De la curva a la línea: La trama de las ciudades

La calle / dossier / Abril de 2023

Julieta García González

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Una calle es una declaración de principios

Paseo de la Reforma es una línea recta, larga. Imagino a Maximiliano de Habsburgo —hacia 1864, en su papel de emperador de México— diciendo muy serio: “Maestro, tírese una línea recta, derechita, derechita, y que no le vea yo el fin”. El austriaco venía de una tradición cuadricular que, aunque no llevaba mucho tiempo existiendo, era ya la norma en Europa. Maximiliano —dice la leyenda— quería que Carlota Amalia, su mujer, transitara sin problemas desde y hacia el Castillo de Chapultepec. El trayecto no era entonces más que hoyos, barro, piedras y estrategias para sortear árboles, animales, personas y desechos, de manera que la calle que planeaba resultaba insólita en el México decimonónico tanto por su extensión como por su amplitud y ubicación. Iba del templo de San Hipólito hasta el cerro donde vivían los emperadores. Maximiliano quería modernizar un país que, para sus estándares, era “salvaje” e invivible.

​ La avenida se llamó primero Paseo de la Emperatriz, aunque la fortuna no estuvo con ella ni con su marido. El Imperio cayó, Juárez volvió al poder y, por un breve lapso, se llamó Paseo de Degollado en honor al general Santos Degollado. Poco después, bajo el mandato de Sebastián Lerdo de Tejada, fue rebautizada como Paseo de la Reforma. Transitarla era aún complicado, pues apenas se estaban construyendo pasos peatonales, puentes. La calle atravesaba ríos, riachuelos y se entremetía en el bosque. Entonces llegó Porfirio Díaz al poder y todo cambió.

William Henry Jackson, *Canal de la Viga, Ciudad de México*, *ca*. 1884-1900. Library of CongressWilliam Henry Jackson, Canal de la Viga, Ciudad de México, ca. 1884-1900. Library of Congress

​ El lema del porfiriato fue “Orden y progreso”, algo que el dictador quiso llevar a sus últimas consecuencias: se hicieron bancas para los paseantes, un camellón y amplias banquetas; se instalaron esculturas y unas puertas de hierro forjado traídas de España, custodiadas por dos leones de bronce.

​ Este emblema urbano no fue el único de su época. En los tiempos de Díaz se fundaron las colonias más cuadriculadas y las calles más rectas de la Ciudad de México. La que veo desde mi ventana es una de ellas. Se fundó en 1890 y se llama Centenario, como celebración anticipada de los primeros cien años de la Independencia. Está en el antiguo barrio de Coyoacán y atraviesa la colonia Del Carmen, nombrada en honor a la joven esposa del presidente, Carmen Romero. Es también ancha y quiere ser muy derecha, aunque termina por desembocar, como por equivocación, en un racimo atolondrado de calles más pequeñas. Al final, la conveniencia diseñó el urbanismo mucho antes que el orden y el progreso.

​ Antes de que los españoles establecieran en estos parajes su segundo ayuntamiento, Coyoacán ya era un lugar conocido. Había un señor de esas tierras, Cuauhpopocatzin, y manantiales, arroyos y ríos que las atravesaban. Los recuentos de la época hablan de bosques y jardines cuidados. Aunque todos los asentamientos humanos tienen muchas complejidades, es posible que el paisaje haya sido hermoso y rodeado de vegetación. Ese lugar de cauces y árboles fue el primer trazo urbano. Las personas bordeaban las regiones de agua y establecían sus viviendas fuera de las áreas de inundación.

©Nadia Osornio, de la serie *Fuerzas contrarias* (No. 5), 2019. Cortesía de la artista©Nadia Osornio, de la serie Fuerzas contrarias (No. 5), 2019. Cortesía de la artista

Muchas de las calles conformadas bajo el mandato de Cuauhpopocatzin y durante el largo periodo del dominio español tenían por fuerza un trazo orgánico, de gente que se trasladaba a pie o a caballo, que llevaba mulas cargadas o pípilas en grupos, que caminaba alejándose del río o acercándose a la sombra, de diligencias.

