Cicatrices en el desierto

Desierto / dossier / Mayo de 2022

Sandra Lorenzano

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El mal que aqueja a la República Argentina es su extensión; el desierto la rodea por todas partes, se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin habitación humana, son por lo general los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Domingo Faustino Sarmiento
Solo queda la Patagonia, la Patagonia que convenga a mi inmensa tristeza. Blaise Cendrars


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Cerca de Trenque Lauquen, de América, de Puán, cabe hallar, muy a las cansadas, curiosos rastros en la tierra, que seguramente se encuentran también en otros puntos de la campaña bonaerense. Son como cicatrices sobre el manto verde…1

“Cicatrices sobre el manto verde”. Quizás no haya mejor descripción de mi imagen del país. Allí donde la zanja de Alsina2 fue hiriendo la tierra nació una parte de la historia argentina y una parte de mi propia historia. En la infancia pampeana de mi padre surgió esa nostalgia de horizonte en la mirada que hemos heredado sus hijos. Esas ganas de estar siempre del otro lado de la cicatriz, como la cautiva de Borges. Y el verde se vuelve pardo conforme se avanza hacia el sur; se vuelve “desierto” que nunca fue desierto sino enorme territorio habitado por los “otros”, los indígenas, los “bárbaros” que estorbaban al proyecto civilizatorio nacional. La Patagonia argentina es una meseta de casi 800 mil kilómetros cuadrados,3 que va de la cordillera al Atlántico, del sur de la provincia de Buenos Aires a los Andes fueguinos. Aunque las postales suelen mostrar lagos de ensueño rodeados de montañas, glaciares o pistas de esquí, lo cierto es que la mayor parte de la tierra patagónica es árida, plana y seca. Nombrada por el viajero italiano Antonio Pigafetta, quien acompañara a Magallanes en su viaje en el siglo XVI, por el tamaño de los pies de sus habitantes, dicen algunos. Otros señalan que el nombre patagón proviene de una popular novela, Primaleón, impresa en Salamanca en 1512. Hay quienes le adjudican un origen quechua. 4 La verdad es que este espacio de disputas y de sueños, de utopías y de fracasos, este espacio de silencios y ausencias, nació como rostro fundacional de la Argentina moderna con una masacre: la eufemísticamente llamada “Campaña del desierto”. Las cicatrices nunca han cerrado; aún hoy marcan el modo en que nos paramos “mirando al sur”.5

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Pero antes de esto, ya rondaba la Patagonia por las páginas de Occidente, no solo de Pigafetta, sino también de Darwin, más adelante de Julio Verne en El faro del fin del mundo, de Bruce Chatwin, de Roberto Arlt y de muchos otros, seducidos por “la impronta mítica, por el rasgo fabuloso” que se percibe en ella.6 Los ñandúes, los guanacos y los armadillos están presentes en sus páginas, junto con expediciones, rarezas naturales, fósiles gigantes, soledades y viajes iniciáticos. En el relato del joven naturalista británico, por ejemplo, aparecen los tres indígenas de Tierra del Fuego que tiempo antes el Capitán Fitz-Roy había llevado a Inglaterra para “civilizarlos”. Ahora llegaban de regreso, a bordo del Beagle, para que influyeran en el cambio cultural de sus paisanos. Entre ellos estaba Jemmy Button, el desgarrador personaje recuperado por Patricio Guzmán en El botón de nácar (2015), uno de los documentales más hermosos que he visto en mucho tiempo. Jemmy Button es un ser desolado que podría repetir los versos de Cendrars: “Sólo queda la Patagonia, la Patagonia que convenga a mi inmensa tristeza…”. Arrancado de su tierra y de su cultura, al ser traído de regreso vuelve, por supuesto, a sus costumbres, a su lengua, a sus amores. Jemmy es el Ulises de este continente nuestro que, como tantos por aquí, no sale por propia voluntad, y que seguramente ansió la vuelta de manera desesperada durante el tiempo que pasó en Inglaterra.

