Vida y muerte de la democracia, de John Keane

John Keane

Daños Colaterales / crítica / Septiembre de 2018

José Woldenberg

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LA SIEMPRE PERTINENTE Y FRÁGIL DEMOCRACIA

Lo primero que quiero destacar es la ambición del libro: un recorrido histórico por las ideas, las prácticas, las innovaciones y el significado múltiple de la democracia. Se trata de una historia laberíntica, compleja, zigzagueante y siempre sujeta a contingencias. No hay nada parecido a leyes de la historia ineludibles, sino una trayectoria que vale la pena conocer para evaluar el sentido profundo de lo que hoy denominamos democracia y su siempre presente fragilidad. Se trata de un texto al mismo tiempo ambicioso, erudito y sugerente. Ambicioso porque es un mural de siglos, países, épocas, personajes, autores y circunstancias, que ofrece una panorámica rica y compleja. Erudito por el conocimiento de una gama de temas y tratamientos portentosos. Y sugerente porque más allá del conocimiento que proporciona induce a reflexionar sobre el presente y el futuro de la democracia. Escrito con algo más que buena pluma, está cargado de reconstrucciones inquietantes además de aleccionadoras, y recrea la tensión de múltiples momentos plásticos, es decir, de episodios en los que se forjaron los nuevos horizontes de ese largo y sinuoso recorrido que ha marcado a la democracia. Pero quizá su mayor pertinencia sea resultado de la época convulsa y preocupante que nos ha tocado vivir. Escrito antes de la irrupción de Donald Trump en el escenario y de la multiplicación de los nacionalismos extremos en Europa (aunque ya despuntaban), es un llamado de alerta sobre la vulnerabilidad de un régimen de gobierno que intenta y logra que la diversidad de opciones sociales pueda contender sin necesidad de desgarrar eso que algunos llaman el tejido social. Cuando la “desafección y el desencanto”, como apunta Lorenzo Córdova, marcan muchas de las reacciones ante la democracia, nunca estará de más insistir en su superioridad política e incluso moral en relación a cualquier otro sistema de gobierno. Porque desde el inicio, como lo hace el libro, hay que decirlo: la democracia es una creación humana y como tal no sólo es falible sino mortal. Keane reconstruye a grandes pero precisos trazos una larga y complicada historia que divide en tres grandes etapas: a) la democracia asamblearia que no nació en Grecia (como me habían enseñado) sino en Mesopotamia; b) la democracia representativa, cuyos antecedentes pueden rastrearse desde el siglo XVII y que es la fórmula consagrada que nos acompaña —declinante, diría el autor— hasta la fecha, y c) la democracia monitorizada que al parecer está reemplazando a la anterior, volviéndola una fórmula de gobierno infinitamente más enmarañada. La democracia asamblearia es el “gobierno ejercido entre iguales” y no fue una aparición sino fruto de procesos diversos. Crisis de sucesión, golpes de Estado, levantamientos populares, por ejemplo, se conjugaron seis siglos antes de Cristo para que, en Atenas, “para poner fin a la violencia” se reconociera “el poder de los sin poder”. El Ágora antecedió a esa invención y fue un vehículo para asentarla; fue el espacio donde se congregaba libremente un enorme número de personas para realizar diversas actividades: “desfiles, conversaciones, festivales, compra y venta de objetos, competencias deportivas, juicios públicos y representaciones teatrales” y aceitó la idea provocadora de que los hombres podían gobernarse a sí mismos. Esos espacios públicos abiertos, acabarían siendo sinónimo de democracia. Los hombres eran la medida de los hombres (no las deidades), como apuntó en su momento Protágoras. Atenas era una sociedad esclavista que además excluía a las mujeres del debate público, pero en sus asambleas se forjó la idea de la superioridad de la deliberación sobre el mandato unipersonal, y con ella una serie de instrumentos