Los abuelos

Fragmento de un libro casi inédito

Orígenes / dossier / Febrero de 2019

Martín Caparrós

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1


Cuando nació Wincenty, Antonio ya tenía cinco años; cuando nació Wincenty, en el fondo de Polonia, en un pueblo bajo dominio ruso en la frontera con Ucrania, Antonio ya había vivido en Granada y en el Pirineo. Cuando nació Wincenty Antonio no existía para él —y viceversa—. Tan lejanos, tan improbables, tan distantes.


Dos hombres tan distantes.
Yo no sé quiénes fueron. Soy lo que queda de ellos y no sé quiénes fueron. (Wincenty y Antonio, por un tiempo.)
Quizá la solución sería imaginar que, en sus historias, busco algo: la razón por la que temo tanto el llamado del vacío, un suponer. Que algo en ellos podría explicar por qué no puedo asomarme a una ventana, una baranda, sin pensar en lo fácil, lo extraordinario que sería. O mis arritmias o cierta forma del humor o por lo menos —sin dudas— mi calvicie. O, quizás, incluso, esa hipótesis que llaman un pasado.
Aunque hayamos renunciado al pasado individual; aunque, admitiendo la imposibilidad de saber de qué estaba hecho nuestro pasado hace cien, cientocincuenta años, busquemos en el pasado colectivo —en eso que, a falta de mejor nombre, llamamos historia— las raíces posibles. Aunque aceptemos una solución pobre, dividida: pensarnos como individuos —hiperindividuos, universos unipersonales— en el presente, trocitos de un todo en el pasado.
En el pasado siempre somos muchos, en el pasado grandes cosas nos pasan —a todos juntos, todos uno o a lo sumo dos—. Pero fuimos, también entonces, individuos que perdieron la historia.
Individuos perdidos en la historia, nombres que se perdieron, historias que no son.
Serán, ahora, cuando ya no son nada lo que quiera que sean. Lo que yo quiera cuando ya no son: nombres que se deshacen, se rehacen: nombres.
El siglo XX fue un invento que no duró más que unos años. Pero fue un invento optimista: al empezar el siglo XX Europa llevaba décadas sin guerras, conquistando el mundo conocido, desarrollando tal prosperidad que incluso sus críticos y sus críticas prosperaban como nunca antes: no sólo avanzaban las técnicas sino también las políticas. Entre las dos, técnicas y políticas, convencieron a millones y millones de que el principio de ese siglo era el principio de una vida nueva. Fue, para empezar, un raro fin de siglo en que nadie anunciaba apocalipsis: optimismo impensado, muy pensado.
Antonio y Wincenty eran los nombres. Antonio, que significa el valiente, el que pelea valiente. Wincenty, que significa el vencedor. Los nombres: la ironía de los nombres.
(Eso que me dejaron.)
Y había, entonces, en el mundo, dos mil millones de personas: cuatro veces menos que estos días. Y había, sobre todo, esa conciencia de que cosas se estaban terminando, cosas empezando. La idea de que, si algo definía ese momento de la historia era que ya nada sería como había sido siempre. La idea de que siempre era una palabra falsa. La idea de que, a trancas y barrancas, a los ponchazos, a los cohetazos, con dificultades, con peleas, con destellos de genio, con esfuerzo, con una confianza en los hombres que pocas sociedades han tenido, algo habíamos conseguido —y estábamos destinados a conseguir mucho más—: a lo que nunca estábamos, sabíamos, destinados.
Nombres como el mío: deshaciéndose. Nombres que van dejando a sus personas.
Sólo se tiene un nombre por un tiempo.
Un tiempo, es todo.

