Entre el abismo y el león

Infancia / dossier / Octubre de 2019

Óscar Martínez

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Muchos aspectos de la vida de Miguel Ángel Tobar eran sorprendentes. Uno me llamó en particular la atención: no tuvo otra opción. A ver, reformulemos antes de que salte un buenista y diga que siempre hay otra opción, que aunque de un lado esté el abismo y del otro un león hambriento, siempre podés escoger despeñarte o ser devorado. Me parece sorprendente que Miguel Ángel Tobar nunca tuviera una buena opción. No, tampoco fue así. La palabra buena, conociendo la vida de ese sicario de la Mara Salvatrucha 13 (MS-13) en El Salvador, no encaja. Miguel Ángel Tobar nunca tuvo una opción que no fuera una mierda. Ésa es la frase más buenista a la que se puede llegar. Lo conocí en 2012, cuando ya no había nada que hacer. Él tenía 28 años y era un hombre muerto que caminaba. A esa edad, tras dieciséis años de pertenecer a la pandilla más peligrosa del continente, a ésa a cuyos miembros Donald Trump llamó “animales”, y a la que algunos de sus funcionarios calificaron como “organización terrorista”, Miguel Ángel Tobar sabía que iba a ser asesinado. En aquel momento, cuando por primera vez lo vi entrar al puesto policial donde lo conocí, llevaba un gorrito rastafari; él conocía su destino y prolongaba su vida lo más que podía, como desde hacía años, pero con más certeza de la muerte. No de cualquier muerte, sino de una violenta. De hecho, dormía bajo una granada M-67 que había ocultado en una viga, decidido a matarse a sí mismo, a su mujer y su bebé si sus asesinos aparecían. Ésas eran sus opciones. Lo conocí cuando él era testigo protegido de la Fiscalía de El Salvador y tras dos años de haber empezado a declarar en contra de varias clicas (subgrupos) de la que fue su pandilla, incluida aquella a la que él perteneció y en nombre de la que asesinó a 56 personas, la Hollywood Locos Salvatrucha. Cuando lo conocí, yo llevaba más de dos años intentando entender a la MS-13. Había conocido ya a algunos asesinos de esa pandilla. No fue lo que me impresionó de él. Lo que me hizo seguirlo visitando durante casi tres años, hasta que sicarios lo asesinaron en noviembre de 2014, fueron su pasado y todas las claves que arrojaba para entender a uno de los países más homicidas del mundo. La decisión que marcaría la vida de Miguel Ángel Tobar y con ello la muerte de decenas de personas fue tomada cuando él tenía apenas doce años. En su infancia está el origen de una tragedia nacional. La vida de Miguel Ángel Tobar no fue la vida de un hombre, sino la vida de un hombre más en este país. Lo maravilloso de su historia no está en la particularidad sino justamente en que se asemeja a la de muchos. En El Salvador, paisito de 6.5 millones de habitantes que cabe más de tres veces en Chiapas, hay más de 60,000 personas que forman parte de las pandillas.

Miembro de la pandilla 18 en la cárcel de Quetzaltepeque, El Salvador. Fotografía de Fernando Calzada