novedosos y pertinentes para su tiempo: el “ostracismo”: “una táctica para impedir el ascenso de demagogos, golpistas y tiranos mediante el destierro”, la cual era menos radical y sangrienta que la muerte; tribunales para dirimir diferencias; la fórmula de delegación de la asamblea a ciudadanos particulares; la alternancia en los cargos públicos; nuevas figuras: inspectores, embajadores, jurados, oficiales militares y más. Y desde entonces, también sus enemigos, que veían en el demos una masa “ignorante y fácilmente excitable”. Las páginas dedicadas al final de la democracia merecen mención aparte porque ilustran los venenos que pueden disolverla: el peso de las élites militares o los intentos por imponerla a sangre y fuego en otros territorios. Keane ilustra cómo lo sucedido en Atenas encuentra influencias en el Oriente; fórmulas democráticas que proceden de las ciudades fenicias como Biblos o de la zona que hoy ocupan Israel, Líbano y Siria. Se trata de las primeras asambleas imbricadas con concepciones míticas, ya que las de los hombres simulan las asambleas de los dioses. De igual forma, la tradición de las asambleas se extendió en el mundo del primer islam, “que cultivó una cultura del poder compartido sin violencia entre gobernados y gobernantes” y cuyo recinto fundamental fue la mezquita. Lo que mejor conocemos es la democracia representativa. Se trata de una vasta experiencia histórica que va generando usos, prácticas e innovaciones hasta modelar un nuevo tipo de gobierno. Una construcción con múltiples nutrientes y fórmulas que el libro recrea de forma magistral. Las elecciones, los partidos, los parlamentos, las constituciones escritas, los cargos públicos de duración limitada, el derecho de reunión y asociación, la libertad de expresión y de prensa, los juicios con jurado, las peticiones públicas, las asociaciones civiles y los gabinetes son invenciones relativamente recientes que conformaron un nuevo tipo de democracia, ya no directa, sino representativa. Desde las Cortes en el siglo XIII hasta los parlamentos vigentes, se ha intentado “fomentar acuerdos políticos entre intereses conflictivos sin tener que recurrir a la fuerza bruta”. Si bien las primeras difícilmente pueden considerarse democráticas (se reunían con poca frecuencia y lo hacían a convocatoria del monarca), hay una línea de continuidad en la idea de que para funcionar se requieren representantes. Los gremios, las ciudades, los Estados en expansión contribuyeron a forjar la nueva democracia y paulatinamente convirtieron a los ciudadanos en la fuente del poder terrenal. Incluso los concilios de la Iglesia, nos dice Keane, pueden ser presentados como un antecedente de los actuales parlamentos. Lo cierto, sin embargo, es que la imprenta y la libertad de prensa crearon un nuevo espacio público que hizo que los asuntos públicos empezaran a ser ventilados, si no por todos, sí por aquellos que sabían leer. Se trata de un empoderamiento progresivo que tendrá derivaciones sustantivas. Los gobernantes se vieron obligados a buscar fórmulas para legitimar su gestión y los ciudadanos contaron con instrumentos para la crítica y la exigencia. La experiencia estadounidense es estudiada de manera especial y su influencia expansiva también. La alternancia pacífica de los gobiernos, los derechos de las minorías, los vetos, las convenciones nacionales de los partidos, la expansión de la sociedad civil, las reuniones públicas con fines políticos, las nuevas formas de proselitismo, las campañas, los políticos profesionales, la votación secreta y las elecciones primarias inyectaron una mayor vitalidad a la democracia y conformaron su mecánica. Pero no podían dejar de aparecer sus patologías: los lazos entre dinero, negocios y política, el clientelismo, la utilización de los cargos públicos para beneficiar a los allegados, las relaciones desiguales entre jefes y seguidores, el sentimiento antipartidos, la demagogia, las exclusiones.

