Ciudadanía

Una lírica americana (Fragmento)

Feminismos / dossier / Noviembre de 2019

Claudia Rankine

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Hennessy Youngman, alias Jayson Musson, cuyos Art Thoughtz [sic] [Penzamientos de arte] conforman tutoriales en YouTube, educa a los espectadores sobre cuestiones de arte contemporáneo. En uno de sus muchos videos habla de cómo convertirse en un artista negro exitoso, sugiriendo irónicamente que el enojo de los negros es comercializable. Aconseja a los artistas negros que cultiven “una apariencia externa de nigger furioso” comenzando con mirar, entre otras cosas, el video de Rodney King mientras trabajan.
Las sugerencias de Youngman están destinadas a evidenciar las expectativas que existen para la negritud, y a la vez subrayan la dificultad inherente en cualquier tentativa de metabolizar una rabia verdadera por parte de los artistas negros. La rabia capitalizada que defiende su video descansa ligeramente en la superficie por el bien del espectáculo. Puede ser empleada o jugada como la carta de la raza y está únicamente ligada a la performatividad de la negritud y no al estado emocional de individuos específicos en situaciones específicas.
En el puente entre esta rabia vendible y “el artista” reside, a veces, una rabia real. En su video, Youngman no aborda este tipo de enojo: el enojo acumulado a través de la experiencia y las luchas cotidianas contra la deshumanización que cada persona morena o negra vive simplemente por el color de la piel. Con el tiempo, este otro tipo de rabia puede evitar, en lugar de alentar, la producción de cualquier cosa que no sea la soledad.
Comienzas a pensar, quizás erróneamente, que este otro tipo de rabia es realmente una clase de conocimiento: del tipo que aclara y decepciona a la vez. Responde al insulto y al intento de ser borrado simplemente afirmando una presencia, y la energía requerida para presentar, reaccionar o afirmar es acompañada por la desilusión visceral: una desilusión en el sentido de que ninguna cantidad de visibilidad altera la forma en que somos percibidos.

Lukaza Branfman-Verissimo, NO (de la serie Protest Sign), 2017. Cortesía de la artista


