Dos lecciones de polifonía y una de perplejidad

Cultura / dossier / Enero de 2020

Vanessa Londoño

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Uno

La cumbia nació en un pueblo allanado al sol y al vuelo irregular de los pájaros que le sirvió de refugio a los esclavos para emanciparse de la crueldad de los españoles. Hacia 1677 los negros huyeron de Cartagena buscando un lugar que se alejara de las playas desteñidas del Caribe y de las costas forradas con rencor por el manglar, y encontraron una llanura desmantelada desde la que se declararon en anarquía contra el sometimiento que los mantenía condenados a la falta de música y al silencio. San Basilio de Palenque fue declarado el primer pueblo libre del continente americano y todavía hoy es posible verlos, como entonces, batiendo los tambores mientras se les marcan los músculos del cuerpo y se les brotan los nervios hinchados sobre esa tensión de la piel, repitiendo el conjuro de un ritmo que dominaría luego los parlantes del mundo para siempre: dos golpes secos contra el cuero templado de la tambora atravesados por el inesperado pulso de un latido impar. Pero la percusión de esos tambores africanos no se quedó sola y al poco tiempo empezó a sumársele el rumor de las gaitas diezmadas de los indígenas, y el de las maracas que imitan con sus semillas el sonido con que se larga entre el verano la lluvia. Poco a poco se le fue sumando también el registro de los acordeones que le heredaron los europeos a los campesinos, hasta que ese ensamble musical fue estandarizado por el Rey de la Cumbia, Andrés Landero, quién además le dio una identidad especialmente agrícola y obrera. Desde entonces la cumbia lleva más de un siglo de viajes y de exilios; atravesando la geografía entera del país para llegar hasta la pampa argentina y trepando también esa cordillera dominada por el silencio mineral de Los Andes o irradiando Centroamérica como una epidemia que contagiaría todo el territorio mexicano incluyendo la vastísima extensión de los Estados Unidos. En cada parada la cumbia se ha ido deformando de acuerdo a la indisciplina estética de los chullos incas, de los avisos de neón o de las camisas remachadas de lentejuelas; pero hoy sigue representando la polifonía implícita del mestizaje en Colombia y sigue reuniendo las sensibilidades híbridas de un país profundamente multicultural. Esa música que fue creada de la reunión de los negros libres, de los indígenas que sobrevivieron al exterminio y de los campesinos que trabajaron la tierra reúne hoy de punta a punta del continente a casi los mismos sujetos que la bailan entre el sudor clandestino y los vidrios empañados de las discotecas.

Dos

En el país de la cumbia no todo es baile. Aquí el oleaje sigue arrojando fémures olvidados a las riberas de los ríos y las viudas siguen juntándose a cantar los repertorios espirituales que les sirven de duelo para sanar. El mar rara vez alcanza la orilla porque los cadáveres devorados por el salitre se interponen en el contacto entre el agua y la arena o van desapareciendo entre el hechizo del calor y el interminable asedio de los animales. Aquí la guerra es infinita y el territorio se ha llenado de viudas que permanecen marginadas de la esfera de lo público y de la política, porque su discurso está ridiculizado, minuciosamente controlado y restringido por códigos culturales que insisten en que el poder está adjudicado exclusivamente a los hombres. Si bien son precisamente las mujeres las que más tienen que decir sobre la guerra, sólo en los rituales de duelo han podido encontrar un espacio para expresar sus opiniones y preocupaciones, porque el lamento público ha ido adquiriendo legitimidad como un espacio femenino de reclamo político a la sociedad. No es casualidad, entonces, que en la ceremonia celebrada en septiembre de 2016 para la firma del Acuerdo de Paz con las FARC, los firmantes entre el Gobierno y la Guerrilla fueran todos hombres, pero el coro estuviera compuesto por un grupo de mujeres negras que cantaron los mismos alabaos con los que entierran a sus muertos en medio de la violencia del Pacífico.

Tres

La historia política de Colombia puede contarse a través de la música. No es casualidad que los cantantes colombianos dominen las listas de popularidad y que sus ritmos hayan trascendido al mundo. Quizá porque el país nunca sufrió una revolución social como muchos otros, la resistencia política colombiana se ha ido propagando gradualmente desde lo cultural. Mientras que la música negra colombiana, a pesar de ser universal, sigue siendo marginal y desde su origen apela a la diversidad y a la polifonía de instrumentos y de culturas, el bambuco y el pasillo, que se producían a principios del siglo XX hacia el interior del país, fueron promovidos por las élites como estrategia para consolidar una visión unificada de la cultura que representara los valores europeos.

Mateo Rivano, Andres Landero, 2015. Cortesía del artista

El Acuerdo de Paz de 2016 no ha sido el único que ha vivido Colombia. En 1990, durante el proceso de desmovilización de la guerrilla del M-19, se planteó por primera vez que Colombia cambiara la Constitución de 1886, que sólo admitía la existencia de un dueto político, es decir, de nada más dos partidos que representaban supuestas filosofías antagónicas, pero que en el fondo servían a las élites. La apuesta era ampliar el repertorio y que se admitiera desde la institucionalidad del Estado la polifonía política. Fue así como a partir del consenso y la representación de todos los sectores políticos, étnicos y culturales del país, incluyendo a la guerrilla desmovilizada, se formó una Asamblea Nacional Constituyente, cuyo objetivo fue conseguir una apertura democrática de participación ciudadana. Dice Peter Turchi en su libro Mapas de la imaginación, el escritor como cartógrafo, que la labor de un libro es designar un territorio, y en ese sentido la Constitución de 1991 creó el ideario del Estado colombiano contemporáneo, diverso y multicultural. Aun desde la perspectiva literaria, la Constitución de 1991 es el libro más importante que se haya escrito en Colombia porque enumera una realidad antes ignorada y le otorga un estatuto de derechos a todos los ciudadanos, aunque todavía hoy eso siga siendo una ficción. El Tratado de Paz, que ratificó la postura de ampliar la democracia para incluir nuevas fuerzas en el escenario político, enriquecer el pluralismo y respetar los derechos fundamentales de las mujeres y los grupos sociales vulnerables, está hoy amenazado en su implementación por un gobierno de derecha que además ignora sistemáticamente la Constitución. La derecha en Colombia es una voz unitaria; una postura que defiende la proscripción de la multiculturalidad, que busca imponer un único modelo válido de la cultura y de los valores. Tal cual como en su momento quisieron hacerlo con el bambuco y el pasillo, la derecha en Colombia es un atentado contra la polifonía, y, en el fondo, contra la música.

Imagen de portada: Mateo Rivano, Bailadores, 2010. Cortesía del artista