periódicas Chile: Literatura JUL.2025

Alonso Burgos

A cien años de la polémica de 1925, ¿qué queda de las peleas literarias?

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Hace cien años, la Ciudad de México atestiguó una pelea entre varios hombres de letras. El 21 de diciembre de 1924, escondido en la tercera plana de El Universal, entre anuncios de regalos y promociones navideñas, apareció un artículo de Julio Jiménez Rueda: “El afeminamiento de la literatura mexicana”. Según el escritor, era lamentable que, para ese momento, cuando ya habían pasado varios años del final de la fase armada de la Revolución mexicana, la literatura todavía no se hallara a la altura de la realidad nacional. De acuerdo con el autor, resultaba extraño que no hubiera una “obra poética, narrativa o trágica” que fuera “compendio y cifra de las agitaciones del pueblo” que ocurrieron durante el periodo revolucionario.

​ Jiménez Rueda argumentaba que el problema no era la escasez de escritores y obras, sino una falta de virilidad en las nuevas generaciones. Para representar un acontecimiento de la magnitud de aquella lucha, se necesitaba estar ansioso por el combate, ser fuerte, altivo y tosco. En lugar de eso, el dramaturgo veía delicadeza y debilidad en las personalidades más jóvenes del campo literario. Sin expresarlo abiertamente, los ataques de Jiménez Rueda y otros escritores que se involucraron en la polémica, como Victoriano Salado Álvarez, Federico Gamboa y Mariano Azuela, iban dirigidos a los miembros del grupo de los Contemporáneos, los cuales estaban ganando notoriedad por su desarrollo audaz de la herencia modernista, su actitud crítica hacia el nacionalismo y por los rumores sobre la homosexualidad de algunos de sus integrantes. A juzgar por las injurias, realmente no importaban tanto las obras y sus evidentes calidades literarias, sino las identidades de sus autores y lo que en ese momento parecía digno de criticar.

​ En un principio, la polémica de 1925 se apoyó en la división binaria de género, pero las definiciones de lo “viril” y lo “afeminado” que utilizaban los críticos eran extremadamente difusas. En lugar de reforzar nociones claras de cómo se manifestaban ambos rasgos en la literatura de entonces, los textos de la polémica contribuyeron a que las categorías se inflaran hasta volverse inútiles, como un par de manos hinchadas. Lo único indiscutible es que, en 1925, la literatura en México era una cosa de “machos”, y si algún crítico sugería lo contrario, se podía interpretar como una ofensa.

​ A pesar de las marcadas diferencias entre los participantes, es de notar que en ningún momento hubo alguien que se preguntara por qué escribir de forma “afeminada” se podía interpretar como algo negativo o, de manera inversa, por qué un temperamento combativo y tosco sería propicio para escribir buena literatura. Además, sobra decir que a nadie se le ocurrió pedirles su opinión a las escritoras o a las críticas de ese periodo. Pero, al final, los insultos no se eligen por su claridad, sino por su efecto, y las palabras de Jiménez Rueda dieron en el blanco. Como borrachos en una cantina de película, los señores letrados se pararon a defender su honor y su hombría con una elocuencia inverosímil.

​ El artículo de Jiménez Rueda desató una discusión que se desarrolló de diciembre de 1924 a abril de 1925 en columnas, artículos y encuestas publicadas por El Universal, Excélsior y El Universal Ilustrado. Una vez que los insultos iniciales gastaron su efecto, la polémica mudó a conceptos que ofrecían más sustento para el objeto de la disputa: la responsabilidad que la literatura mexicana tenía con la Revolución. La división de género fue reemplazada por la tensión entre lo nacional y lo cosmopolita, lo revolucionario y lo elitista, lo moderno y lo decadente, lo realista y lo artificioso.

“¿Existe una literatura mexicana moderna? [I]”, El Universal Ilustrado, 22 de enero de 1925, pp. 30 y 31. Hemeroteca Nacional de México.