En 2017 José Miguel Cruz, de la Universidad de Florida, publicó el estudio “La nueva cara de las pandillas callejeras: el fenómeno de las pandillas en El Salvador”. La investigación incluyó una encuesta a más de mil pandilleros que guardaban prisión. 76.6% de ellos ingresó con menos de dieciocho años; 19.6% lo hizo con doce o menos y 39.5% se “brincó” entre los trece y los quince. Éste es un ejército que se nutre de niños. Y un dato más, 52.1% de los pandilleros fueron arrestados por primera vez entre los trece y los diecisiete años. Vale decir que el delito por el que se acusó a casi la mitad era asesinato. Miguel Ángel Tobar no dejó de tener opciones. Nació sin ellas. Nació en 1984, cuando la guerra civil tronaba con fuerza en el país. Nació en una familia pobre. Pero decir pobre a estas alturas en Latinoamérica es decir poco. Uno puede ser pobre porque sólo come frijoles y maíz y trabaja en una maquila, o ser pobre porque a veces no come y trabaja cuando hay. Su familia era lo segundo, el lumpen entre los pobres. Su padre era miquero. Un miquero en las fincas de café es aquel que tiene la peor función con esa planta: cumplir sus caprichos de sol y sombra. El miquero sube a los árboles altos de las fincas y desbroza el follaje para que la planta tenga algo de sol, pero también algo de sombra. De más está decir que El Salvador, como los demás países que producen ese café que se vende en negocios baristas de Nueva York, no se preocupa por dar arneses a sus miqueros. Ni nada. El señor, don Jorge Tobar, subía como podía a las copas y macheteaba. Si había trabajo y él no se tomaba toda la paga en botellines de Cuatro Ases, un corrosivo licor, la familia comía. En esas fincas, el padre de Miguel Ángel Tobar quedó lisiado tras caer de un árbol y su hermana fue violada múltiples veces por un capataz que cambiaba a don Jorge la vagina de la niña de catorce años por unos tragos de Cuatro Ases y trabajo. En esas fincas, por primera vez, un Miguel Ángel Tobar de diez años trató de matar. Intentó matar al capataz, a quien veía, noche sí, noche no, por los tablones de la chabola de madera, abusar de su hermana. No lo logró. Sus brazos enclenques no consiguieron golpear con fuerza la cabeza del capataz. El troncó lesionó, pero no mató. Miguel Ángel Tobar vivió prófugo, mendigo. Luego de su intento, sabedor de que el capataz buscaría venganza, huyó sin destino. Así vivía el Niño, parado entre el abismo y el león. Tras decir esto vale recordar que su vida no era una vida excepcional en El Salvador. Su angustia no era particular, sino similar. Miles de niños nacieron en el bajomundo de un país que no tenía tiempo para ellos porque estaba demasiado ocupado con la política y la muerte. No conozco a uno que sufrió de formas parecidas. Conozco a varios. Miguel Ángel Tobar no dejó de tener opciones de niño. Dejó de tenerlas desde que doña Rosa, su madre, lo tuvo en la panza. Un desafortunado cigoto. La vida siguió sórdida para Miguel Ángel Tobar. Pasaban cosas en el mundo que él no entendía. Gente lejana a las fincas de café y los arrabales tomaba decisiones que terminarían marcando su historia. Miles de salvadoreños migraron a Estados Unidos huyendo de esa guerra (1980-1992) en la que Estados Unidos invirtió miles de millones de dólares para financiar a un ejército asesino. Esos miles encontraron allá una vida dura en guetos violentos. Allá, el entorno no les preguntó si querían paz; les preguntó si sabían pelear. En el sur de California, la capital de las pandillas en aquel momento, los jóvenes eran acosados por pandillas mexicanas, italianas, negras, supremacistas blancas. Algunos de esos jóvenes, los más solos, contestaron: sí sabemos pelear. Es lo único que sabemos. Muchos venían de una guerra que reclutaba incluso niños de doce años. Allá nació la Mara Salvatrucha 13. Miguel Ángel Tobar nunca estuvo en Estados Unidos, pero José Antonio Terán sí. Ése fue el hombre que tras regresar deportado en los noventa le presentó a la MS-13. Ese hombre veinteañero, como muchos otros hombres que se fueron siendo adolescentes o niños, volvió y reunió a los niños de nadie. Ese hombre —esos hombres— propuso a esos niños ser parte de algo. Pertenecer. Ésa era la idea novedosa. Ser parte de. Ser alguien ante. Tener sentido. La pandilla no reclutaba —ni recluta— niños por dinero, los recluta por vacío. No hay otra opción para muchos o las que hay nadie las quiere. En 1996, con doce años, Miguel Ángel Tobar asesinó como ritual de iniciación. Decapitó a un panadero herido por otro pandillero cuando ya estaba en el suelo agonizando. Soportó después una golpiza de 13 segundos contados con pausa, propinada por otros niños parecidos a él, y entonces fue miembro de la MS-13. Y se sintió feliz. El abismo y el león otra vez. Sólo que en esta ocasión, otra bestia ofrecía una opción, otro salto al vacío parecía mejor. Pero optar es decidir, nunca sobrevivir. Eso fue cualquier cosa, menos optar. Aquellos 4,000 pandilleros deportados a El Salvador entre 1989 y 1994 son ahora 60,000. Estados Unidos escogió muy bien dónde sembrar la semilla. Desde 1996 hasta 2009, Miguel Ángel Tobar asesinó, decapitó, ahorcó, torturó, como decenas de miles parecidos a él en todo el norte de Centroamérica. Luego, cuando su propia pandilla asesinó a su hermano, él la traicionó. Y Miguel Ángel Tobar, que entonces era conocido en la pandilla como el Niño de Hollywood, se acogió a la protección del Estado y apresuró su muerte.

