Mientras avanza el segundero

Tiempo / dossier / Marzo de 2018

Isaí Moreno

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Hay una fascinación que me persigue desde la infancia: el vaivén del diminuto volante oscilatorio en el interior de los relojes mecánicos. La primera vez que retiré los tornillos de la tapa de un reloj para saciar mi inquietud de cómo encerraba tiempo, me encontré boquiabierto ante la visión de sus engranajes conectados, el giro de las piezas y ese volante hipnótico que tiquiteaba entre los demás componentes. Desde ese entonces me ha intrigado cómo un tic y un tac se coordinan en idónea sintaxis para dar lugar a lo que conocemos por segundo. Mientras tecleo esto, late en mi muñeca un reloj ruso de cuerda Авиатор (“Aviador”): su pequeño segundero blanco avanza en su esfera particular al lado izquierdo del minutero y la aguja horaria. Por su parte, el software que empleo para escribir me indica que el borrador de este texto requerirá aproximadamente cuatrocientos setenta segundos para su lectura. Quisiera legar al mundo una definición propia de segundo, lo que me obliga a dar significación al instante e inevitablemente al tiempo. Una de las cuestiones más complejas para la física es definir un reloj. De pequeño hojeaba diccionarios y enciclopedias en busca de la palabra. Leía: Reloj. m. Instrumento que sirve para medir el tiempo. Esto me quitaba el sueño durante noches, asaltado por la cuestión de si miden tiempos distintos un reloj que se adelanta y otro que se atrasa. Desarmé y descompuse varios relojes despertadores en el proceso de indagar la tensión del espiral calibrador del volante.

Erhard Liechti, Reloj de alcoba doméstico impulsado por pesas, 1572

Calibrar correctamente el reloj no es sino hacer coincidir dos periodos completos de la manecilla horaria en el cronógrafo con una rotación de la Tierra sobre su eje, o el avance del segundero a lo largo de 6 grados de la circunferencia con 9,192,631,700 oscilaciones del átomo de Cesio 133. En ello me percato por sorpresa de que el reloj ¡no está midiendo nada!: el asunto se ha reducido a encontrar relaciones de movimiento. Así, estoy ante un dilema: o bien el tiempo es una ilusión de nuestra mente, o el tiempo es una sustancia volátil que atravesamos o nos atraviesa. En el primer caso, el concepto de tiempo terminará siendo creación mental: un artificio emergido en nuestra mente para organizar todos los tipos de actividad (i.e., movimiento): física, social, histórica, mental incluso, para poner un orden al mundo y evitarnos la pérdida en el caos, incluso en la deriva, o, exagerando un poco, en la oscuridad. En otras palabras, no existe una entidad física medible que pueda llamarse tiempo. Nuestro asalto al tiempo se reduce a comparar el movimiento de una cosa con el de otra, colocar marcas o poner límites y tomar éstos como referencia: todos los relojes, desde el de sombra hasta el atómico, han funcionado siempre así. De este modo, el pasado que nos encadena y el futuro que nos tortura (Flaubert dixit) no son sino tergiversación y especulación. La mecánica cuántica funciona perfectamente sin tiempo: sabemos que esta área de la ciencia es equiparable a la poesía, y en la auténtica poesía no hay tiempo. ¿Qué hay del pasado que llevo en la cabeza como memoria, digamos, mis recuerdos de esa infancia en la que me quedaba estupefacto mirando relojes a corazón abierto? Los recuerdos fijados en mis neuronas son información: estímulos moleculares que plasmaron en apariencia estados por la sola razón de que el movimiento de esas moléculas es mucho más disipado. ¿Y las fotos de mi álbum familiar cuya bidimensionalidad parece fijar, congelar un instante del pasado? La composición molecular de una fotografía sigue un patrón de movimiento mucho más atenuado que el de las partículas a su alrededor: sus moléculas se siguen moviendo, sí, pero casi imperceptiblemente. Tarde o temprano, sin embargo, la organización molecular responsable de fijar una imagen hará patente sus desplazamientos y las imágenes de mis padres, mis hermanas, mis abuelos en el álbum familiar, empezarán a borrarse. El pasado está en mi cabeza como una ilusión. Sin remedio alguno, serán el movimiento y la degradación molecular, o neuronal, las causas de mis olvidos. Un físico rebatiría mi concepción de carencia temporal: ¿y cómo explica usted la relación causa-efecto, donde la causa siempre precede al efecto?, ¿no es ello la prueba contundente de que no sólo hay tiempo sino sigue éste una flecha direccional? Pues bien, se trata en realidad de la naturaleza del movimiento. En la acción del gatillo de una pistola, que precede siempre a la salida de la bala como reacción (un después), somos nosotros quienes inventamos el antes y el después. El gatillo percute a la bala y ésta sale girando sobre su eje: pero se trata de su naturaleza de movimiento continuo: la bala no puede salir disparada sin la instrucción del percutor: el proyectil jamás pone como condición al tiempo para emprender su trayecto demente. Imagino al científico reprobando con la cabeza. Si en algo coincidiremos él y yo, será en que la pistola es un artefacto asesino y el tiempo también aniquila. Dejar de lado el concepto convencional del tiempo podría liberarnos de ciertas opresiones. Sufriríamos menos. Casi todas las creencias religiosas perderían sentido, gran parte de los filósofos se sacudirían una carga y simplificarían sus conceptos.