​ Quien camine el corazón de esta ciudad —de edificios centenarios, atestado de personas y autos— tiene que hacer un ejercicio de imaginación para visualizar en el subsuelo las calzadas sobre las que hace algunos siglos descansaban los templos. Esas rutas tenochcas —sepultadas bajo la tierra, el desdén, el asfalto y millones de pasos— eran rectas, anchas y lisas, pensadas para el azoro o el temor. Sobre ellas se instaló otra versión de la urbe, también rectilínea, importada de la Europa renacentista que confiaba en la belleza, la claridad, la figura humana y la ciencia. Los españoles y los arquitectos de Tenochtitlan se guiaban por esas certezas fundadas en sus propios y disímbolos mitos.


Una calle es una forma de estar

Durante siglos, las calles se convertían en calles cuando no había otro remedio; es decir, cuando se habían caminado de manera tan frecuente que lo fácil era empedrarlas para seguirlas andando. Algunos de los mapas urbanos más viejos que se conservan dan cuenta del tránsito enloquecido de las personas. Tienen las mismas ramificaciones que los ríos que van a dar a un delta o las terminaciones vasculares en el cuerpo. Las callecitas giran sobre sí mismas, se enredan, suben y bajan por colinas. Fueron primero veredas, caminos accidentales para esquivar una piedra incómoda que había caído sobre el terreno, la raíz de un árbol o porque resultaban la ruta más corta entre dos puntos concurridos; luego, fueron apreciadas por su utilidad. Conforme se instalaron los poblados se les dio forma. Se aplanó la tierra, se tallaron piedras y se desplegaron como un suelo más resistente. Todo el viejo mundo y las villas y asentamientos que se fundaron en los distintos continentes después de los años de navegación y conquista conservan callecitas que no van a ningún sitio o que, en el mejor de los casos, serpentean y son desiguales. Calles en las que apenas hay espacio para que pasen las personas a pie, donde se puede besar al vecino en el balcón de enfrente.

William Henry Jackson, *Una pulquería, Tacubaya, Ciudad de México, ca*. 1884-1900. Library of CongressWilliam Henry Jackson, Una pulquería, Tacubaya, Ciudad de México, ca. 1884-1900. Library of Congress

​ Ese entramado loco bien pudo provenir de la dieta que prevaleció en Europa pasado el periodo Clásico y durante los muchos años medievales. El agua solía estar contaminada y la disentería era una constante que cobraba víctimas mortales a diario, incluso más que la peste. Las bebidas cotidianas eran la cerveza y el vino: se desayunaba, se almorzaba y se cenaba en su compañía. El pan era duro como un ladrillo, los quesos se añejaban en habitaciones de ambiente poco controlado, las personas se las apañaban con lardo y aceites. Albañiles e ingenieros llegaban por las mañanas con la cabeza medianamente ofuscada; para el mediodía, ejecutaban sus tareas más bien borrachos e inflados. Fue una época de expansión urbana, de crecimiento de los pueblos sin que mediaran planes estratégicos como los pensamos hoy. Se construían viviendas sobre viviendas, se sacaba provecho de las ruinas para ampliar la casa o establecer un comercio; se abandonaban los lugares conforme se iban contaminando y, según las desgracias que acontecían, los pueblos eran movidos más al norte o al sur. Las callejuelas y los callejones sin salida eran útiles en las batallas que se libraban al interior de los poblados: se ponían con facilidad barricadas, que son trincheras accidentales y eficientes.

​ Todo cambió con la llegada del café en el siglo XVII desde los países africanos y el Medio Oriente. Aunque fue un ingreso paulatino iniciado un poco antes, en el Renacimiento el café y el té comenzaron a modificar los hábitos de las personas, que pasaron de un estado de semiembriaguez y aturdimiento a uno de alerta, a veces insomne. Vino una reorganización generalizada. También la dieta en los distintos puntos del planeta cambió con los viajes que forjaron imperios: animales de granja, frutas y vegetales se desplazaron de un lado a otro y transformaron las maneras de comer, enriqueciéndolas y aligerándolas. Como consecuencia directa, las calles también cambiaron y los pueblos y las ciudades se ampliaron. Comenzó una planificación sostenida de los lugares para vivir, caminar, comerciar y estar. Los mercados callejeros se convirtieron, muchas veces, en puestos fijos. Las cafeterías se volvieron puntos de reunión importantes y, dentro de su órbita, se establecieron panaderías, pastelerías, centros para la reflexión y el convivio. Nacieron librerías, clubes. Luego ocurrió lo mismo con las casas de té y, en algunos países, de chocolate. La cafeína, según las investigaciones del escritor y periodista Michael Pollan, contribuyó a abrir paso a los tiempos modernos y cambió la configuración urbana.