Nastasic. Imagen de archivo

En el siglo XX irrumpe en todo el mundo la llamada cuestión social. La igualdad que porta la democracia no puede ni debe expresarse solamente el día de las elecciones, es menester extenderla a los terrenos económico y social. No es casual que en el marco de algunas de las democracias representativas se edifiquen los llamados Estados de bienestar. En el terreno de la política se producen innovaciones: las exigencias de transparencia de los gobiernos, el acceso a la información pública, la representación proporcional en los Congresos, la emergencia y centralidad de los especialistas. En el caso estadounidense se analiza la flagrante contradicción entre ser una democracia y un imperio que, a través de sus intervenciones, hizo nugatorio el derecho de distintos pueblos a autogobernarse. De especial interés resulta el capítulo sobre los países de América Latina, que a principios del siglo XIX optan por diseñar repúblicas democráticas en sus constituciones, las cuales paradójicamente abren paso al extendido fenómeno del caudillismo que degenera en despotismo. El abismo entre Constitución y realidad se extiende hasta nuestros días. Y la recreación de lo sucedido en el siglo XX en Europa no puede leerse sino como una advertencia: ahí donde la democracia supuestamente se encontraba mejor implantada irrumpieron los totalitarismos que marcarían su casi extinción. John Keane dedica las últimas trescientas páginas de su libro a desentrañar las características de lo que denomina la democracia monitorizada y de los nuevos peligros que corre. Este tipo de democracia rompe con las supuestas precondiciones que algunos estudiosos habían fijado, como lo prueba con la reconstrucción del deslumbrante caso de la India. La democracia monitorizada amplía el espíritu nivelador del voto para proyectarlo a otras esferas de la vida en común, destacadamente hacia la dimensión social. Vive con y para una sociedad civil más densa, preocupada y fiscalizadora de los actos del poder público, la cual impone agendas y exigencias varias. Genera mecanismos de lo que se podría llamar justicia alternativa, reclama que se consulten las iniciativas, puede desarrollar acciones de resistencia pacífica y demanda cuotas para los grupos excluidos. En suma, se trata de una democracia que rebasa el circuito de elecciones, partidos y representación, y que activa, por ejemplo, nuevos mecanismos de rendición de cuentas, exige presupuestos participativos, lleva las elecciones a ámbitos inéditos (las escuelas o las organizaciones empresariales), demanda descentralización en la toma de decisiones; en pocas palabras, construye un ambiente de mayores exigencias para el poder político tradicional. Todo ello puede observarse como promisorio y difícilmente reversible en las condiciones actuales. No obstante, no todo son luces. Los políticos tradicionales, sujetos a un mayor escrutinio y a un discurso facilista que en ocasiones los desacredita en bloque, tienen que compartir el escenario con nuevas “estrellas”: actores de cine o deportistas que, gracias a su mayor visibilidad pública y al descrédito de los primeros, emergen como líderes de opinión y candidatos a diferentes cargos electivos. De hecho, se empiezan a forjar fórmulas de “representación” no elegidas, sino más bien ungidas, que logran conectar con diversos sectores ciudadanos. La política mediática se coloca en el centro y lo que sucede en los circuitos de representación tradicionales pasa aparentemente a un segundo plano. El personalismo desplaza las construcciones ideológicas y reblandece los partidos. Todo ello acarrea riesgos que vale la pena comprender y atender: la idea de que puede existir una política sin política, que una persona puede, o peor aún, debe sustituir al pluralismo, el clamor por liderazgos sólidos y únicos, más la explotación de las pulsiones nacionalistas, conforman un potaje que puede ser veneno para la democracia. La violencia, los conflictos religiosos, las migraciones masivas, los enfrentamientos étnicos, están cuestionando el optimismo ingenuo que irradió el desplome del mundo soviético y la potente ola de transiciones democráticas que se vivió en el mundo. Sabemos que la democracia no tiene “garantía” y que puede caducar. La democracia monitorizada es, según