Reloj de sol tipo torquetum para horas solares y siderales, siglo XVII

Ahora bien, si yo cediese a la tentación de imaginar al tiempo como entidad que nos atraviesa, habría que pensarlo como sustancia densa, o algo que nos transcurre o transcurrimos. En consecuencia, me veo en la indagación forzada del tiempo de la vida y el tiempo del mundo. El tiempo de la vida es uno de los grandes temas filosóficos o literarios, y posiblemente el que más nos tortura (de nuevo se nos aparece Flaubert). Los segundos fluyen y fluyen hacia el fin. O marchan hacia el pasado, diría Proust, para quien el presente no era el único estado de las cosas en el tiempo del mundo. Hace siete años conocí a un relojero que a su instrumento de pulso le retiró la aguja segundera para no ser consciente de la aproximación, segundo a segundo, de su muerte. Tic. Tac. Tic. Tac. “Me horrorizan los cronógrafos con segundero”, me confesó al mostrarme el suyo de pulsera, con sólo manecillas horaria y minutera. Suelo contemplar el segundero en mi Авиатор mecánico (la compañía los diseña para recibir cuerda cada cuarenta y ocho horas, invitando al usuario a tener una relación más cercana con el artefacto). Atiendo a la aguja girando parsimoniosa: es verdad que describe su trayectoria mostrando pulsos, como el ritmo al que se nos acerca la muerte que también pulsa, porque la muerte es un animal con vida. Pero mi fascinación por ver el giro instantero rebasa cualquier temor. Mi padre me transmitió el amor por los relojes, que luego se volvió obsesión. Ya no conservo por desgracia el Sidney cuya correa él mismo me ajustó a la muñeca. Antes de ser enterrado por un cáncer asesino, nuestra madre le colocó bajo la manga del saco su Citizen de cuarzo: éste seguirá pulsando durante años bajo la tierra y dará la hora con mayor precisión que mis relojes de ingeniería mecánica. No puedo, aunque lo desease, dejar de mirar el segundero-asesino-en-serie. Por lecciones básicas de secundaria, sé que la parte más lejana a la base de la manecilla corre con mayor rapidez que la cercana al centro: en la orilla de la esfera, la aguja abarca más tramo de circunferencia en el mismo tiempo sobre la carátula horaria. Quiero especular a qué longitud del segundero de un reloj imaginario la rapidez de movimiento circular igualaría a la velocidad de la luz. Sigo mirando. Ni siquiera porque el instantómetro me obliga a pensar en el tiempo de la vida, pierdo el deleite de contemplar su avance o el de acercarme el reloj al oído para escuchar el latido del tiempo. Tic y tac. (Viene otro segundo y aniquila al anterior… Hasta una cercanía de silencio logra ser tan absoluta que arrasa acumulaciones, desoye saberes y remeda parpadeos: es el tiempo buscando su propio símil.) Ay, a veces nuestro cronoscopio de pulso, o por qué no, un reloj de cuerda sujeto a la cadena para llevarse junto al pecho, se asemeja a un posible marcapasos. Tic tac. Bum bum. Bien podría serlo. Incluso lo es.
Un segundo sigue a otro segundo en la gramática no escrita de la cronografía. Imposible evadir la tentación de elaborar algunas definiciones líricas para el segundo:

El segundo es una proyección, a través del parpadeo, de sucesos desconectados que buscan la conexión a través del parpadeo. El segundo es una serie de atentados a la vida, atacando por acumulación. El segundo es el bit de conversación entre un hombre y su sombra. El segundo es la ironía de una cuna empleada como ataúd. El segundo es la fuga de una estela en las aguas silenciosas, un copo de nieve ascendiendo a la oscuridad y otro posándose sobre el abrigo.

Sin la existencia de segundos, mi breve sintaxis para aproximarme al tiempo, todo se volvería presente. Concebir el presente como un instante sin tiempo y vivir en él equivale a ser eternos: eso descubrió el joven Wittgenstein anotando proposiciones lógicas en las trincheras de la primera guerra y por tal hallazgo tenía todo el derecho a jactarse de haber resuelto todos los problemas de la filosofía.

Imagen de portada: Umberto Romano, Sr. Pynchon y el asentamiento de Springfield, 1937.