Desarmando la biblioteca de mi padre
Leer pdfDuele mucho desarmar una biblioteca,
ser consciente de que estás destruyendo
lo que el amor, la paciencia y el rigor unió.
No hay nada más triste que bajar un libro
de un estante, meterlo con otros en el fondo
de una caja y sellarla por meses, tal vez años.
Todos esos volúmenes que fueron deseados
y amados y que no volverán a ser leídos
con la misma entrega y el mismo entusiasmo.
O quizás sí, pero a mí me gusta pensar
que los libros extrañan el olor de mi padre
y la manera en que él los tocaba y subrayaba.
Quien toca los libros ahora soy yo y no para
leerlos sino para meterlos en cajas, esa
cincuentena de cajas amontonadas
por el apartamento como urnas funerarias.
Llevo dos semanas concentrado en esta tarea
sepulcral, yo, que había supuesto que la biblioteca
quedaría para toda la eternidad en el cuarto
trasero del apartamento de mis padres,
incluso fantaseé que vendrían en peregrinaje
sociólogos e investigadores de todas partes
del mundo a tocar sus libros, que la biblioteca
sería una especie de santuario, pero aquí
me tienen sudando, rompiéndola en pedazos
y metiendo los libros en cajas que una vez
cobijaron juguetes, cervezas, latas de aceite.
Alguien me propuso regalarlos o donarlos
a bibliotecas, pero tuve pesadillas recurrentes
en que los maltrataban, les rompían el espinazo
y que quedaban relegados al olvido, tosiendo
como asmáticos por el polvo que tragaban,
abandonados a su suerte en los confines
de una amarga biblioteca universitaria.
Así que los sigo guardando en cajas y cada
vez quedan menos libros en los estantes
y dentro de poco estarán vacíos, y entonces vendrán por los estantes, pintarán las paredes y colocarán el abanico, la cama y la almohada.
Este poema aparece en Desarmando la biblioteca de mi padre (FCE, Bogotá, 2024) y se reproduce con permiso del autor.
Imagen de portada: Jan Hendrix, Del silencioso mar del Sur 15, 1986. Forma parte de la exposición Lessons in Printmaking (1975-1986) y es cortesía de Proyecto Paralelo.