El reconocimiento de esta carencia podría destrozarte. O el reconocimiento puede iluminar la borradura que el intento de borradura desencadena. Si tal discernimiento crea un yo más sano, aunque más aislado, no se puede saber. En cualquier caso, Youngman no habla acerca de este tipo de enojo. No dice que presenciar la expresión de este enojo más ordinario y cotidiano pueda hacer que el testigo crea que una persona está “loca”.
Y la locura es en lo que piensas un domingo por la tarde, mientras bebes una Arnold Palmer, viendo la semifinal femenil del Abierto de Estados Unidos de 2009, cuando el comportamiento explosivo de Serena Williams se roba toda tu atención. Ante tus ojos, Serena en HD se ve poseída por una rabia que reconoces y que te han enseñado a mantener a distancia por tu propio bien. El comportamiento de Serena en este domingo por la tarde en particular sugiere que toda la injusticia que ha sorteado al jugar tenis durante todos los años de su ilustre carrera destella ante ella y finalmente decide responderle con una serie de invectivas. Nada, ni siquiera la repetición de negaciones (“no, no, no”) que ella empleó en una situación similar años antes, cuando era una jugadora más joven en el Abierto de EE. UU. de 2004, te prepara para esto. “Dios mío, se ha vuelto loca”, le dices a nadie.
¿Cómo se ve el cuerpo de una mujer negra, victoriosa o derrotada, en un espacio históricamente blanco? Serena y su hermana mayor Venus Williams nos recuerdan las palabras de Zora Neale Hurston: “Me siento más negra cuando me arrojan contra un fondo blanco nítido”. Este verso apropiado por Glenn Ligon y plasmado en esténcil sobre lienzo usando letras plásticas, embarrando crayones de aceite y grafito para transformar las palabras en abstracciones, parece ser el eslogan de un anuncio sobre un aspecto de la vida de todos los cuerpos negros.
Las palabras de Hurston han sido representadas en la pantalla grande por Serena y Venus: a veces ganan, a veces pierden, han sido heridas, han estado tristes, han sido felices, ignoradas, abucheadas, aclamadas, y por encima de todo es evidente para quien sea que algunas personas estaban enfurecidas de que ellas simplemente estuvieran ahí —grafito contra un fondo blanco nítido—.
Durante años atribuyes a Serena Williams el tipo de resiliencia que puede esperarse sólo de quienes existen en el celuloide. Ni su padre, ni su madre, ni su hermana, ni Jehová, su Dios, ni el campamento Nike podrían protegerla a la larga de la gente que siente que ese cuerpo negro no pertenece a su cancha, a su mundo. Desde el principio muchos dejaron claro que a Serena le hubiera ido mejor luchando por sobrevivir en las dos dimensiones de una pintura de Millet, en lugar de en su cancha de tenis —más vale poner toda esa fuerza a trabajar en fantasías donde ella labra la tierra, en vez de ahogarse en la turbulencia de nuestros dramas antiguos, como un barco luchando contra una tormenta en un paisaje marino de Turner—.
Entre los detractores de Serena, la más famosa se encarna en Mariana Alves, la distinguida jueza de silla de tenis. En 2004 Alves fue excusada de oficiar más partidos en el último día del Abierto de EE. UU. después de marcar cinco errores contra Serena en el partido de cuartos de final contra su compatriota estadounidense Jennifer Capriati. Los servicios y las devoluciones que Alves marcó aterrizaron, asombrosamente sin ser devueltos por Capriati, dentro de las líneas, sin necesidad de otra mirada que lo corroborara. Comentaristas, espectadores, televidentes, jueces de línea, todo el mundo podía ver que fueron bolas buenas, todos, al parecer, excepto Alves. Nadie podía entender lo que estaba pasando. Serena, con su falda de mezclilla, sus botas negras y su rímel oscuro, comenzó a mover el dedo y a decir “no, no, no”, como si al negar el momento ella pudiera impulsarnos de vuelta a un mundo legible. John McEnroe, superestrella del tenis, dado su buen ojo para la injusticia durante su propia carrera profesional, estaba sorprendido de ver cómo Serena había podido mantener la cordura después de perder el partido.
Aunque nadie estaba diciendo nada explícitamente sobre el cuerpo negro de Serena, no eres la única espectadora que pensó que era su cuerpo lo que se interponía en la línea de visión de Alves. Un comentarista dijo que esperaba no sonar desagradable al afirmar: “Capriati gana con la ayuda de los árbitros y los jueces de línea”. Un año más tarde, ese partido se citaría para demostrar la necesidad de instalar el “ojo de halcón”, una tecnología de arbitraje que le quita la visión al encargado de observar. Ahora la decisión del árbitro puede ser desafiada por una repetición en cámara; sin embargo, en ese momento, después del partido, Serena dijo: “Estoy muy enojada y resentida en este momento. Me sentí engañada. ¿Debo continuar? Siento que me robaron”.
Y aunque sentiste indignación por Serena después de ese Abierto de EE. UU. de 2004, a medida que pasan los años parece que Serena logra dejar ir a Alves y a una lista cada vez más larga de otras curiosas decisiones y equivocaciones, cometidas contra ella y su hermana, conforme suceden.