Fotograma del documental _El botón de nácar_ de Patricio Guzmán, 2015 Fotograma del documental El botón de nácar de Patricio Guzmán, 2015

No hay escapatoria: la utopía y el crimen nacieron juntos en nuestro sur de todos los sures.

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“Campaña del desierto” es el título de un capítulo del libro de historia que hemos aprendido todas y todos los argentinos siendo niños. Casi desde que ese mismo hecho diera origen, a fines del siglo XIX (1878-1885), al Estado liberal que conocemos hoy, el relato de la gesta sangrienta que arrasó con los pueblos originarios que habitaban el extremo sur del continente, y que lleva ese eufemístico nombre es —con mucha más fuerza que la conquista española— el mito de origen de la nación argentina. Damos por sentado, entonces, a los seis o siete años, que “desierto” en nuestro país no es un “lugar despoblado o en el que no hay gente”, como dice el Diccionario de la Lengua Española; que no tiene nada que ver con las imágenes del Sahara que vemos en historietas o películas, que ese territorio que conocemos como Patagonia se lo hemos “ganado” a los indios y que eso nos hizo “civilizados”. No sé cuántos hayan pensado a esa edad que la civilización implica, entonces, exterminio y muerte. Pero lo cierto es que una de las narrativas fundacionales más fuertes del Estado y la nación argentinos —el relato, diría yo— es el de una matanza. La primera llevada a cabo por nuestro ejército. La ciencia positivista de la época da el marco y el pretexto científico para el proyecto ideológico-económico que sostiene la construcción del Estado liberal argentino. El desprecio por esos “seres inferiores” que eran los indios “justifica” la avanzada de la civilización. Así, la oposición entre civilización y barbarie articula la historia patria. David Viñas, en Indios, ejército y frontera (1982), reflexiona sobre la continuidad entre la actuación del ejército en el siglo XIX en la Patagonia y la que tuvo en la última dictadura cívico-militar (1976-1983). También la instauración del Estado terrorista de los años setenta se da en el marco de la práctica social del genocidio. Se pregunta entonces “los indios, ¿fueron los desaparecidos de 1879?”.7 Violencia. Ausencia. Cicatrices. El informe final que el General Roca ofreció al Congreso sobre esa campaña dice que “14 mil 172 indios fueron reducidos, muertos o prisioneros” (aunque algunos historiadores elevan esa cifra a 35 mil).8 Mientras Viñas escribía en el exilio mexicano, el gobierno militar celebraba los cien años de la Campaña haciendo justamente este paralelismo. Las palabras de Videla resaltaban la

gloriosa y trascendente gesta de todos los argentinos […] Una epopeya afirmativa de la nacionalidad y de la soberanía sobre tierras hasta entonces señoreadas por la soledad y el desamparo.9

La gesta victoriosa sobre ¿la soledad? Los miles de indígenas que habitaban la Patagonia no eran más que una presencia indeseable que había que eliminar para continuar con el proyecto nacional. Pero no han sido estos los únicos dos momentos sangrientos en la zona austral del país. Allí está el episodio relatado por Osvaldo Bayer en su libro Los vengadores de la Patagonia trágica (1984), en el cual una huelga de peones que reclamaban a causa de las condiciones de maltrato y explotación a las que eran sometidos por los dueños de los latifundios, muchos de ellos ingleses, terminó con el fusilamiento de más de mil quinientos obreros a manos del ejército enviado por el entonces presidente Hipólito Yrigoyen. Se considera una de las mayores muestras de violencia autoritaria de un gobierno democrático en el país. De este modo, la historia argentina puede ser vista como un largo proceso de sucesivos y violentos “borramientos”, de exclusión y supresión del “otro”, del diferente: el indio, el “bárbaro”, el pobre, la mujer… Los “desaparecidos” son, en este sentido, una figura fundante de la nación.

