dossier Chile: Literatura JUL.2025

Gonzalo Maier

Un pedazo de hielo

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Puede que la historia no sea exactamente de este modo, pero si confirmo los datos, la voy a echar a perder: a comienzos de los años noventa, cuando por delante no quedaba más que el progreso, esa línea diagonal que prometía subir hacia el infinito, se montó una exposición universal en Sevilla. Ignoro si todavía existen ese tipo de cosas, que parecen importadas del siglo XIX, pero como el futuro recién se estrenaba después de la caída del muro de Berlín, entonces no debió ser una mala idea. Entre el montón de países que asistieron, cada uno más orgulloso que el otro, fue Chile, que justo venía saliendo de casi veinte años de dictadura. Qué mejorque un escenario así, grande y lleno de visitantes de todas partes, para marcar, al menos simbólicamente, el cambio de folio.

​ El gesto fue delirante y, por eso mismo, hermoso: llevaron un iceberg desde la Antártica a la calurosa Sevilla. No una cosa chica, porque no tendría gracia, sino una montaña de hielo en toda regla, como la que pudo hundir al Titanic. Detrás de la idea estuvo el diseñador y artista Juan Guillermo Tejeda —no viene muy al caso, pero su padre, que firmaba como Máximo Severo, es un escritor que valdría la pena rescatar—, que no quería ponchos ni vasijas de greda ni grandes fotos de Neruda con su boina. El iceberg escapaba de cualquier estereotipo latinoamericano y, como salta a la vista, comulgaba más con los paisajes desolados de Escandinavia que con, qué sé yo, la sierra de Guatemala. Lo que vino luego fue más o menos obvio: criticaron mucho a Tejeda y al iceberg —este último no podía responder, el primero, sí—: que estaba blanqueando el país, que omitía la violencia de la dictadura, que cortaba con la historia estética de Chile para entregarse a ese fin de la historia que estaba en la esquina y que prometía un futuro lleno de consumo.

Presentación del iceberg en el pabellón de Chile de la Exposición Universal de Sevilla, 1992. Fotografía de Emilio Morenatti. © Agencia EFE.

​ A mí, sin embargo, me sigue pareciendo una elección linda. En ese tiempo, yo debía tener un poco más de diez años y vivía muy al sur, enfrente del Estrecho de Magallanes, ése en el que se puede cruzar de un océano a otro, justo al final del continente. A veces se veían ballenas; pingüinos había un montón en las afueras de la ciudad. En parte por eso, el iceberg, que estaba en el hemisferio norte, no me parecía tan raro, aunque lo que en realidad me seducía venía de otro lado.

​ Francisco Coloane se llamaba el escritor chilote de barba frondosa y suéteres de lana gruesa, un tipo que llevaba anteojos generosos y al que sólo conocí a través de sus cuentos. Siempre ha sido una especie de embajador del sur en el imaginario chileno: sus cuentos están llenos de ñirres que crecen chuecos por culpa del viento, que no deja nunca de soplar; de pampas grandes y peladas, de líneas rectas que se pierden en el horizonte (cuando el resto del país está custodiado por montañas), de bandoleros sobre caballos hambrientos, de ballenas, de tipos solos y peligrosos, porfiados, que se van a meter a donde no hay que ir. Nadie llega a Tierra del Fuego o a la Patagonia si no quiere escapar de algo. Tal vez de la mala suerte, de la memoria o, como sería de esperar, de la ley. La construcción mitológica del sur chileno está anclada en ese tipo de personajes, como Julius Popper que, por cierto, también aparece en un famoso cuento de Coloane y que es algo así como la versión local de Vlad Drácula, el aristócrata sanguinario que inspiró al famoso conde.

Elías Adasme, Quinientas memorias de una resistencia, 2000. Cortesía de Aninat Galería.

