La madre, el mole y Pujol

Microhistoria de cocina mexicana

Abya Yala / panóptico / Abril de 2019

Renata Lira

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La cocina mexicana es un concepto en fuga. Creemos que tenemos claro lo que significa y al tratar de definirlo se nos escapan las palabras. Nunca es suficientemente convincente o justo. Como el carácter autoevolutivo, inasequible de la naturaleza que Emerson analiza en Circles (1841) y que describe como “un anillo imperceptiblemente pequeño, que apresura sus lados al exterior y se repite en un sinfín de nuevas y más grandes circunferencias”. No es casual que el plato icónico del restaurante más famoso de México (en el universo del fine-dinning) tenga esa misma forma circular y evolutiva. Me refiero al “mole madre” de Pujol. Compuesto por dos moles circulares: uno al centro, coloradito, recién hecho; afuera, uno negro recalentado durante casi seis años. La madre y el hijo. La sabiduría y la evolución. Si el éxito de su chef, Enrique Olvera, pudiera resumirse en un plato, sería ése. Si la historia de la cocina mexicana pudiera contarse con un solo plato, también sería —no sólo ése— sino todos los moles repitiéndose circularmente hasta el infinito. Si clasificamos los ingredientes de todos los moles, sólo por repetición, podemos descifrar sus componentes primarios. Pero además, si separamos cada uno y trazamos su origen, también es posible distinguir la influencia de otras culturas en la nuestra. Hay platos que por su arraigo desnudan la historia de los pueblos. El mole es un buen ejemplo. No sabemos cuándo empezó a prepararse, pero sí sabemos que para la llegada de los españoles a México, ya era una comida de carácter celebratorio. En la Historia General de las Cosas de la Nueva España (1540-1585), fray Bernardino de Sahagún describe “potajes de chiles” o “chilmollis” que se preparaban con diferentes chiles, tomates, semillas de calabaza, masa, frijoles tostados y molidos, hoja santa, epazote, hoja de aguacate y ciruelas no maduras, y que se servían en cazuela para acompañar gallinas, guajolotes, ranas, renacuajos, ajolotes, peces, langostas, camarones, hormigas aladas, gusanos de maguey, hongos y quelites. En versiones posteriores de conventos y hogares criollos, empiezan a incluirse ingredientes europeos y asiáticos. El texto “Los moles. Aportaciones prehispánicas” de Cristina Barros recupera fragmentos de recetarios que ejemplifican esa evolución: el de Dominga Guzmán (1750) con un pipián con ajonjolí y cacahuate; el de fray Jerónimo de Pelayo (1780) con un manchamanteles que lleva comino; el Recetario novohispano (1791) con un clemole con ajonjolí tostado, cilantro, cominos, ajo, clavo, pimienta, canela y jengibre (aquí se puede ver ya el parentesco con el curry sobre el que hacía hincapié Octavio Paz en Vislumbres de la India); y el Arte novísimo de la cocina (1872) donde aparece por primera vez el cacao en un clemole.

Fray Bernadino de Sahagún, Códice Florentino, Libro IV, ca. 1585, edición digital de Gary Francisco Keller

