El ratón que pisó mi mamá no está listo para morir
Leer pdf¿De qué viaje llegaron
para este viaje innumerable?
SAÚL IBARGOYEN
Lo plástico como algo fingido, modelado. La taxidermia como la muerte en suspensión: un ser que es a la vez natural y construido. Hablé con mi abuela, la guardiana de lo tieso. Mi fascinación por lo grotesco —el cuerpo abierto—, la vida no finita ni fija, sino desbordada, la posibilidad de extender la muerte, ese momento breve y encantador, vienen de ella. Abue, ¿te acuerdas de tus animales en formol?, ¿los de los frascos?, ¿por qué lo hacías? Nunca te pregunté.
Sí, claro. Es que, en lugar de tirar a los animalitos, los guardaba. Dentro de lo malo o feos que podían ser también eran muy bonitos. Los metía en frascos y ahí los veía yo. Tenía muchísimos. Con la cantidad de cosas que se mueren en el jardín. Los pajaritos que se caen, las arañas, los bichos. La verdad no sé por qué lo hacía, sólo me gustaba mirarlos. Yo creo que lo heredé de mi abuelito porque, por ejemplo, cuando él iba a Mazatlán o a Durango traía alacranes y me dejaba darles de comer. También los ponía en unos vasitos, pero ésos estaban vivos. Los míos no.
¿La gente te decía algo?
Pues sí, que estaba yo loca. ¿Sabes qué también tuve? Un murciélago chiquito, un murcielaguito que se cayó y se pegó, y claro, con el golpe, se murió. Lo tenía disecado también, bueno, lo puse en formol. En nuestra familia siempre tuvimos animales y te digo que mi abuelito era muy de enfrascarlos. Era normal, por así decirlo. Por ejemplo, mi mamá tenía un jaguar. Era como su peluchito, pero estaba vivo. Dormía con ella porque era bebé, pero cuando dejó de estar así de chiquito lo tuvieron que cambiar de cuarto. Le dijeron a mi mamá que si le venía la regla la podía morder porque ya estaba grandecito. Que ya era peligroso: podía lastimarla. Dejó de ser un peluche. Mi abuelo era el que compraba los animales. Changos tuvimos tres, bueno, y los titís de mi abuela. Los traía con cadenitas de oro en sus hombros, como pendientes. Fíjate que una vez los titís tuvieron hijitos y se los comieron. A la Chabelita la teníamos en una jaula enorme, pobrecita. Y al Mickey también. Tener a los animales así era muy cruel. Ya no se puede. La casa de Coahuila [calle Coahuila, en la Roma Sur] era un zoológico. Entonces lo de los animales era una costumbre familiar y lo de conservarlos también.
¿Cómo empezó este pasatiempo?, ¿le llamarías así?
Una vez que mi mamá pisó una ratona embarazada: de su vientre salió un ratón chiquitito, espantoso, bello al mismo tiempo. Pobrecito. No le tocaba morirse. No le tocaba ni nacer. Mi abuelo me ha de haber dicho lo del formol. Él sabía que para mí iba a ser como un juguetito. Lo compraba por litro en La Guadalupana, una bodega de mayoristas en Querétaro. Yo creo que ya no puedes hacer eso. Pero bueno, por ahí empecé. Luego en Cuautla, en nuestra casa de fines de semana. Es que se morían muchos animales. Margarita, la que trabajaba ahí, me los cuidaba. Los ponía en frasquitos y cuando íbamos me los daba y ya me los llevaba a mi casa. Me guardaba, por ejemplo, los caras de niño: de ésos tengo uno o dos todavía. Los demás se deshicieron, se desbarataron mis bichos. Se van haciendo polvo, pero los pude ver mucho tiempo. No creo que fuera un pasatiempo. Era una colección.
Réplicas de flamingos con plumajes pigmentados, s. f. Todas las fotografías son cortesía de Divya Anantharaman, Gotham Taxidermy.
Abue, ya siéntate, por favor. Sí, madrecita, a ver, yo llevo los platos. No puede. Le gusta dar vueltas. Pareces escarabajo volador. Tuvimos comida familiar y estamos por pasar al postre. Mi abuela se sienta, aunque no le gusta que le digamos que se quede quieta. Es la primera vez que nos vemos desde la muerte de Adriana, mi tía: otro duelo irresoluble. Nos queremos reír. Todos narran diferentes historias: la sobremesa se convierte en una fragmentada secuencia de episodios. Se separaron porque él quería seguir durmiendo con el tigre en el cuarto y ella le dijo que eso la incomodaba. Los niños preguntan si ellos pueden tener un tigrito. Es que antes eran otros tiempos. ¿No te acuerdas del orangután que mordió a tu prima? Casi le lleva el brazo. Lo compró mi abuelito en el centro, con el señor de los changos. De ahí salió Venus. Mi abuela cuenta, a medias, la historia de su mascota. La interrumpen más y más relatos sobre el bestiario familiar. Pasaron a otras cosas, pero yo me quedé en Venus. Me resonaba una frase: me la disecaron mal.
