Los cristianos de Irak, historia de un viacrucis

Desierto / panóptico / Mayo de 2022

Diego Gómez Pickering

 Leer pdf

¿Por qué, dime amigo mío, hemos de ir allí con la cabeza gacha? Hemos recorrido ya todas las etapas del camino. Tablilla IV, La epopeya de Gilgamesh


“¿Eres cristiano?” A manera de saludo, tras recibirme en el aeropuerto a mi llegada a Irak, la pregunta de Firas, un energético chófer de abultado vientre y sonrisa marcada por la nicotina, me toma desprevenido pero no me sorprende. Junto con aquella que indaga el estado civil y el número de hijos, la de la ascendencia religiosa es pregunta obligada en una tierra donde la religión va mucho más allá del acto de fe. En el Medio Oriente la religión es identidad, política, cultura, historia, geografía, origen, destino y también es lengua. A mi afirmativa respuesta, su siguiente pregunta: “¿y por qué no hablas cristiano?”. Los cristianos iraquíes, indistintamente de su confesión, hablan alguna de las variantes del arameo derivadas del vernáculo utilizado en el año cero de nuestra era, la lengua en la que predicaron Jesucristo y Juan el Bautista; “cristiano”, como afirma Firas, pero también judío e incluso islámico. En aquel arameo ancestral instruyeron los patriarcas Ezequiel y Jonás, y al mismo arameo hacían referencia los poetas de la corte abasí al loar la estirpe milenaria de Bagdad, capital del califato. El arameo actual, en sus diversas versiones, desde Siria hasta Irán, es una lengua semítica, prima hermana del hebreo y del árabe, hija indirecta de la lengua hablada por Nabucodonosor y Hammurabi. Una lengua propiamente iraquí, un idioma que por más de dos mil años ha servido de puente entre cristianos, judíos y mahometanos, incluso entre yazidíes, mandeos y otras minorías religiosas, aunque durante las últimas dos décadas se haya intentado, de múltiples formas, silenciarla. Desde la invasión estadounidense en marzo de 2003, so pretexto de buscar unas armas de destrucción masiva que nunca existieron, la población cristiana de Irak ha disminuido aceleradamente. La guerra civil que siguió al desmantelamiento del régimen dictatorial de Sadam Huseín y el cruento legado del Estado Islámico en extensas regiones del oeste y norte del país, cuna del cristianismo mesopotámico, han drenado la diversidad étnica y religiosa de Irak. De 1.5 millones de iraquíes cristianos registrados a inicios de siglo, hoy los cálculos más esperanzadores solo hablan de 400 mil. El éxodo masivo de caldeos, armenios, asirios o siríacos, ortodoxos, católicos y protestantes, desangra a un país que no se entiende sin su delicado tejido intercultural, pluriétnico y multireligioso. Entre el Tigris y el Éufrates, dicta la tradición, nació el patriarca Abraham, se masacró a Alí y a Huseín, se erigió la Torre de Babel, arrasó el diluvio universal, zarpó el arca de Noé y floreció el edén bíblico. Hacia finales de los años ochenta del siglo pasado, los cristianos constituían alrededor del seis por ciento de la población de la nación árabe. Hoy, de acuerdo con las estimaciones más alentadoras, apenas rozan el uno por ciento de la totalidad de los iraquíes. La prolongada pandemia por coronavirus, la continua inestabilidad política, la corrupción, la impunidad, la inseguridad, la doliente pobreza y la latente amenaza del terrorismo islámico hacen del día a día de la minoría cristiana en Irak un verdadero viacrucis. De los más de un millón de iraquíes de confesión cristiana que se han convertido en desplazados, migrantes, perseguidos o refugiados durante los últimos veinte años, son pocos los que han logrado regresar a sus tierras ancestrales. Otros tantos añoran hacerlo algún día, los más, quizá, saben que nunca habrán de volver. Dylan Adamat señala:

Vivir en un país que no es el tuyo, y en el que hay una presión cultural, religiosa e identitaria que te lleva a renunciar a tu esencia como iraquí para conseguir integrarte, te obliga a desprenderte de tus raíces y a negarte a ti mismo, y yo ya no estaba dispuesto a seguir viviendo así.

La seguridad y elocuencia con las que describe las circunstancias que le llevaron a tomar la decisión de volver a su país natal en septiembre de 2019 transmiten, ante todo, convicción y tranquilidad. Cuando en 1991 Dylan huyó de Irak, con sus padres y hermana, para refugiarse en la ciudad francesa de Nantes, apenas tenía un año de edad y las lúgubres condiciones en que se tradujo el embargo de Naciones Unidas para la sociedad iraquí, tras la fallida intervención militar de Sadam Huseín en Kuwait, aún no mostraban su faceta más escabrosa.

Qaraqosh, Irak, 2019. Fotografía de Mazur/Catholic Church England and Wales. Flickr Qaraqosh, Irak, 2019. Fotografía de Mazur/Catholic Church England and Wales. Flickr

Hoy, el joven treintañero de pobladas cejas y gafas de pasta lleva dos años y medio viviendo en Ankawa, suburbio de mayoría cristiana en Erbil, capital de la región autónoma del Kurdistán. Trabaja como facilitador de talleres sobre sensibilización en materia de género con varias ONG apostadas en el norte iraquí y conduce un programa de radio semanal enfocado en muchos otros jóvenes como él, quienes se autodenominan “retornados”. Chicos y chicas caldeos, pero también asirios, cristianos todos, que están en sus veintes y treintas, que fueron criados (o incluso nacieron) en Francia, en la provincia canadiense de Quebec o en los estados estadounidenses de Michigan o California y que durante el último quinquenio han decidido mudarse a Irak y hacer su vida ahí. Una vida que, como describe Dylan, en Europa, América o Australia sentían que les era extirpada en aras de la integración y en detrimento de su identidad, su religión, su idioma, su cultura y sus raíces. Las docenas de retornados como Dylan y su hermana menor que pueden encontrarse en las pizzerías o en las discotecas de Ankawa, con pasaportes suecos o americanos, pero que hablan el mismo arameo de sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, hacen de Erbil un faro de esperanza para la menguante comunidad cristiana de Irak. En otras zonas del país, la situación, quizá, no es tan prometedora.