Imágenes de United States Holocaust Memorial Museum

2


Ellos, entonces, usaban pantalones cortos. Me gusta que usaran pantalones cortos: la idea de que un chico es algo tan distinto de un adulto —que puede, incluso, o debe, mostrarnos sus rodillas—. Que un chico es un ser con rodillas o, también: con mucho que mostrar.
(Crecer es esconderse.)
Antonio, mayo de 1905, valle de Arán. Los chicos del valle llevan sus pantalones cortos: gorras y pantalones cortos, las rodillas mugrientas. Los chicos del valle no entienden cómo esos forasteros pueden ser tan necios. Todos —en ese mundo, todos— saben que aquí se acaba todo, que el camino se acaba, que no se puede seguir más: que se termina el pueblo, que la montaña no tiene caminos, que aquí es España y todo alrededor es Francia, que no hay salida ni continuación, que el resto es de los osos. Pero los necios forasteros llegan con sus máquinas nuevas, con esos automóviles, y topan con el final del pueblo y el final de todo: un camino que de pronto se acaba, forastero atrapado. Entonces los chicos se pegan cuatro gritos y, desde la plaza, desde sus casas, desde los gallineros que están limpiando, llegan y le ofrecen voltear el coche por unas monedas. El forastero, necio, pobre, acepta, y los chicos del valle —siete, diez, doce chicos del valle— empujan el coche hacia atrás, hacia adelante, lo zarandean, gritan cosas, le dan la vuelta y el forastero puede volver a su camino: irse. Antonio también recibe su moneda —su perra chica, se llama: cinco céntimos— y se pregunta para qué llegan los forasteros hasta allí si no saben qué hay allí, si allí no buscan nada, si tienen que volverse por donde se vinieron pero no le importa mientras sigan trayendo perras chicas o, incluso, a veces, perras gordas. Antonio le lleva la moneda a su madre, que le está gritando a la sirvienta que cuántas veces le dijo que fuera a buscar la leña antes que el agua, que agua queda de anoche pero leña no. Su madre la recibe, la guarda en el bolsillo de su delantal, le acaricia la cabeza. Antonio le pregunta cuántas tiene guardadas. ¿Cuántas qué?, le pregunta su madre. Antonio teme pero no está seguro de qué teme.
Hay algo perverso en pensar en un abuelo como un chico. Una forma de subversión, complicación del mundo, resignación al mundo: un chico cree —puede creer— que los viejos son una especie diferente, y los abuelos son la prueba constante, los especímenes más vistos de esa especie. Los abuelos son claramente otros: un chico no puede imaginar que se va a convertir en un abuelo. Eso sería imaginar —imaginar— la muerte.
Crecer es esconderse: aprender a esconderse.
En la escuela, Antonio lee en su libro de lectura que las madres son seres angelicales llenos de amor y de dulzura y de preocupación por sus pequeños, pero sabe que el libro se equivoca. Él sabe, ve, lo vive: su madre es inflexible, tan lejana. Su madre vive para defender a su marido de sus hijos, cuidar que no lo incordien, que lo dejen descansar, que no lo busquen: no, pobre él, trabaja como un burro toda la semana, niños, dejarlo tranquilo —y Antonio, tantos años después, todavía se preguntará si era una forma de control, de dividir para reinar, o realmente le preocupaba el descanso y la recuperación del proveedor del pan y el vino o, más simple, no sabía ser de otra manera—.