​ Por un lado, estaban los que reforzaron la crítica inicial de Jiménez Rueda, como Federico Gamboa, quien opinó que la literatura mexicana del momento era “morbosa”, “exagerada” y “enfermiza”, o Victoriano Salado Álvarez, quien escribió que “no hay literatura nueva, y la que hay no es mexicana […] y a veces ni siquiera literatura”, en un artículo publicado el 12 de enero de 1925 en Excélsior. Por otro lado, José Vasconcelos y Kyn Taniya respondieron con optimismo a una encuesta que publicó El Universal Ilustrado el 22 y el 29 de enero de 1925. Ante la pregunta: “¿Existe una literatura mexicana moderna?”, Vasconcelos aseguró que dentro de poco aparecería una literatura “vigorosa y resplandeciente”, mientras que el poeta estridentista afirmó que el movimiento mexicano presente era el “más rico, más interesante, el más trascendental de todos los movimientos intelectuales que hayamos presenciado en nuestro país”.

​ Si bien varios de los que participaron coincidían en que todavía no existía una literatura mexicana moderna, también convenían en que sí había obras y escritores prometedores que necesitaban el apoyo de un mejor sistema de mediación y circulación para la literatura nacional. En una respuesta a la encuesta, que bien podría haberse escrito un siglo después, Salatiel Rosales alegó que muchos escritores jóvenes en México vivían “reduciéndose y mutilándose” para lograr que sus colaboraciones fueran aceptadas y pagadas por las revistas existentes.

​ En un artículo publicado el 25 de diciembre de 1924 en El Universal, Francisco Monterde respondió al artículo de Jiménez Rueda declarando que sí existían escritores “viriles” con ganas de representar la experiencia turbulenta de la lucha revolucionaria, pero no “críticos verdaderos” que se tomaran en serio la tarea de orientar al pueblo, descartar las obras inútiles y resaltar las que tuvieran mérito. Monterde tenía un caso muy claro en mente: diez años antes de la polémica, la novela Los de abajo, de Mariano Azuela, había sido publicada por entregas en un semanario de El Paso, Texas. La obra representaba varios de los atributos de “hombría” que Jiménez Rueda echaba en falta, pero su publicación había pasado completamente desapercibida en el circuito letrado de la Ciudad de México.

Las generaciones posteriores de escritores valoraron la propuesta de los Contemporáneos, mientras que Julio Jiménez Rueda y Victoriano Salado Álvarez ahora son recordados por poco más que por su crítica a los “poetas afeminados”. 


​ Por su parte, en la encuesta, Mariano Azuela expresó que algún día llegaría el libro que fuera “sangre de nuestra sangre y carne de nuestra carne”. La mayoría de los involucrados coincidió en ese anhelo: la literatura en México albergaba una promesa que estaba a la espera de cumplirse. Mientras que algunos le atribuían esa situación a las fallas de los autores, otros apuntaban a la falta de las figuras intermediarias que debían permitir la circulación de los textos. La producción y la mediación no son sólo dos caras de la misma moneda que llamamos literatura, sino que persisten en nuestras discusiones hasta la fecha. Tal vez la literatura en México nunca fue ni será lo que nos gustaría, sin embargo, resulta esclarecedor ver cuáles son los argumentos que se repiten, qué es lo que se considera que ha hecho falta y cómo son los ataques, si carecen o no de sustento. Hoy todavía reconocemos a quienes pelean por defender una idea y a quienes se meten al pleito porque lo que les gusta es eso: pelear.

​ A los críticos de 1925 no les importaban las ventas de los libros y sus públicos, las comunidades de lectores, ni mucho menos la inclusión de minorías o perspectivas marginales. La función política que se le exigía a la literatura en 1925 era más concisa, si bien imposible: al poner en orden la experiencia caótica de la lucha armada a través del acto narrativo, la literatura podía contribuir a la construcción de una nueva identidad nacional que se apoyara en lo que Víctor Díaz Arciniega llamó la “cultura revolucionaria”.

​ Según Carlos Monsiváis, esta tarea quedó clara en la toma de posesión de la Secretaría de Educación Pública por el ministro Puig Casauranc en 1924, pues éste exigió que se elaborara una visión “dura y severa, pero siempre verdadera” de la situación nacional después de la Revolución. El filón crítico de la literatura, además, es evidente si se contrasta con el optimismo del muralismo mexicano que se desarrolló también en esa época. Asimismo, la permanencia del tema revolucionario puede verse hasta la década de los sesenta, con obras como La muerte de Artemio Cruz, Los recuerdos del porvenir y Los relámpagos de agosto.