No solo estamos agotados físicamente, sino mentalmente. Imagínate lo que significa perder toda tu vida en un par de horas, de un día a otro. Me tomó mucho tiempo volver a ponerme de pie, recuperarme emocionalmente.

Los ojos de Fadi Saqat se humedecen al rememorar la fatídica noche del 6 de agosto de 2014 cuando, en el lapso de unas cuantas horas, su familia hubo de abandonar su casa y huir de Qaraqosh con lo puesto, ante la inminente llegada de las tropas del Estado Islámico a la ciudad conocida como Bajdida en arameo, una de las decenas de comunidades en la planicie de Nínive que desde el siglo primero de nuestra era, tras la evangelización del apóstol Tomás, constituyen el corazón de la cristiandad iraquí. En su avance insaciable, que hizo del ejército iraquí y de las tropas de ocupación estadounidenses peones desechables, el Estado Islámico tomó control de la totalidad de los pueblos, asentamientos y ciudades habitadas por cristianos y otras minorías religiosas en los extensos llanos ubicados entre las montañas del Kurdistán y la margen oriental del río Tigris, exiliando forzosamente a sus habitantes, so pena de muerte o esclavización, y destruyendo con su llegada todo lo encontrado a su paso. De acuerdo con datos del Comité de Reconstrucción de Bajdida, organización civil que con fondos de la iglesia se abocó al mapeo de la destrucción infligida por la organización terrorista en la infraestructura de la ciudad tras su liberación en octubre de 2016, el Estado Islámico dinamitó, quemó, profanó, vandalizó, derrumbó y saqueó 6 mil 932 casas y apartamentos, un tercio de las viviendas de Qaraqosh, así como cinco de sus once iglesias. A la fecha, solo un 60 por ciento de sus antiguos habitantes ha vuelto a Qaraqosh. La vida, a cinco años de distancia, ha regresado poco a poco a sus calles comerciales, a los patios de las escuelas y a los atrios de las iglesias, aun cuando el avistamiento de edificios derrumbados, entre grandes bloques de cemento y hierros retorcidos, sigue siendo parte del panorama. Fadi, de 28 años y maestro de educación física por la Universidad de Mosul, fue de los primeros en volver a casa junto con su familia; “fuimos afortunados”, afirma, solo encontraron algunas ventanas rotas y las cosas de mayor valor ausentes, pero una vivienda funcional y habitable, aunque la falta de agua potable, de drenaje y de electricidad hicieran de los primeros meses a su vuelta un verdadero reto. “Nunca quise dejar el país”, afirma Fadi, quien, con los suyos y cientos de miles de desplazados por el conflicto, encontró refugio durante la ocupación del Estado Islámico en el Kurdistán, “dejar el país no es sinónimo de encontrar la felicidad. Para mí, aquí, en Irak, están mi casa y la felicidad”, agrega apretando ligeramente los labios. No todos corrieron con la misma suerte, muchas familias cristianas siguen viviendo en pueblos y ciudades distantes y distintos de los propios, algunas otras, incluso, malviven en campamentos para desplazados internos, esperando el momento de regresar. Como afirma el abad Samer Soreshow Yohanna:

La gente no quiere volver, está asustada y siente miedo de regresar. Y tienen razón en no confiar [las familias cristianas] en sus vecinos [musulmanes] quienes les denunciaron por su fe o aprovecharon para hacerse con sus casas cuando huyeron. La ciudad está sanando, pero falta voluntad política, aún hay un largo camino que recorrer, sobre todo en materia de reparaciones y seguridad.

Soreshow Yohanna es originario de Mosul, la segunda ciudad más grande de Irak y epicentro de la destrucción del Estado Islámico en el país. De las 50 mil familias cristianas que la habitaban hoy solo quedan setenta, y de sus docenas de iglesias solo hay una en pie con un único sacerdote al frente. La visita del papa Francisco a Irak en marzo de 2021 atrajo los reflectores del mundo entero a un país que lleva cuatro décadas en estado permanente de descomposición y, si bien sonó la alarma al respecto de la acuciante situación de las minorías religiosas haciendo un llamado al diálogo y la reconciliación, y recordando “la diversidad religiosa, cultural y étnica que ha caracterizado por milenios a la sociedad iraquí”, la visita distó mucho de allanar el camino para aquellos que aún no pueden ni deben, aunque quieran, volver. En palabras del párroco de la catedral caldea de San José en Bagdad, Nadheer Dako, durante su homilía dominical:

Mientras Irak permanezca amenazado, la iglesia y los cristianos estarán amenazados; mientras Irak esté dividido, política e ideológicamente, sus credos y religiones permanecerán divididos. [Solo] cuando Irak encuentre la estabilidad, también la encontrarán los iraquíes, [indistintamente de su filiación religiosa].

Un mensaje en arameo que resuena igual en árabe que en hebreo o kurdo, español o inglés.

Imagen de portada: Marines en la frontera de Siria y el oeste de Irak, 2005. Fotografía del sargento Michael A. Blaha