​ Popper era un rumano —judío de Bucarest, en realidad— que llegó a Buenos Aires a fines del siglo XIX. Pronto se fue al sur y se dedicó a buscar oro como si la vida se le fuera en eso. Sus empleados le llevaban orejas de indios, que él pagaba con monedas, así testificaban que les habían dado muerte. Según dicen, él y sus hombres prácticamente exterminaron a los selk’nam, que sobreviven en fotos con sus cuerpos pintados con líneas o círculos, de la cabeza a los pies, gigantes, como sacados de un planeta lejano e irreconocible.

​ A diferencia de otras colonizaciones, la del sur no se remonta a muchos años. Hay fotos, de hecho, y eso lo cambia todo. O al menos para mí, que a veces me quedo pegado mirando algunas de ellas, como si fuera un investigador privado a punto de descubrir un misterio. En una, tomada en la década del treinta del siglo pasado —¡ni cien años!—, y que pueden pillar en Wikipedia, aparece un grupo de selk’nams caminando por la orilla de Tierra del Fuego, en fila, todos cubiertos de pieles. Da la impresión de que justo se pone o sale el sol. En otras, un poco más viejas, aparecen las patrullas de Popper con selk’nams muertos a sus pies, y aquellos en posición de disparo, con una rodilla en el piso, matando de lejos, como hoy se puede hacer con drones, sin exponerse demasiado, aunque vaya a saber uno si esos rifles eran medianamente confiables. Lo más perturbador es el paisaje. Es el mismo de hoy, calcado. Es decir, la matanza no ocurrió en lugares lejanos ni luego construyeron una ciudad y más tarde una nueva sobre la anterior, que lo vuelve todo irreconocible y, de algún modo, impune. La pampa es la pampa y está igual, del todo identificable, tal como esa otra foto en la que aparece un selk’nam, esta vez en pelotas, muerto, a los pies de uno de los soldados de Popper. Se le ve ligeramente la nariz y una parte del pómulo y, como pasa con las fotos, uno cree que puede intuir la forma de su cara, igual a todas las caras, pero lo único que queda después de mirar esa imagen es el mundo frío y plano de los cuentos de Coloane.

Un grupo de selk’nams en Tierra de Fuego, ca. 1910. Autoría sin identificar. Wikimedia Commons, dominio público.

​ Lo que quiero decir, porque creo que quiero decir algo, es que la imagen del Chile que me interesa es la de mi infancia y, por lo mismo, la de los marineros de Coloane, que salían en lanchas a perderse en altamar; la de los que partían a la Antártica a rescatar marinos extraviados; la de los bandidos que no tenían nada que perder y que recorrían cientos de kilómetros en un terreno que era un poco argentino, un poco chileno y otro poco de los extranjeros que llegaban por montones.

​ Me pregunto si ese mismo paisaje fue el que pronto me llevó a las novelas de piratas y a las de Julio Verne y más tarde a otrosice libros que nunca llegarían a ser tan buenos como ésos. Es una pregunta retórica, por supuesto. Un turista mirará confundido y dirá que son paisajes y temas que no tienen nada que ver, pero en realidad son igualitos. Sitios marcados, al mismo tiempo, por la promesa del desarrollo y por la sospecha, por la violencia y el exotismo siempre sugerente de un mundo por descubrir. La aventura. Ésa es la palabra. No me digan que no es hermosa, como el título de la película de Antonioni.

​ Los libros de Coloane y los paisajes de la Patagonia —e incluso la literatura a secas—, al menos para mí, siempre se han tratado de eso: de salir a descubrir el mundo con un gorro coqueto, un revólver escondido en un bolsillo de la chaqueta —sólo tres balas, para que no se me vayan los humos a la cabeza— y botas destartaladas de tanto andar. A lo lejos, quince o veinte ovejas.

Imagen de portada: Colectivo Ultimaesperanza (Sandra Ulloa y Nataniel Álvarez), Hidropoética [registro de una acción artística en la Antártica chilena], 2015. Cortesía de los artistas.