Los camaradas, Drummond, no mencionaron que había una guerra más, que a pesar del océano los muertos anónimos nos pertenecían. No hablaron de la guerra aquí, a la distancia de la mano que dispara. Brasil es un reducto de esqueletos: cuando quedan blancos, no revelan quiénes fueron antes. Los descarados alquilan cámaras para exhibir el país que baila samba y aniquila.
Brasil fue formado por tres razas y otras tantas premisas falsas. La ley que condena es puño de seda para los ricos. Y nosotros, los condenados, no deseamos sino lo que construimos. Lo que nos mata además de la miseria violencia cinismo es la cobardía y sus sinónimos: traición, enfermedad, el infierno que Dante no presagió.
El Brasil tendido en las calles engordó, señores, pulió sus ventosas. El país horizontal que asusta al turista se convierte en estética en el cine. Pero ahí, entre la violencia, la basura y quien pasa deprisa, persiste el lenguaje. Una letanía de pobres, una advertencia, diría Cruz e Souza.
La élite aún avergüenza al país. Quien engaña es quien dimite, día-con-día empeoran los antiguos males. Las antologías brasileñas tienen que exhibir pájaros, además de poesía. Las novelas para distraer a Italia y España valen por las mujeres y los paisajes. Entre senos y bromelias empeoran los antiguos males. A pesar de ese calendario, trataremos de sentenciar a Mario de Andrade: remate de males.
Imagen de portada: Jean-Baptiste Debret, Carnaval de Rua Prancha, 1834. Dominio público