República luminosa, de Andrés Barba

El desconcierto de admirar lo que no se puede responder

Tiempo / crítica / Marzo de 2018

César Tejeda

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A pesar de su, digamos, terrible literalidad, a pesar de la nitidez de su argumento, es imposible no leer República Luminosa como una metáfora absoluta. Parece que todo es real en sí mismo, y que todo, al mismo tiempo, es una alegoría de otra cosa. En ella todo es fondo y trasfondo, en ella todo es líneas y entrelíneas, en ella todo es consciente e inconsciente. Ése es su encanto y enigma: lo opaco es también, y de manera inexplicable, traslúcido. Si tuviera que elegir una sentencia en donde habite, como de pasada, la hipótesis de República luminosa, sería ésta: “Algo había nacido a nuestras expensas y también en nuestra contra. La infancia es más poderosa que la ficción”. En un ensayo sobre la lectura, Andrés Barba escribió que una invitación a leer resulta sospechosa por naturaleza: quien invita a hacerlo, sabe; quien es invitado, en cambio, debe entregarse a un acto de fe. Todos los prólogos del mundo —y las reseñas por añadidura— se situarían, de acuerdo con Barba, en el territorio de la suspicacia. En otro ensayo, éste personal, sobre un auto Ford Orion, Barba escribió un “esbozo de teoría familiar”, que en realidad es un esbozo de teoría sobre el pensamiento infantil. Primero describe una foto en la que aparecen él y sus cuatro hermanos cuando eran niños, de mayor a menor, apoyados en el Orion. Luego observa sus rostros y llega a la conclusión de que parecen satisfechos, como si ellos, “con sus miserables ahorros”, hubieran comprado el auto y no así su padre. Entonces se le “ocurre” el “esbozo de teoría familiar”: que aquellas emociones inexplicables para un niño son vividas por primera vez de manera sustituta, “vicaria”, a través de las emociones de los padres. Barba se detiene de nuevo en la foto, mira a uno de sus hermanos, que tenía cuatro años entonces, y decide que en su rostro hay una satisfacción genuinamente adulta, no un intento de imitar la de sus padres. En ausencia del retrato, la pregunta: ¿es correcta su descripción del gesto o son los ojos de Andrés Barba adulto los que miran desde la madurez el gesto infantil de su hermano niño? Es como si el ensayista, sin quererlo, hubiera dejado al novelista al descubierto. En un ensayo más, sobre la memoria y las Polaroids, Barba descubre la cualidad más humana de las cámaras instantáneas: sus retratos se percuden con el paso del tiempo igual que la memoria, pero se deterioran, y en esto radica la similitud, embelleciéndose: “ya no sabemos qué lugar era aquél, pero tenemos la íntima convicción de haber estado allí, de haber sido felices allí”. Tal y como ocurre con tantos lugares de la infancia en la memoria. Yo, si pudiera pedirle algo a la memoria, sería la posibilidad de abrir los ojos al mundo tal como lo hacía cuando era un niño.
En una entrevista publicada en el blog de la editorial Eterna Cadencia, Barba cuenta que el germen de República luminosa, la novela con la que ganó el Premio Herralde en 2017, fue la inmigración rumana en Madrid; específicamente, cuando surgieron pandillas de niños rumanos que asaltaban a los viejos en las calles. “Se generó mucho desconcierto, porque los viejos españoles no estaban acostumbrados a que se les tiraran encima, sobre todo los niños.” El argumento de República luminosa es el siguiente: en San Cristóbal, una ciudad imaginaria que podría ubicarse en Latinoamérica o Asia, una ciudad tropical en todo caso, surge una banda de niños que cimbra a la comunidad. El narrador se traslada a San Cristóbal, en compañía de su mujer y la hija de ella, tras ser designado director en el departamento de Asuntos Sociales, para poner en práctica un programa de integración dirigido a las comunidades indígenas. La acción se desarrolla en los años noventa, cuando una treintena de niñas y niños —entre los nueve y trece años— surge sin una explicación clara; en un principio, el grupo infantil forma parte de la realidad cotidiana, y luego, cuando comienza a asaltar a los viandantes, se convierte en un problema político y social. “Las situaciones extraordinarias nos obligan siempre a razonar con una lógica distinta”, asegura el narrador. El lector, entonces, acepta la trama —como en un acto de fe— sin dejar de extrañarse por el proceder extraordinario de la banda infantil, como todos los adultos de San Cristóbal. Es el mejor artificio de la novela: el engranaje de la ficción ha sido echado a andar. Ya no hay lugar para la suspicacia. El narrador evoca su paso por San Cristóbal, y el singular momento que vivió como director del departamento de Asuntos Sociales. Dialoga con documentos hemerográficos y cinematográficos, a veces los cuestiona; otras, se apoya en ellos para desvelar el lado oscuro de esos días de los que fue testigo. Su memoria es el retrato de una cámara instantánea, el recuerdo de lo terrible embellecido por la inevitable nostalgia. A veces narra en primera persona del plural, a manera de coro griego desconcertado. Y de vez en cuando, con sutileza y maldad, describe las escenas fundamentales, como aquella en la que el grupo de niños asalta un supermercado —instantes después de haber jugado afuera de él— y asesina a algunos comensales, para perderse después presumiblemente en la selva. En el ensayo antes referido sobre la lectura, Barba asegura que hay tantos tipos de lectores como de personas, pero que se siente inclinado a abogar particularmente por aquellos que leen con “cierta apertura de ánimo, disposición crítica, gratitud a las virtudes, indulgencia para las huellas del tiempo, intolerancia a la estupidez y una buena dosis de energía activa y de imaginación”. Del lado de quienes leen, me inclinaría a abogar por los escritores que se entregan a sus dudas esenciales para admirarlas desde la derrota aparente. Antes de leer República luminosa, habría pensado que era imposible escribir un libro sobre violencia provocada por niños sin hacerlo buscando los orígenes y las causas de esa misma violencia. Barba, en cambio, esconde los motivos y se entrega a una reflexión casi ensayística. En una entrevista concedida a El Cultural, dijo: “Lo que son verdaderamente los niños, lo que son en sus corazones y en sus pensamientos, es algo que en buena medida se nos escapa por completo”. En Agosto, octubre, una novela publicada por Andrés Barba en 2010, el protagonista, un adolescente de clase media, conoce a un grupo de jóvenes de una clase social más baja y piensa que son más viejos que él, “viejos como peces fósiles, como la supervivencia, como la tortura y el desamparo”. Esa inquietud, recurrente en el corpus de la obra del autor, encuentra en República luminosa, al declarar el fin de las representaciones sociales, la mejor de sus posibles soluciones novelísticas en la ignorancia absoluta.

Barba Anagrama, Barcelona, 2017

Imagen de portada: Francois Olislaeger, Anzures, 2015.