Ilustración de Reports of the Princeton University _Expeditions to Patagonia 1896-1899_, 1901. Biodiversity Heritage Library Ilustración de Reports of the Princeton University Expeditions to Patagonia 1896-1899, 1901. Biodiversity Heritage Library

En 1845 Domingo Faustino Sarmiento publica Facundo o Civilización y barbarie en las pampas argentinas, sintetizando en esa dicotomía fundacional los antagonismos que habían marcado la historia argentina. A la vez, sienta las bases no solo de un nuevo periodo, sino de una clave de interpretación de la realidad nacional desde 1880 hasta el presente. Tal como lo ha explicado, entre otras especialistas, Maristella Svampa, la oposición entre civilización o barbarie “expresa claramente una fórmula de combate, y sobre todo un llamado a la exclusión y al exterminio del otro”.10 Surge entonces la imagen de nuestro desierto que no es desierto, cubierto de sueños y de sangre.

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“El erotismo se esconde entre los pliegues de la cordura y de la política: la cautiva es una figura erótica”, escribe Cristina Iglesia en un incisivo y bello texto sobre esa figura presente como botín de guerra desde la mitología griega: Roma, Europa, Helena, son algunos de los nombres que recuerda Herodoto.11 La cautiva es también una de las figuras clásicas de la conquista del Río de la Plata; figura que está en el origen mítico de esa parte de nuestra historia, y que la autora trabaja a partir del texto “La Argentina manuscrita” (1612), de Ruy Díaz de Guzmán. Me detengo en la suma de erotismo y violencia que encierran las frases usadas por el cronista: “cautivar la tierra para después correrla, o sus equivalentes: poseer la tierra para después abrirla”.12 Y será similar la mirada hacia la cautiva que tanta fuerza tiene como imagen en la Campaña del desierto. La mujer como objeto de deseo y discordia, secuestrada y llevada hacia el lado de la barbarie seduce, atrae a uno y otro bandos de la frontera. Para unos, los propios, es víctima y a la vez culpable por provocar la codicia y el amor del enemigo. Nada diferente a los discursos que aún hoy el patriarcado usa para hablar de las mujeres que sufren violencia de género. Para los otros, y aun cuando tenga hijos mestizos, aun cuando haya olvidado su lengua, ella será siempre alguien que puede traicionar, delatar, alguien que mira con mirada ajena. Y de pronto me parece que todo lo que Cristina Iglesia dice sobre las cautivas puede ser pensado con respecto a la propia Patagonia: la tierra secuestrada y violentada por el invasor; la tierra como objeto de un deseo que atraviesa los siglos, y va del etnocidio inicial al ecocidio actual. Fracking, extractivismo, incendios de bosques provocados para permitir la explotación agrícola, inmobiliaria o minera de la tierra, represas que atentan contra la biodiversidad, venta de grandes extensiones a los capitales nacionales e internacionales (el grupo italiano Benetton es el mayor propietario de la región con 900 mil hectáreas en la provincia de Chubut13), la lista de las violencias contra la región no se detiene.

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Aquello que se presenta como la otra cara de ese baño de sangre es, en realidad, su complemento: la fantasía de la creación de un nuevo país, casi utópico. Ya se trate del Estado liberal moderno, del “granero del mundo”, de la tierra prometida a los inmigrantes, o de la nueva capital imaginada por el presidente Alfonsín en la ciudad de Viedma, todas estas propuestas parecen partir de una política de arrasamiento, que hace tabula rasa para dar paso a una nueva fundación del (futuro) paraíso. La Patagonia pareciera contener algunas de las expresiones más fuertes de la imaginación utópica que alimentó la conquista de América. Se dice que dos características debe tener el relato utópico: la lejanía y la insularidad; “una lejanía que puede ser temporal o espacial, y una insularidad que no exige que haya una isla propiamente dicha”.14 Esa insularidad se ha planteado en el sur argentino a través de proyectos independentistas como el de Orélie Antoine de Tounens, el noble francés que, entusiasmado por su lectura de La araucana de Alonso de Ercilla, llegó a nuestro sur a fines de la década de 1850, donde, aliado con los líderes mapuches, se autoproclamó “rey de la Araucanía y la Patagonia”. Cintas como La película del rey (Carlos Sorín, 1986) y Un rey para la Patagonia (Lucas Turturro, 2011) dan cuenta de esta aventura, no demasiado diferente en esencia al cuento “Cuando Argentina perdió la Patagonia” de Salvador San Martín, quien en 1984 imagina un Estado independiente del centralismo de Buenos Aires. ¿No fue también contra ese centralismo que el presidente Alfonsín se propuso mudar la capital? Se trataba del Proyecto Patagonia y Capital que proponía a los argentinos, tal como lo expresó en el famoso discurso en la ciudad de Viedma, capital de la patagónica provincia de Río Negro propuesta para convertirse en la capital del país, “crecer hacia el sur, hacia el mar y hacia el frío”. La fantasía utópica permanece, queda la posibilidad de que todo lo que no hemos podido lograr como país hasta hoy, se lograría si miráramos hacia el sur, hacia el mar y hacia el frío.

