Memoria Mexicana, UAM-Xochimilco, 1994, 3, pp. 37-43. Cortesía de la familia Monsiváis.
Imagen de portada: Lorena Herrera Rashid, Tabloide ,2017 (detalle).