Pero pasar de chico a viejo es un camino tan brutalmente desparejo: chicos no pueden imaginarse viejos, viejos intentan recordarse chicos; unos no saben dónde van, otros quieren saber de dónde vienen —para olvidarse dónde van—. Todo está, como siempre, en la elección: qué historia cuento, cómo me recuerdo. Antonio siempre recordará que, unos años después, cuando los coches ya tenían marcha atrás y podían dar la vuelta solos y él vivía —su familia vivía— en Sama de Langreo, en la cuenca minera asturiana, vio volar una máquina: que en un prado, ante miles de personas, una bestia muy grande de madera y telas corrió, se levantó, voló. Y que las personas rezaban y gritaban y lloraban y un viejo se cayó fulminado y muchos se arremolinaron a su alrededor y que él pensaba qué tontos son los viejos y más tontos todavía los que dejan de mirar una máquina que vuela para mirar un viejo que se cae. Y yo, cuando era un chico como él aquella vez, diez, doce años, lo escuchaba y me preguntaba cómo sería estar en el principio de las cosas: pasar por el principio de las cosas.
Con eso cuentan los abuelos cuando cuentan: con haber estado en el principio de cosas que ya ahora —en el momento del relato, en la mirada del nieto jovencito— parecen no tener principio. (Durante tanto tiempo esa costumbre: creer que sólo importa lo que no tiene principio. Y de pronto, ahora, lo contrario.)
Yo, ahora, recuerdo la noche en que traje a casa mi primera computadora —y la enchufé y le apreté el botón y le empezó a salir un humo blanco, un olor a plástico quemado—: principio de una cosa. Ahora me pregunto cuándo sabe una persona que estuvo en el principio de una cosa. Que si instalarse en la historia —entender que uno ya es de la historia— consiste en saber que ha estado en el principio de una cosa. Que ser abuelo sería eso.
Estar en el principio de una cosa, el final de una cosa, el medio de una cosa. Hay ciertas cosas que tienen un principio, hay ciertas cosas cuyo principio empieza algo, aunque en verdad nunca nada empieza: los abuelos.
Antonio tratará de olvidar que su madre nunca le devolvió las perras chicas.
Hay épocas, incluso, que parecen regodearse en los principios; hay épocas que no. Hay épocas que buscan ser principio como otras buscan terminar con todo; hay épocas que buscan su final porque suponen que con ese final empieza lo que importa. En el principio del siglo XX tantas cosas parecían empezar: se imponía el milagro de la electricidad, la luz, aparecían los coches, los aviones, la grabación, el socialismo, pinturas que no pintaban lo real, músicas que desdeñaban la armonía, escritos que confundían la gramática, el cine, el átomo, la radio, las vacunas. Todo empezaba —parecía que empezaba, que buscaba la diferencia más que nada—; millones empezaban cambiando de país, de continente: cambiar de vida parecía posible y necesario.
Cambiar de vida —empezar otra vida en otra parte— era la solución para millones: para esos que, en principio, no pensaban en cambiar la vida.
Antonio es rubio y niño y la calvicie no se le nota todavía. No es que no la tenga: es que no se le nota. Antonio fue calvo desde siempre; Wincenty, más o menos, también.