Serena Williams, 2014. Fotografía de labbradolci. BY-NC


Sí, y el cuerpo tiene memoria. Como un carruaje que tira de algo más que su propio peso. El cuerpo es el umbral a través del cual cada decisión objetable pasa a la conciencia: toda esa resiliencia imperturbable, impasible y sin parpadear no borra los momentos vividos, incluso cuando somos eternamente estúpidas o eternamente optimistas, tan listas para estar dentro, estar entre, ser parte del juego.
Y he aquí a Serena: cinco años después de Alves, de vuelta en el Abierto de EE. UU., nuevamente en un partido de semifinales, esta vez contra la belga Kim Clijsters. Serena no está jugando bien y pierde el primer set. En respuesta, estrella su raqueta contra la cancha. Ahora, McEnroe no se impresiona por su capacidad de mantenerse tranquila y se anima a decir: “Es lo más enojada que la he visto nunca”. El árbitro le da una advertencia; otra violación significará una penalización en el marcador.
Está en el segundo set, en el momento crítico del 5-6 a favor de Clijsters, en el saque para permanecer en el partido, en el punto de partido. La jueza de línea empleada por el Abierto de EE. UU. para observar el cuerpo de Serena, cada uno de sus movimientos, dice que Serena pisó la línea en su saque. ¿Qué? (Al parecer, las cámaras de ojo de halcón no cubren los pies, sólo la pelota.) ¡Qué! ¿En serio? Sí, en serio: ella ha visto un fallo en los pies, que nadie más puede cofirmar a pesar de las varias repeticiones. “No hay falla en los pies, definitivamente no se ve una falla en los pies”, dice McEnroe. “Sin duda esto es un sobrearbitraje”, dice otro comentarista. Incluso el comentarista de tenis de ESPN, que parece predecible en su disposición a culpar a las hermanas Williams, dice: “Su decisión sobre la falta del pie estaba fuera de lugar”. Sí, e incluso si hubo una falta en el pie, a pesar de la regla, rara vez se marca una falta así en los momentos críticos de un partido de Grand Slam porque “No haces un marcaje —dice la jueza de tenis Carol Cox— que puede decidir un partido a menos que sea flagrante”.
Cuando miras a la afable Kim Clijsters, tratas de jugar con la idea de cómo hubiera terminado esta escena si hubiera sido al revés. Y cuando Serena se voltea hacia la juez de línea y dice: “Te juro por Dios que voy a coger esta puta pelota y te la voy a meter en la pinche garganta, ¿me oyes? ¡Lo juro por Dios!”, por muy ofensivo que sea su arrebato, es difícil no aplaudirle por reaccionar inmediatamente al ver su cuerpo arrojado contra un fondo blanco nítido. Es difícil no aplaudirle por existir en el momento, por luchar locamente contra la posición supuestamente incorrecta de su cuerpo en la línea de saque.
En 2009 dice, demasiado tarde, las palabras que debería haberle dicho al árbitro en 2004, las palabras que podrían haber enfocado a Alves, un foco desde el que se reconociera lo que realmente estaba sucediendo en la cancha. Ahora la reacción de Serena se lee como locura. Y su castigo por ese momento de romper las cadenas es la mentada penalización en el marcador que resulta en la pérdida del partido, más una multa de 82,500 dólares y un periodo probatorio de dos años por parte del Comité del Grand Slam.
Tal vez la decisión del comité sea sólo acerca del contexto, aunque el contexto no es significado. Es un evento público que se ve en hogares de todo el mundo. En cualquier caso, es difícil no pensar que si Serena pierde el piso al abandonar todas las reglas de cortesía, podría ser porque su cuerpo, atrapado en un imaginario racial, atrapado en la incredulidad —el código de lo que significa ser negro en Estados Unidos— está regido, no por el partido de tenis en el que participa, sino por la relación con la promesa fallida de jugar bajo las reglas. Quizás así es como se siente el racismo, sin importar el contexto: de repente todas las reglas bajo las que todos los demás juegan dejan de ser aplicables para ti, y denunciar esto diciendo en voz alta “¡lo juro por Dios!” es anunciarte como demente, grosera, loca. Mala deportista.
Dos años después, el 11 de septiembre de 2011, Serena juega contra la australiana Sam Stosur en la final del Abierto de EE. UU. Se espera que gane después de que la noche anterior derrotó a la jugadora número uno, la danesa Caroline Wozniacki, en la semifinal. Algunos especulan que Serena quiere ganar este Grand Slam en particular porque es el décimo aniversario del ataque a las Torres Gemelas. Se cree que al ganar demostrará su patriotismo estadounidense de hueso colorado y de una vez por todas será amada por el mundo del tenis (piensa en Arthur Ashe después de muerto). Todos los errores de arbitraje, los abucheos, las críticas sobre la manera en que ella ha afeado el juego del tenis, a través de su físico y de su comportamiento, ese racimo de traiciones, se borrará con esta victoria.
Imaginamos que lo que ella quiere decir es lo que su hermana diría al año siguiente después ser diagnosticada con el síndrome de Sjögren tras perder su partido con gritos de “¡Vamos, Venus!”, en el estadio Arthur Ashe:

Sé que ésta no es la etiqueta tenística correcta, pero es la primera vez que una multitud me apoya de esa manera. Hoy me sentí estadounidense, sabes, por primera vez en el Abierto de EE. UU. Toda mi carrera había esperado tener este momento y aquí está.