​ Hoy en día también se escribe con la idea de que la literatura puede desempeñar una función política, aunque tal vez ya no hay lugar para esas tareas grandiosas que suenan a programa de Estado. En lugar de eso, pareciera que tomar una posición política en la literatura en el presente es, por definición, ejercer resistencia, ya sea contra el Estado, el patriarcado, el racismo, el capitalismo rapaz, el fascismo o contra todos al mismo tiempo, porque todos se figuran como variaciones del mismo monstruo que está devorando al mundo. En lugar de la nación revolucionaria, la literatura ahora sienta las bases de comunidades más pequeñas que coexisten dentro del mismo territorio. Hay muchas literaturas y las disputas continúan en otros medios, con menos y peores palabras y quizá con menos fe de encontrar algún consenso. Sin embargo, es de destacar que ahora hay más gente debatiendo y, por ese simple hecho, la discusión, que toma en cuenta más opiniones diferentes, es más enriquecedora.

Portada de El Universal Ilustrado, 29 de enero de 1925. Hemeroteca Nacional de México.

​ Si los textos fueran objetos, entonces los artículos de la polémica de 1925 serían algo así como un puñado de cuchillos chatos, con mangos de latón dorado y ornamentos garigoleados. Lo que cuesta trabajo es reconocer, una vez lanzadas las estocadas, la profundidad de las heridas, así como determinar si la historia fue justa al elegir a sus protagonistas. Por un lado, las generaciones posteriores de escritores en México valoraron la propuesta de los Contemporáneos, mientras que Julio Jiménez Rueda y Victoriano Salado Álvarez ahora son recordados por poco más que por su crítica a los “poetas afeminados”. 

​ Por otro lado, la polémica tuvo un resultado concreto: la republicación de Los de abajo como parte del ciclo de la novela semanal de El Universal Ilustrado en enero de 1925. Si la disputa comenzó porque los críticos echaban en falta una representación literaria adecuada de la experiencia revolucionaria, entonces la reaparición de la obra de Azuela resolvía la tensión de origen. Los de abajo capturaba el impulso violento, el idealismo y las contradicciones de la lucha revolucionaria en una forma épica que Carlos Fuentes describió más tarde como una “Ilíada descalza”. Como para confirmar el acierto, la publicación se volvió el modelo del nuevo género narrativo que definió la literatura mexicana durante las décadas siguientes: la novela de la Revolución mexicana.

​ De la novela de Azuela nace una tradición de narradores en primera persona que exponen el movimiento trágico y heroico de la violencia desde su perspectiva de protagonistas. En el modelo de literatura “viril” celebrado por los críticos y repetido por Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos y muchos otros, la Revolución se presenta como un proyecto noble que se tambalea cuando está en las manos de hombres sencillos y sedientos de poder que no entienden la responsabilidad histórica de la lucha.

​ Sin embargo, junto a la tradición que surgió de la polémica, se construyó otra, la de aquellos que quedaron al margen del ruido y los golpes. Si la primera narra las glorias de la lucha y las pasiones de los protagonistas (siempre hombres), la segunda observa los estragos y pone atención a todo lo que corre riesgo de ser olvidado. En una línea inaugurada por Nellie Campobello con la publicación de Cartucho: relatos de la lucha en el norte de México (1931), se ofrece otra manera de darle sentido al dolor del mundo a través de la literatura. No narrar en nombre de todos desde el centro, sino escuchar las voces ignoradas y llevarlas a la página; recabar las experiencias del margen y la derrota.

​ Uno de los fragmentos de Cartucho describe un evento que sucedió en “una tarde tranquila, borrada en la historia de la Revolución”. En este gesto de resistencia a la elisión se condensa la aportación central de Campobello: escribir una literatura que nos haga ver todo lo que verdaderamente se perdió mientras los demás discutían. No lo viril ni lo afeminado, sino todo lo humano que corre riesgo de desaparecer en las historias grandiosas y que, más que cualquier otra cosa, merece ser recordado. La literatura es una suma de todas las maneras en las que la gente a lo largo del tiempo ha intentado definir qué es la literatura, incluyendo las peleas. Y tal vez lo que más importa es lo que se encuentra detrás de cada pelea; lo duradero que se asoma entre los insultos, los orgullos heridos y las ganas de llamar la atención.

Imagen de portada: )Portada de El Universal Ilustrado, 29 de enero de 1925. Hemeroteca Nacional de México.