Calle Mayor de Madrid, 1906


Wincenty, en cambio, era judío. Su ser judío no debería tener peso en esta historia pero es lo que más pesa. A mi pesar, a su pesar, lo que más pesa: era judío.
Yo nunca fui judío y soy judío.
Wincenty lo intentó pero nunca fue otra cosa: era judío.
Wincenty, septiembre de 1910, Chelm. Le da miedo la tienda de su padre: oscura, atiborrada de formas oscuras. La tienda de su padre tiene una puerta de dos hojas a la calle y un cartel de lata donde dice —letras negras sobre fondo amarillo— Rosenberg, Maderas. La tienda de su padre es próspera, y es un satélite de la ciudad en este pueblo de casas bajas, animales, barro, tantas iglesias, tren, un parque; la tienda de su padre —el depósito de maderas y aserradero de su padre— no es, como las otras, un galpón donde se venden troncos a medio desbastar para que campesinos brutos y pobladores brutos levanten sus cabañas; es la cara visible de un negocio inteligente que busca los árboles más nobles, las mejores maderas, para talarlos con cuidado y prepararlos con cuidado y venderlos por buenas cantidades a mueblerías elegantes de Cracovia, Varsovia, incluso Kiev y, por supuesto, el propio Chelm. La tienda de su padre es inteligente y ordenada pero no por eso deja de ser un mundo lleno de amenazas, los grandes troncos laminados y los olores y las sombras y los hombres fornidos que trabajan y el aserrín y los animalitos: la multitud de animalitos. Cada tarde, cuando Wincenty llega de la escuela, su madre lo sienta con sus hermanos mayores —con su hermano y su hermana— en una mesa al fondo del depósito para hacer sus deberes: Wincenty no puede concentrarse, atento como está a los ruidos que llegan desde los rincones. La tienda cruje, es de su padre. Su padre viaja a menudo a Varsovia; cada vez que se va, Wincenty cree que no va a volver y lo odia; cada vez que vuelve, Wincenty se muere de vergüenza y se esconde para que él no vea que lo odiaba y, peor, no le tenía confianza. Wincenty sufre cuando llega su padre: quisiera salir a recibirlo, abrazarlo, perderse en medio de sus brazos fuertes pero no puede porque teme que descubra que lo odió. Y cada vez que su padre vuelve a irse —cuando se despide de su mujer y sus tres hijos en la puerta de la tienda, con su maleta de cuero con olor a cuero, su sombrero más nuevo, esa cara que se le hace cuando parte—, Wincenty piensa que sí, que va a volver, que tiene que creerle, que no va a preocuparse, pero pasan dos días, tres días y otra vez empieza a pensar que los abandonó, que lo odia, que qué desgracia tener un padre así, que por qué no puede tener uno como los otros chicos, que siempre están ahí. Y después su padre vuelve y cada vez le trae a cada hijo una bolsa de caramelos envueltos en papeles dorados que ellos no tiran, que guardan para hacer cositas, y su hermano y hermana lo besan y lo abrazan pero Wincenty no: se queda atrás, los mira, o, si cree que se le nota demasiado, se esconde en el taller, entre los trozos de madera sin lijar, el aserrín, las ratas.
Lo refugia el olor: muchos años después, cada vez que lo vuelva a cruzar en alguno de los muchos talleres de carpintería por los que pasará en su vida, Wincenty entenderá que su cobijo era el olor: madera fresca, cortezas, herramientas, el sudor de los hombres.
(No lo sé. Mi tía Nenuca me dijo que creía que su abuelo Josef había sido ingeniero pero que no sabía de dónde había sacado tal idea. Mi primo Santiago me dijo que había escrito que nuestro bisabuelo Josef había sido mueblero pero que claro que lo había inventado. Mi tío Horacio me dijo que debía ser comerciante en maderas, que creía recordar que don Vicente se lo había contado. O sea que no sabía: yo, digo, no sabía. Y a esta altura tampoco creo que pueda averiguarlo y, además, tampoco me parece indispensable averiguarlo. Entonces decidí que comerciante en maderas era una profesión posible e incluso interesante para Josef Rosenberg, el padre de Wincenty, pero cómo saberlo. Sé, sí, que su mujer se llamaba Gustawa Goldwag, natural de Chelm, hija de un comerciante con un buen pasar y un racimo de hijos.)
En Chelm todos saben quién es quién. En Chelm todos tienen su lugar, pero a Wincenty no le gusta su lugar. Wincenty es el judío porque no va a la escuela de los judíos sino a la escuela de los polacos: en la escuela de los judíos sería uno más de un grupo —del que nunca le enseñaron a sentirse parte—; en la escuela de los polacos, Wincenty es el judío. O, peor, el judío chico: el hermano menor de su hermano Bernard, judío antes que él, alumno antes. El día de Peisah, el día de Yom Kippur, el día de Rosh Hashana, la familia de Wincenty —sus padres, su hermano, su hermana Rachel, una tía por parte de su padre con un peinado muy difícil, el abuelo Fiszel, a veces los dos tíos por parte de su madre— se reúnen y hablan de Israel y comen más que los otros días, mejor que los otros. Esos días él no va a la escuela; los días anteriores, los chicos lo miran con envidia o con rencor: le dicen judío judío ya vas a comer chancho, ya vas a comer mierda. Wincenty no cree que sea cierto y no termina de entender por qué le dicen eso.