Keane, una auténtica mutación de la representativa: sigue siendo un gobierno no violento, legítimo, que busca el respaldo del “pueblo”, pero que se encuentra sujeto a un mayor escrutinio y desconfianza; que no se quiere concentrado, genera circuitos extraparlamentarios de inspección y una vigilancia perpetua que hace más difícil y tortuoso el ejercicio del poder político. Su sello singular es el escrutinio continuo del poder por parte de las instituciones constitucionales y de otras asentadas en la sociedad civil. Creo que en esta dimensión Keane se emparenta con Rosanvallon,1 quien señalaba que la democracia carga en su propio código genético la necesidad de crear pesos y contrapesos, circuitos judiciales para desahogar litigios y diferencias, una mecánica de mayorías y minorías, junto al temor de un poder desbordado que vulnere derechos y libertades de los ciudadanos, lo que arma un laberinto que hace más intricado el ejercicio del poder. Ahora esto sucede dentro de una “abundancia comunicativa” de la cual es muy difícil sustraerse. El escepticismo hacia el buen desempeño de las instituciones republicanas ha generado organismos de control y vigilancia, y una mayor participación pública de millones de ciudadanos que no han dejado de sacudir las Cumbres de los principales hombres de Estado. Todo ello puede resultar promisorio, pero en el otro plato de la balanza deben colocarse fenómenos como la decepción, inestabilidad y contradicciones que produce la abundancia comunicativa, el acoso a la vida privada de los personajes públicos, la política viral en las redes, con sus verdades, mentiras, y verdades y mentiras a medias. Todo indica que las democracias de hoy se reproducen en medio de un profundo malestar. Los recelos contra los partidos y los parlamentos son alimentados por fenómenos de corrupción reiterados, la arrogancia de los líderes y el dinero negro en la política. Da la impresión de que los medios y las redes son un sistema de representación simbólica e inquisidora que hace de la política un espectáculo (como ya lo apuntó Mario Vargas Llosa)2 de corto plazo, capaz de quemar famas en un santiamén, una especie de “gobierno paralelo de celebridades apartidistas y personajes paradigmáticos armados con un micrófono…” Si a esto sumamos la globalización que descoloca la antigua política territorial, los “conglomerados de instituciones intergubernamentales atrapadas en redes globales de interdependencia”, las economías conectadas y el menor impacto de las políticas nacionales, la brecha que se ensancha entre ricos y pobres, la creciente ola nacionalista, chovinista y xenófoba, la proliferación de armas nucleares (que Keane denomina “anarquía nuclear”), las guerras y la expansión del terrorismo, más las políticas intervencionistas —que a nombre de la democracia han alimentado conflictos sin fin y el descrédito de la propia idea democrática— es necesario hacer un alto para reconocer los desafíos de la democracia monitorizada, si es que queremos reforzarla poniéndola al día. La humanidad no ha logrado construir un régimen de gobierno mejor que el democrático, el cual “suponía que los humanos podían decidir por sí mismos como iguales cómo habían de gobernarse”. Pero este supuesto fundamental hoy es acosado desde muy diferentes flancos. Y no existen garantías de que ese ensueño, hecho realidad con todo y sus imperfecciones, tenga asegurada la pervivencia. Aunque la democracia, por su propia naturaleza, siempre producirá insatisfacción, —siempre será un régimen inacabado, con una tensa discrepancia entre promesas y logros— no hemos inventado un mecanismo mejor contra el poder concentrado. Finalmente, releo lo anterior y me doy cuenta de que he omitido una dimensión fundamental del libro: su sabor; la manera en que se narran los acontecimientos, llenos de estampas, de personajes, de situaciones que le proporcionan un gusto muy especial: grato, sugerente y hasta placentero, lo cual no puede hallarse fácilmente en textos de este tipo.

Fondo de Cultura Económica/INE, México, 2018

Imagen de portada: Nastasic. Imagen de archivo

  1. Pierre Rosanvallon, La contrademocracia: la política en la era de la desconfianza, Manantial, Buenos Aires, 2008 

  2. Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, Alfaguara, México, 2012.