Al día siguiente, le marqué a un amigo cazador. En su sala hay venados, conejos y jabalíes. Todos tienen una expresión similar y los ojos falsos, en los venados, son idénticos. Le pregunto si a él le han disecado mal alguno. Responde que no, que la verdad le parecen muy bonitos sus animales. Me explica: para disecar a un animal primero hay que desollarlo: se separa toda la piel. El taxidermista realiza cortes precisos para vaciarlo. Que no quede rastro de los órganos que lo mantuvieron vivo. Hay muchos procesos, depende de la persona que haga el trabajo. Mi amigo no esclarece las dudas.
Antes se solían rellenar los cuerpos con aserrín o tela. Los animales se veían deformes: importaba más preservarlos. La taxidermia moderna usa poliestireno, varillas de metal y otros plásticos moldeables que mimetizan el esqueleto del animal.
Entonces le llamo por teléfono a mi abuela y le pido que me cuente bien la historia. Con calma, sin interrupciones. Su voz siempre tiene prisa. Mi abuelito me regaló a Venus, era una chimpancé enana preciosa. Parecía un osito de peluche. Me la dio porque estaba yo triste. Se murió varios años después por comer pintura. Tenía plomo. Se había muerto y era preciosa. Yo sufrí muchísimo porque era como mi hija. La llevaba a todos lados. Mi abuelo me la quiso disecar para que yo la tuviera en la casa, pero él era cazador. Los taxidermistas la disecaron en posición de ataque: horrible y feroz, como si fuera a lastimarte. Hasta su cuerpo se veía diferente. Le pusieron unas canicas rojas en los ojos y uñas largas, afiladas. La acomodaron en un árbol de plástico. Lloré mucho y la tiré a la basura porque ésa no era mi Venus.
Quiero saber si los taxidermistas usan algún molde o relleno en particular; yo imagino una especie de espuma. Le pregunto a uno que reside en la Ciudad de México. Algunos hacen moldes de poliuretano, incluso los venden prefabricados. Los prefabricados no me gustan. Para ser taxidermista se necesita paciencia, algunos quieren hacer el trabajo más rápido. Le cuento la historia de Venus. Hay cosas que no podemos replicar.
Existen muchos métodos para disecar. Encuentro un video en Instagram de una chica (@itskendalllong) que compara a un lobo disecado en 1847 con otro del 2015. Antes se solían rellenar los cuerpos con aserrín o tela. Los animales se veían deformes: importaba más preservarlos. La taxidermia moderna usa poliestireno, varillas de metal y otros plásticos moldeables que mimetizan el esqueleto del animal. Tal vez la recogió algún pepenador en la Ciudad de México y la guardó como un tesoro. Un tesoro violento. Pero no es Venus. Ella era adorable. No sé qué pensar de la taxidermia y de los animales en formol de mi abuela. Intento explicármelo. Darle la vuelta. En el proceso, me encuentro historias como por accidente. Le dije a mi abuela que ella nunca enterró a su padre. Que quizás conservar a sus bichos era una forma de enfrentar la muerte, de pararla. Puede ser. No sé. No se me había ocurrido.
Anadón bicéfalo disecado, s. f.
Noche de domingo. Me metí a bañar: las uñas se atoraron en mi pelo mientras lo lavaba. Faltaba un día, según experiencias pasadas, para que me las arrancara con los dientes. Cuando hago eso el acrílico jala una capa de uña. Y ésta queda cada vez más delgada, deja de proteger el dedo que está debajo. La carne está expuesta. Llamé al salón para que me apartaran un lugar lo antes posible. Lunes a las 10:00 a. m. Te atenderá Sara.
Me arranqué una. Salió completa en el primer intento. Me recuerda un molusco llamado coquina, su concha es ovalada y larga. No tiene el terminado metálico de la uña que ahora reposa en la mesa de mi comedor, pero es idéntica. Me van a regañar. Pienso constantemente en la decepción de las manicuristas. Quitar ese plástico de la forma correcta es tardado: una hora con los dedos cubiertos en algodón con acetona y papel aluminio. Para entretenerme, el tiempo que me quedo sin manos platico con Sara. Tiene veintiún años, vive con su mamá en Tlalpan. Hago como dos horas diario. Trabajo medio tiempo porque estoy tomando algunos cursos. De chiquita me decían que era muy mórbida. Me gustaba disecar animales. Si algo se moría, limpiaba los huesos y me los quedaba. Quería estudiar algo relacionado a la ciencia o a la medicina. Me da miedo matar a alguien. Prefiero trabajar con los que ya están muertos. Así no la riegas. O bueno, si la riegas no dejas a un niño sin padre. Por eso no quise ser médico. En mis clases sólo les doy tratamiento.