Entiende que hay cosas que se dicen por decir: por las palabras, algo más lejos de los hechos. Entenderá, mucho después, que la dificultad es saber cuáles.
No es fácil imaginar ahora cuán determinante podía ser, entonces, ser judío. Estamos acostumbrados a un mundo que se enorgullece de eliminar las diferencias formales; no es fácil pensar —pensar en serio, imaginar— un mundo hecho de esas diferencias. Leo un edicto del siglo XIV donde un rey polaco ordena que los judíos puedan hacer tal y cual cosas del mismo modo que sus otros súbditos: para que eso sucediera —para que los judíos pudieran vivir como los otros— se precisaba una orden especial. Nada de eso había cambiado mucho, cinco siglos después, cuando Wincenty.
Cada vez que su padre vuelve de la ciudad, Wincenty lleva a la escuela una pelota hecha con papeles dorados de los caramelos: una pelota redorada. Entonces los otros chicos se la envidian y se la sacan y le hacen chistes crueles y le pegan. Wincenty aprende: sigue llevando la pelota dorada pero se la regala, cada vez, a un chico distinto —y espera a ver qué pasa—. A algunos les hacen chistes, se la sacan; a otros no. Wincenty aprende. A veces Wincenty querría ir a la escuela de los chicos judíos: un lugar donde ser como los otros, mezclarse con los otros. Entonces le pregunta a su mamá por qué no va a esa escuela y su mamá no le contesta. A veces su mamá murmura algo que Wincenty no entiende y sólo una vez su hermano Berl, Bere, Bérele, que se llama Bernard y ya tiene como 14 años y hace tiempo dejó de usar los cortos y se afeita dos veces por semana, se compadece de él y le dice que él no va con ésos —que ellos no van con ésos— porque ellos —ella, él, su hermano mayor, su mamá, su papá, su familia— no son como ésos: que tienen la suerte de no ser como ésos. Wincenty no se atreve a preguntar por qué —cómo son ésos, cómo ellos— pero recuerda y se promete: un día va a saber.
Entonces yo me pregunto si debo atenerme a lo que sé —a lo que creo que sé— sobre ellos y no ir ni un poco más allá, o de tanto en tanto inventar algo: constituirlos explícitamente como lo que son, mis personajes, mis historias. Me lo pregunto, escribo mientras tanto.
Antonio es el mayor: hay algo en el hermano mayor que lo hace menos hermano que los otros. Tiene, detrás, un hermano Leopoldo y tres hermanas —Maruja, Mariquita, Anita—. Pero él no es un hermano; es Antonio, el heredero designado, el receptor del nombre, el verdadero. Después están los otros, los hermanos. Antonio cambia de escuela con frecuencia: la escuela de Guadix en la sierra de Granada, la escuela de Vielha en el Valle de Arán, la escuela de Sama en Asturias: su padre va de acá para allá al ritmo de los trabajos que consigue en las minas; su familia va de acá para allá al ritmo de los trabajos que su padre consigue en las minas. Antonio ha aprendido a detectar los signos precursores de esas mudanzas —ciertas conversaciones murmuradas, la espera ansiosa de una carta, los gritos de su madre— y las teme, las odia. No entiende por qué no pueden quedarse en un solo lugar, como todos: se promete que, cuando sea grande, cuando pueda decidir, no se va a mudar nunca. Un día su madre le dice que debería estar contento porque ellos no son de un sitio: que son de todo el reino, españoles completos. España, a principios del siglo XX, era la viva imagen del fracaso.
Madre, yo creía que éramo daluse. ¿Que eramos qué? Daluse, madre, lo que dice la abuela.
España acababa de perder sus últimas colonias: dos islas y un archipiélago lejanos, Puerto Rico, Cuba y Filipinas —y lo llamaron el Desastre del ‘98—. Le quedaban unas tierras en el norte de África, onerosas, inútiles, pero su imperio de ultramar estaba terminado. En un tiempo en que los demás países de la región tenían colonias, en que era enclenque no tener colonias, España —que había sido, durante siglos, el mayor poder colonial— ya no tenía. Debió ser difícil para ese país tan pagado de sí mismo ver que, de pronto, no era más que sí mismo: que ya no poseía.

Imagen del United States Holocaust Memorial Museum


Yo nunca fui español: soy español.
Antonio le pide a su padre que lo lleve a Lourdes. Muchos chicos del valle de Arán han ido a Lourdes y él también quiere ir. Al principio su padre se ríe, no le dice nada; Antonio insiste. Después de muchas veces, su padre se agacha, se seca el sudor de la frente con el reverso de la mano y le pregunta para qué coño quiere él eso. Porque allí hay una virgen que es muy buena. Pero Antoñito, ¿tú qué quieres pedirle? ¿Cómo pedirle, padre? Su padre se queda mirándolo sin entender y Antonio entiende —entiende y lo detesta— que su padre puede no entenderlo. Nada, padre.

Imagen de portada: Versión temprana del aeroplano Le Grand