Miembro de la pandilla 18 en la cárcel de Quetzaltepeque, El Salvador. Fotografía de Fernando Calzada

Pero este ensayo no va sobre pandillas, sino sobre niños. En el caso de mi país, de esas miserables porciones de mi país donde no hay parques ni piñatas ni dulces los domingos, donde ser rebelde se dice asesinar, las preguntas son varias: ¿Qué es ser niño? Y quien lea las convenciones internacionales hace un disparate. ¿Qué es un trauma infantil? Y quien diga separación de padres no entiende un carajo. ¿Qué adultos serán? Y quien responda depende de ellos es un marciano. Cuando dos sicarios asesinaron a Miguel Ángel Tobar en un cantón polvoriento del interior del país, él aún era testigo protegido del Estado, pero había huido de su encierro porque las condiciones eran muy miserables. Ese día, Miguel Ángel Tobar salió de casa para registrar a su hija de tres meses. La llamó Jennifer Liset Tobar y esa niña se quedó sin padre el día que oficialmente tuvo uno: lo asesinaron dos sicarios en moto cuando salía de la alcaldía. El día que lo mataron, yo afinaba una crónica para el libro Los Malos, editado por la implacable Leila Guerriero. Ella nos encomendó a varios autores escoger un malo consensuado por un país. Un Malo en mayúsculas, no un delincuente. En el prólogo, Leila escribió:

Toda decencia, toda luz, toda honestidad, tiene su lado oscuro. Su inevitable viceversa —toda oscuridad, toda indecencia, tiene su lado luminoso— es mucho más terrible. [Y escribió también] El Malo no como un monstruo; no como alguien para cuya concepción anómala deben conjugarse decenas de coincidencias atroces, sino como el vecino que cada domingo baja a pasear el perro y que, de lunes a viernes, aplica chorros de electricidad a una embarazada. El malo como bestia. Pero como bestia humana.

Miguel Ángel Tobar no paseaba a ningún perro, pero para muchos en este país era el vecino de cada domingo, uno más. Otro niño. Cuando asesinaron a Miguel Ángel, mi hija tenía casi dos años, y yo escribí esto a Leila tras volver del entierro:

Vengo del entierro. Vengo cansado, porque he ido tres días seguidos: cadáver y escena del crimen, el viernes; velorio, el sábado; entierro, hoy. El entierro fue una mierda. Enviaron a un grupo de idiotas a vigilarnos. Tenso. Este país es una mierda. No sólo porque puedan asesinar a un tipo al que todos —todos— sabíamos que asesinarían, sino por todo lo demás. Tanta miseria, abandono, odio, y todo tan lejos del lugar al que esta tarde llevaré a mi hija a pasear.

Cuando me pidieron este ensayo, pensé de inmediato en Miguel Ángel Tobar como niño. Y todo lo que me quedó fueron preguntas. Mi trabajo, en buena medida, es preguntar para responder, pero también ser honesto. Soy honesto: esto no lo sé responder. ¿Qué se hace con los que fueron niños así? ¿Pueden de adultos ya no ser así? ¿Podemos los adultos que no fuimos esos niños sólo odiarlos, matarlos, quizá? ¿Qué se hace con esas infancias que los que llevan la batuta del discurso de infancias en el mundo no entienden desde sus oficinas? ¿Cómo lograron los niños que vivieron algo parecido no ser el Niño de Hollywood? ¿Quién aprende de ellos? Tengo una idea que quizá se parezca a una conclusión: cuando dicen niñez los que no se asoman a ese abismo, los que no ven en el otro lado al león, los que deciden cosas, no dicen nada. Ideales y recetas y vitaminas y colegios y deportes y alergias y estadísticas. Poco. Escribo, como rara vez se puede, un cliché con sentido: somos lo que son nuestros niños. Somos esto que somos, pues. Quizá por eso no entendemos quiénes somos.

Imagen de portada: Miembro de la pandilla 18 en la cárcel de Chimaltenango, Guatemala. Fotografía de Fernando Calzada