¿Las quieres cuadradas o en forma de almendra? Las cuadradas me recuerdan a las de mi mamá cuando pasaba por mí a la escuela. Siempre se hacía un francés con algún diseño. No puedo tener las manos de mamá. Ya tengo su frente. Las pido en forma de almendra. Lo más cortas que se puedan. El acrílico es un polvo, un polímero termoplástico. Le agregan un monómero para hacer una especie de pasta. Se endurece rápido. El olor es insoportable. Marea. Nos quedamos en silencio un rato. El taladrito que usan para dejar más delgada la uña de plástico es ruidoso. Sara se puso un cubrebocas y una careta. Todo queda cubierto de un polvo delgado y molesto. Se adhiere a la ropa y a los pulmones. Si lo respiras te hace mucho daño. Polímeros, monómeros, oligómeros, leo en las etiquetas de los productos.
Empecé los cursos hace como tres años. Para embalsamar cuerpos, pues. Todo fue porque a mi tía, la hermana de mi mamá, nos la atropellaron. Quería dejarla bonita para el funeral. Mi tía era muy vanidosa: no iba a querer que la vieran toda apachurrada. No supe arreglar, ¿cómo decirte?, lo sumido. Los muertos tienen un semblante así, sumido. Me dio mucha tristeza dejarla de esa manera. Ahora ya me enseñaron a arreglar el cuerpo. Lo único que pude hacerle fueron sus uñas. Me quedaron muy lindas.
Sara dedica todo su día a embellecer: uñas y muertos. La regaña una de sus compañeras, no estés espantando a las clientas. Pienso en la tía de Sara. Quiso reconstruirla, moldearla vanidosa, completa, con los restos de su cuerpo atropellado. No me espanta, le digo. Y es verdad. Su obsesión no era la muerte, todo lo contrario. Quería acercar a su tía, una última vez, a la vida.
Urraca de copete y ratón disecados, 2019.
Viernes 22 de agosto del 2024. Mis amigos me llevaron a la exposición de Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento). No busqué nada sobre el artista. Llegué en blanco. Vi, sin previo aviso, un tiburón partido por la mitad, flotando en una solución de formaldehído azul. Para mis ojos sin técnica artística, no había nada inocente en esa exposición. Me pareció espeluznante. No por verle las entrañas a un animal que para mí es sagrado y, como todo lo sagrado, lejano. Ni por entender al artista plástico como empresario, una obviedad. Algo pasa cuando la muestra contiene algo menos abstracto: un animal fuera de su entorno, cuyo estado de putrefacción es francamente cuestionable. Se ven incómodos, tanto en el tanque como en el museo. No perdí el tiempo buscando polémicas sobre la obra. Estaban todas a la vista. Hablé con mi abuela, le dije que había visto un tiburón tigre en formol y unas cabras. Me hubiera encantado verlos, me dijo, ¿de qué tamaño tendrá que ser el frasco para meter una cabra?
Si juzgamos al arte por quedarse en nuestra mente, Hirst lo logró. Quiero escarbarme la incomodidad. He visto, desde que tengo memoria, animales en formol. Llegaba los domingos al gabinete en el que los guardaban para ver si había uno nuevo. Lo espeluznante de la exposición no fue el tipo de animal. Sí pudo ser la cantidad: fue abrumador. Uno era más impactante que el otro. Parecía que, ante el exceso, la curaduría, el espacio y el nombre del artista lo macabro se disipa: el museo le da un aura de legitimidad. Digo al inicio de este texto que mi curiosidad es hacia la vida no finita ni fija. Los animales de Hirst, en medio de una sala-quirófano, se me presentaron absolutamente rígidos. No parecían congelarse en un momento encantador. Mi abuela no pretendía hacer arte, ni provocar reflexiones. Quería observar todo eso que se escapa por volar o arrastrarse demasiado rápido. Dentro de lo malo o feos que podían ser también eran muy bonitos. Los metía en frascos y ahí los veía yo.
Si Hirst pudo sacarle provecho a lo raro, a la muerte estática, es porque existe un público para ello. Hace algunos años mi primo me pasó una cuenta de Instagram: @taxidermia_culera. Su bio: Criaturas disecadas/ Seres mitológicos rellenos/ Se aceptan colaboraciones. Desde uñas con mosquitos paralizados en acrílico y ratones con vestido en cajas de Barbie hasta ranas con ropa de Polly Pocket en tinas con papel burbuja. Los hashtags #taxidermia y #odditiesandcuriosities te llevan a un bucle sin sentido lleno de espuma y animales, medio muertos, medio vivos y medio confundidos.
Divya Anantharaman, taxidermista queer de Nueva York, nos dice: los cuerpos son realmente lo que deseamos que sean. Y se los voy a mostrar. En su perfil abundan réplicas de flamencos y moldes para cabras de dos cabezas, Divya también cambia de uñas cada semana. Me dormí a las cinco de la mañana viendo este contenido. Cuentas de personas dedicadas exclusivamente a disecar ratones vestidos como integrantes de bandas de country. Otras, de taxidermia de fantasía: gatos disfrazados de tu Pokémon favorito, con lámparas azules en los ojos y cuernos de alce junto a las orejas. Llevo días con el algoritmo lleno de animales que son pisapapeles, estuches y sombreros decorados con flores de plástico. Moldeados y suspendidos en un tiempo ficticio, salen de su piel para convertirse en lo que sea.
Escucha el Bonus track de Paola Cuevas Loubet, con Fernando Clavijo M.