Pero ¿cómo transitamos del mole de fiesta al mole de degustación? Hay hechos históricos que explican ese proceso. La idea de comer fuera es muy antigua, primero fue una necesidad y luego se exaltó como placer, y aunque esa transición de pensamiento no es particular a un tiempo o a una cultura, el concepto francés de restaurante fue el primero en institucionalizarla. Los primeros restaurantes eran literalmente lugares para “restaurarse”.1 Antes de esa idea de salud y la de restaurante à-la-carte que Francia exportó al mundo en el siglo XIX pasaron dos transformaciones importantes: la Revolución francesa y la era napoleónica. El placer del “buen comer” había dejado de ser un privilegio reservado a las élites cortesanas, pero la nueva filosofía gastronómica no se construyó precisamente sobre ideales de igualdad. El concepto se sofisticó a tal grado que su lenguaje se volvió inaccesible, y aparecieron dos elementos que lo moderaron: los menús y los críticos gastronómicos. Los primeros facilitaron un mejor diálogo entre los comensales y la cocina. Aparecieron personajes como Grimod de La Reynière que en 1803 publicó el primer L’Almanach des gourmands, un gran documento por su contenido literario-gastronómico, pero que se convirtió en antecedente del virus culinario más contagioso que padecemos en la actualidad: las guías, las estrellas, las listas, los star-chefs y todos esos sistemas elitistas y arbitrarios de reconocimiento. La llegada del modelo francés de restaurante a México también sucedió en el contexto de dos transformaciones claves: el Porfiriato y la Revolución. La élite gobernante claramente favorecía lo europeo sobre lo indígena. Los restaurantes y su lenguaje sólo sirvieron para acentuar más las tensiones de clase.2 Poco después estalló la Revolución. Pero mientras en la realidad social y política se vivía una separación, en las cocinas pasaba lo contrario. Si abrimos un recetario antiguo como el Cocinero mexicano, podemos darnos cuenta de que en el terreno de la cocina antes de que llegaran los restaurants, ya existía una fusión franco-mexicana, la de convento. El mejor ejemplo son los chiles en nogada. Durante el movimiento insurgente y en años posteriores sucede algo similar: en las cocinas se gesta una revolución paralela. Varias cocineras amas de casa (una de las más prolíficas fue Josefina Velázquez de León) se juntaron para hacer libros de cocina en los que “expresaban su visión personal de la nación, manteniendo al mismo tiempo un aire de respetabilidad doméstica”, señala Jeffrey M. Pilcher en ¡Vivan los tamales! Ese trabajo de recuperación de recetas fue una manera de incorporar la pluralidad del país y construir una identidad de nación, de propiciar un verdadero mestizaje. Ese rol de las mujeres en la vida culinaria de México nunca ha perdido continuidad, aunque en el mundo de los chefs y los restaurantes sea un tanto invisible. En una entrevista publicada en Letras Libres (“Entrevista a Enrique Olvera: Ir adelante sin perder el pasado”, septiembre de 2016) el escritor Alonso Ruvalcaba le pregunta a Olvera sobre sus influencias en los ochenta y noventa. Éste le contesta: “En México no había ‘grandes cocineros’, si acaso grandes restaurantes […] Mis referencias eran lo que hacía mi mamá. El recetario de mi mamá escrito a mano […]”. Lo cual es extraño pues para entonces ya existían figuras mediáticas (cocineras, restauranteras, escritoras de libros, conductoras de televisión, maestras, o todo a la vez) como: Josefina Velázquez de León, Patricia Quintana, Mónica Patiño, Alicia Gironella y Carmen Ortuño, por mencionar algunas. Además, el hecho de que señale el recetario de su madre como referencia en el fondo dice más de lo que parece, pues sin proponérselo, deja ver la falta de reconocimiento a la cocina doméstica en el ámbito profesional, incluso si es de donde él mismo ha abrevado sus más grandes ideas. Esa cocina mexicana, de casa, de campo, de ciudad, callejera es la única que nunca ha dejado de evolucionar. Es vieja y es sabia, pero también es moderna e incluyente, no se anda con prejuicios sociales ni con esnobismos, aprovecha lo bueno de la naturaleza y no le teme a lo industrial y moderno. Incorpora. Suma. Es como un vaso de esquites con mayonesa y chile (otro plato icónico de Pujol). En esa misma entrevista, Enrique identifica tres etapas clave en su cocina: una primera, influida por la nueva cocina californiana de Thomas Keller; otra de “desconstrucción de la cocina mexicana” que seguía el modelo del Bulli de Ferran Adrià; y una tercera, de simplificación, motivada por René Redzepi de Noma. Si revisamos un menú reciente de Pujol, podemos darnos cuenta de varias cosas. Primero, de que cómo dice Dan Jurafsky (The Language of Food, 2014), la tendencia indica que “entre más caro [el restaurante], menos opciones tiene uno”. En ese sentido, el de Pujol es intermedio: seis tiempos con tres opciones cada uno, sólo el primero y el quinto van de cajón (las botanas y el mole). Tiene esa idea de culto al chef/autor que decide por el comensal, pero es relativamente flexible. También podemos identificar el enfoque regional, no en un sentido estricto, pero que favorece lo nativo: maíces criollos, cacahuazintle, chayote, ayocote, chiles, romeritos, quintoniles, chiltomate, nopal, hongos… Es un menú mayoritariamente vegetal, otra característica que rescata de la cocina prehispánica. También podemos identificar cosas más personales: reminiscencias de los calamares en su tinta de su recetario materno en el “pulpo en tinta de habanero con ayocote y salsa veracruzana”; o de salsa de molcajete con hormiga chicatana que probó en Cuquila, Oaxaca, mezclada con su botana callejera favorita en los “elotitos tiernos con mayonesa de café y hormiga chicatana”.3 Decía Jean-François Revel que la cocina mexicana no era “un producto del arte sino de la etnología”, también decía que la alta cocina internacional era superior “porque los chefs que la conocen son hombres […]”.4 Esas ideas que hoy suenan arcaicas y ridículas, no se han erradicado por completo. Se sigue viendo a las mujeres en un papel secundario, de espectadoras o aspirantes más que de verdaderas creadoras. Por otro lado, se otorgan significados banales y ambiguos a calificativos como: auténtico y sofisticado. Una mujer que recoge maíz en el campo, lo pone a secar, lo desgrana, lo separa, lo echa en la olla con la proporción exacta de agua y cal, que por olor y tacto sabe el tiempo de cocción y de reposo, que limpia entre los dedos los maíces y los enjuaga, va al molino o amasa en metate, tortea, aplana con palma hasta formar un círculo delgado y parejo que desdobla de un solo movimiento sobre el comal sin arrugarse y luego de un par de vueltas explota en un círculo perfecto: eso es arte. Si de algo podemos darle crédito a Enrique Olvera es de haber convencido a muchas más personas de esto, incluso a nosotros mismos. Pero tal cosa no hubiera sucedido sin el recetario de su mamá, sin el apoyo incondicional de su esposa y sin la sabiduría de millones de cocineras mexicanas. No se trata de restarle mérito a Olvera. Lo que quiero decir es que la realidad del medio culinario, como de muchos otros (la mayoría), es que responde a un sistema patriarcal, y que fue necesaria la figura de un hombre graduado de una escuela estadounidense para voltear al mundo de cabeza por un plato mexicano. El “mole madre” de Pujol no es más que un reflejo de la época en que vivimos, y si en algo reside su valor es en que cada bocado de tortilla de maíz y hoja santa embarrada de mole, mitad viejo mitad nuevo, es en realidad un homenaje a la cocina profunda, de campo, indígena, de convento, criolla, europea, asiática, medio oriental, revolucionaria, callejera, doméstica y femenina: la madre de todos los moles.

Imagen de portada: Mole madre, Pujol. Imagen de archivo

  1. Rebecca L. Spang, The Invention of the Restaurant, Harvard Universitty Press, Boston, 2000. 1961. 

  2. Jeffrey M. Pilcher, ¡Vivan los tamales!, Conaculta, México, 2001 [1998]. 

  3. Netflix, Chef´s Table, segunda temporada, capítulo 4, 2016. 

  4. Jeffrey M. Pilcher, op. cit