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Si la pequeña voz de la historia tiene audiencia, lo hará interrumpiendo el cuento de la versión dominante, quebrando su línea del relato y enredando el argumento. Ranajit Guha


Recupero, en los quiebres de estos nuevos escenarios de exclusiones, el sonido de las “pequeñas voces”, como plantea Ranajit Guha, que funcionan como espacios de resistencia, generando estrategias de sobrevivencia social.15 Memorias del presente. Frente a las ruinas que ha dejado a su paso el “progreso” del neoliberalismo, las pequeñas voces recuperan la memoria de todos los desaparecidos de nuestra historia para construir a partir de allí una nueva dignidad individual y colectiva.

Mapa de la Patagonia, en Antonio Pigafetta, _Diario del viaje de Magallanes_, _ca_. 1525. Library of Congress Mapa de la Patagonia, en Antonio Pigafetta, Diario del viaje de Magallanes, ca. 1525. Library of Congress

Algunas de estas voces nos llegan, por ejemplo, a través de Historias mínimas (2002), la película que Carlos Sorín filmó en el momento de mayor crisis del nuevo modelo de “modernización excluyente”. En ella el viento frío sopla sobre don Justo, quien con sus ochenta años recorre más de 400 kilómetros para encontrar a su perro Malacara (“El único que de verdad me conoce”, dice); sopla sobre María, que tiene que ir a recoger el “multiprocesador” que ganó en un concurso televisivo (“Pero decime, la interpela su contrincante en la pantalla, ¿acaso vos tenés electricidad en la casilla?”); sopla sobre Roberto, viajante de comercio, quien corteja a una joven viuda llevándole un pastel para el cumpleaños de su hijo. Tres historias que se entrecruzan en este ejercicio de un director sumamente cuidadoso, que filma poco y con una técnica más cercana a la artesanía que a la industria. Historias mínimas, ubicada en algún remoto lugar de la patagónica provincia de Santa Cruz, es precisamente lo que su título permite intuir: una película sobre las pequeñas historias de la gente común y corriente. Lejos de las “luces” de la gran ciudad, interpretada no por actores profesionales sino por la gente que vive en la zona en la que se filmó, con bajo presupuesto y un agradecible poco ruido y nada de soberbia, me gustaría pensar en esta película, a un tiempo despojada y arriesgada, como en una metáfora de la sociedad argentina nacida de esas ruinas que el ángel de la historia de Walter Benjamin mira con espanto. En 2001, en una de las crisis económicas más brutales de su historia, la sociedad argentina se mostró quizás más viva que nunca. Sabemos que los gestos solidarios, generosos, comprometidos que llevaron a cabo muy diversos sectores, protagonizados no por los actores conocidos (podría decirse que los más desubicados ante la crisis nacional fueron justamente los políticos profesionales), sino, como en la película de Sorín, por la gente común y corriente, no constituyen por sí mismos una alternativa política a la crisis en el sentido tradicional; los comedores populares, las redes de trueque, el respeto a los “cartoneros”, las guarderías creadas por grupos piqueteros, los merenderos para jubilados y desempleados, entre otros cientos de acciones que nacieron “desde abajo”, no son seguramente un modo de rediseñar el Estado, no establecieron las bases de un nuevo pacto nacional —imprescindible para poder pensar en algún tipo de proyecto de futuro—, pero fueron, sin duda, la manifestación más clara de que el hartazgo y el cansancio pueden despertar fuerzas creativas en la sociedad.