Es demasiado agotador y el agotamiento de Serena se manifiesta en su forma de jugar; está perdiendo por un set y un partido. Sí, y finalmente devuelve un gran tiro, un gran golpe de derecha, y antes de que la pelota rebase con seguridad la zona de devolución de Sam Stosur, Serena grita “¡vamos!”, pensando que ha dado un pelotazo ganador e irrecuperable. La árbitra, Eva Asderaki, marca correctamente que Serena, al gritar, interfirió con la concentración de Stosur. Entonces, una bola que Stosur aparentemente no podría haber devuelto se convierte en punto para Stosur. La respuesta de Serena es preguntarle a la árbitra si está intentando jodérsela otra vez. Ella recuerda lo que la árbitra le hizo en el pasado. Como espectadora, tú también, junto con John McEnroe, comienzas a preguntarte si ésta es la misma árbitra de 2004 o 2009. No lo es: en 2004 fue Mariana Alves y en 2009 fue Sharon Wright; sin embargo, el uso de las palabras “otra vez” por parte de Serena devuelve a sus televidentes a las otras veces en las que le llamaron la atención sobre su cuerpo.
De nuevo, las frustraciones de Serena, sus desilusiones, existen dentro de un sistema que tú sabes que no debes tratar de entender de forma imparcial, porque hacerlo es comprender la borradura del yo como algo sistémico, ordinario. Para Serena, el menosprecio cotidiano es un fuego lento, un goteo constante. Cada mirada, cada comentario, cada mala decisión aflora de la historia, a través de ella, en ti. Comprender es ver a Serena tan acorralada como cualquier otro cuerpo negro lanzado contra nuestro fondo estadounidense. “¿No eres tú quien me jodió la última vez aquí?”, pregunta a la árbitra Asderaki. “Sí, lo eres. No me mires. En serio, ni siquiera me mires. No mires hacia mí. No mires hacia mí”, y lo repite, porque es así de sencillo.
Sí, ¿y quién puede dejar de mirar? Serena no se está quedando sin aliento. A pesar de todo su entendimiento, ella sigue sacando mientras destroza raquetas y deshilacha dobladillos. En los Juegos Olímpicos de 2012 llevó a casa dos de las tres medallas de oro que los estadounidenses ganarían en tenis. Después de su baile de celebración de tres segundos en el patio central del All England Club, los medios estadounidenses informaron:

Y estaba Serena… Bailando como pandillera en el lugar más blanco, crema y nata del mundo… No podemos evitar negar con la cabeza… Lo que Serena hizo fue similar a soltar una broma sexual de mal gusto dentro de una iglesia… Lo que ella hizo fue inmaduro y sin clase.

Antes de hacer el video “Cómo ser un artista negro exitoso”, Hennessy Youngman subió a YouTube “Cómo ser un artista exitoso”. A la vez que presenta el argumento de que uno necesita ser blanco para ser verdaderamente exitoso, agrega, aparte, que esto podría no funcionar para los artistas negros porque si “un artista negro pinta una flor se convierte en una flor de esclavitud, flor de la Amistad1”, insinuando así que cualquier relación entre un espectador blanco y el artista negro se convierte inmediatamente en una dinámica de la persona blanca y la propiedad negra, que era el estado legal de las cosas antes, como ha señalado Patricia Williams en La alquimia de la raza y los derechos: “El frío juego de la mirada igualitaria me hace sentir como una hoja delgada de cristal… Yo podría forzar mi presencia, el yo real contenido en esos ojos, sobre ellos, pero me destrozaría en el proceso”.