Escucha el Bonus track de Sandra Lorenzano, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: La Patagonia vista desde la Estación Espacial Internacional, Expedición 47, 2016. NASA Image and Video Library

  1. Fernando Sánchez Zinny, La Nación, Buenos Aires, 13 de marzo de 2010. Disponible aquí 

  2. Creada por Adolfo Alsina entre 1876 y 1877 fue un sistema de fosas y terraplenes sobre la frontera que dividía, en la provincia de Buenos Aires, los territorios que estaban en manos del gobierno federal de aquellos que permanecían en poder de los indígenas. 

  3. La Patagonia tiene “2.66 habitantes por kilómetro cuadrado, el más bajo de las regiones del país. […] A fines de los años noventa, la Patagonia producía más del 50 por ciento de la energía nacional, más del 80 por ciento del petróleo y el gas, y el 100 por ciento del aluminio”. Diego Reis, “Patagonia, lugar de la utopía”, Diario Andino, 4 de febrero de 2013. Disponible en este link

  4. Ver Javier Roberto González, El nombre de la Patagonia. Historia y ficción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago, Anejo del número 32 de Anales de Literatura Chilena, diciembre 2019. 

  5. “Si desde el día en que me fui con la emoción y con la cruz, yo sé que tengo el corazón mirando al sur”, dice un tango de Eladia Bázquez, que llevo siempre conmigo. 

  6. Diego Reis, art. cit. Los títulos literarios contemporáneos sobre la región son numerosos y, aunque diversos, parecieran compartir la búsqueda de un elemento utópico. Pienso en Inclúyanme afuera y Falsa calma de María Sonia Cristoff, o en Mempo Giardinelli y su Final de novela en Patagonia, o en las novelas ubicadas en Ushuaia, Fuegia de Eduardo Belgrano Rawson y La Tierra del Fuego de Sylvia Iparraguirre. 

  7. David Viñas. Indios, ejércitos y fronteras, Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2003, p. 18. 

  8. Diego Reis, art. cit. 

  9. Citado en Javier A. Trímboli, “1979. La larga celebración de la conquista del desierto”, Corpus, 2013, vol. 3, núm. 2, párr. 4. Disponible aquí 

  10. Maristella Svampa, El dilema argentino: civilización o barbarie, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1994. Reeditado en 2006 por Taurus, con un postfacio. 

  11. Cristina Iglesia, La violencia del azar. Ensayo sobre literatura argentina, FCE, Buenos Aires, 2003, p. 24. 

  12. Ruy Díaz de Guzmán, “La Argentina manuscrita”, apud Cristina Iglesia, op cit. p. 27. Iglesia trabaja a partir de la figura mítica de Lucía Miranda, esposa del conquistador español Sebastián Hurtado. Ambos son personajes ficticios. 

  13. “Según el Registro Nacional de Tierras Rurales, […] el 35 por ciento del territorio nacional figura como propiedad de […] 0.1 por ciento de los propietarios privados”. “Listado de los terratenientes de la Patagonia argentina”, Polos productivos regionales, 28 de febrero de 2020. Disponible en este link 

  14. Ver Fernando Lizárraga, “Utopía y distopía del Estado mínimo en la Patagonia: sueños de secesión y pesadillas apocalípticas”, En(clave) Comahue, 2017, vol. 22, núm. 4. Disponible aquí 

  15. Ranajit Guha, Las voces de la historia y otros estudios subalternos, Crítica, Barcelona, 2002.