Lukaza Branfman-Verissimo, AS BRIGHT AS ANGER (de la serie AS BRIGHT AS YELLOW), 2018. Cortesía de la artista


En una entrevista después de su victoria en los Juegos Olímpicos de 2012, el británico Piers Morgan le informa a Serena que planeaba llamar a su baile de la victoria “la movida de Serena”; sin embargo, él ha aprendido de la prensa estadounidense que es un baile de pandillero. Serena responde incrédula preguntándole si cree que parece una pandillera. “Sí”, responde él. Bromas a la ligera, quizá, le pese a quien le pese, Serena Williams vuelve a florecer en Serena Williams.
Cuando se le pregunta si está segura de poder ganar sus próximos partidos, su respuesta sigue siendo: “Al final del día, estoy muy feliz conmigo misma y estoy muy feliz con mis resultados”. Serena ganará todos los partidos que jugó entre el Abierto de EE. UU. y el campeonato de fin de año de 2012, y como el tenis es un juego de ajustes, lo hará sin reaccionar ante ninguna de las varias decisiones cuestionables. Más de un comentarista haría hincapié en su capacidad de mantener la calma durante esos partidos. “Es una mujer enamorada”, sugiere alguno. “Ha madurado”, decide otro, como si responder a la injusticia del racismo fuera algo infantil y su previa demostración de emoción no estuviera ligada a nada y se mantuviera distante de cualquier acción externa de los demás. Otros teorizan que está desarrollando la admirable “lógica tranquila y calculada” de Arthur Ashe, a quien el periodista deportivo Bruce Jenkins consideró “digno” y “valiente” en su capacidad de enfrentar la injusticia sin hacer un drama. Jenkins, quizás inspirado por el nuevo comportamiento de Serena, argumenta que su continuo boicot en Indian Wells en 2013, donde se sintió traumatizada por la agresión de insultos racistas lanzados contra ella en 2001, era una falta de “dignidad” e “integridad” y solamente demostaba “torpeza y rencor”. (Serena levantó su boicot en 2015, y Venus levantó el suyo en 2016.)
Al ver a esta nueva Serena contenida, empiezas a preguntarte si finalmente ha dejado de querer algo mejor de sus colegas o si ella también se ha encontrado con Art Thoughtz de Hennessy y está canalizando su afirmación de que cuanto menos de esto se comunique, mejor. Sé ambigua. Este tipo de ambigüedad también podría diagnosticarse como disociación y apoyaría la afirmación de Serena de que tuvo que separarse de sí misma y crear personajes diferentes.
Ahora que no es señalada la injusticia, ahora que no hay gritos, ni insultos, ni dedos meneándose, ni sacudidas de cabeza, los medios deciden tomar partido cuando el 12 de diciembre de 2012, dos semanas después de que Serena sea nombrada Jugadora del Año de la World Tenis Association, la danesa Caroline Wozniacki, una jugadora exnúmero uno, imita a Serena metiéndose toallas en su corpiño y bajo la falda, todo en buena onda, en un partido amistoso. ¿Racista? CNN quiere saber si la indignación es la respuesta correcta.
Es entonces cuando las sugerencias de Hennessy sobre “cómo ser un artista exitoso” regresan a ti: sé ambigua, sé blanca. Queda claro, finalmente, que Wozniacki ha puesto en escena lo que muchos detractores de Serena deseaban, consciente o inconscientemente, en el momento en que la chica de Compton pisó por primera vez una cancha. Wozniacki (aunque hay varias maneras de interpretar sus acciones: burla juguetona de una compañera, homenaje a las payasadas del conocido tenista bromista Novak Djokovic) finalmente le da a la gente lo que siempre ha deseado: encarna los atributos de Serena mientras deja atrás su “furioso nigger exterior”. Por fin, en este momento real e irreal, tenemos la imagen de Wozniacki, la bondad blanca y sonriente, haciéndose pasar por la mejor jugadora de tenis de todos los tiempos.

Citizen. An American Lyric será publicado próxima­men­te en es­pañol por Antílope y Surplus. Traducción de Yolandi Cruz Guerrero. Se reproduce con autorización.

Imagen de portada: Libby Black, I Think It’s Bad When People Start Booing Between Serves, 2016. Cortesía de la artista. Fotografía de Beatriz Escobar

  1. En español en el original. [N. de la E.]