©Santiago Mora, *Aquí había agua*, 2021. Cortesía del artista©Santiago Mora, Aquí había agua, 2021. Cortesía del artista

​ Pudo ser la inyección de energía caliente y oscura o tal vez que el mundo resultó más grande y ancho de lo que se suponía; a lo mejor fue que el orden religioso, racial y social se alteró por completo en unas cuantas décadas o que los avances de la ciencia propiciaban el desarrollo de los acontecimientos y creencias del momento: como haya sido, las ciudades y los pueblos cambiaron. La Revolución Industrial —con altas dosis de cafeína— se instaló en un mundo azotado por transformaciones y desigualdades; con ella llegaron las ideas que más tarde abrazaría Porfirio Díaz: el orden y el progreso.

​ Se esperaba que, en lugar de estar beodas, dando tumbos, las gentes vivieran sobrias, espabiladas, productivas. Las calles serían un reflejo de esa fantasía insertada en la mente de quienes dominaban.


Una calle es política y poder

Georges-Eugène Haussmann, el barón Haus­s­mann, prefecto del Sena, llegó a transformar París a partir de 1853. Bajo su mando, y arropado por Napoleón III, cuadrillas inmensas de trabajadores demolieron cientos de edificios antiguos y trazaron ocho kilómetros de avenidas nuevas. Las pequeñas calles sinuosas y sin rumbo desaparecieron, y ya fue imposible atrincherarse en una callejuela en caso de una nueva revolución. Según se consignó, los bulevares y áreas verdes de estreno desplazaron a 350 mil personas, un tercio de la población de la ciudad. Se estima que poco más de la quinta parte de París se rearmó en el siglo XIX acorde a los planes haussmanianos.

​ Esas calles parisinas se planearon para paseantes, caballos, carruajes. Los aristócratas podían estar al aire libre y disfrutar mientras otros trabajaban. Desde el Arco del Triunfo irradiaban las avenidas como los rayos de un sol, anchas, con edificios a la misma altura y del mismo formato; un único horizonte bello y generalizado.

​ En un principio, los gobernantes de otras ciudades ricas y poderosas trataron de imitar esa armonía. Los trenes, los transportes a caballo y las bicicletas eran la norma. Apenas unas décadas después de terminada la remodelación de París llegó el automóvil y el mundo se reorganizó a su alrededor.

​ Las ciudades de callejuelas, andadores o tramos muy estrechos se hicieron invisibles para la vida moderna. Solo en Estados Unidos se emitieron 8 millones de licencias de conducir en 1920. El paseo que Maximiliano de Habsburgo soñó, con el que Díaz quiso imitar a Hauss­mann, se llenó de autos de combustión interna. Las mismas calles fundadas por el barón se atestaron de coches.

​ Muchas ciudades —muy particularmente la de México— cedieron al automóvil los ríos, bosques, humedales y zonas de poca urbanización. Las calles no fueron para la gente de a pie, sino para seres anónimos montados en máquinas. Los edificios y el paisaje cambiaron en torno al coche. Las avenidas intransitables para las personas atraviesan el aire, tapan la vista del cielo, aplastan vegetación y sepultan el patrimonio arquitectónico. Han desaparecido cerros, vecindades, mercados e iglesias para favorecer un tránsito de riesgo y ruido.

El Paseo de la Reforma visto desde el cruce de Antonio Caso, Lafragua y Donato Guerra, Ciudad de México, 1978. ©Cortesía de la Colección Carlos VillasanaEl Paseo de la Reforma visto desde el cruce de Antonio Caso, Lafragua y Donato Guerra, Ciudad de México, 1978. ©Cortesía de la Colección Carlos Villasana


Una calle es un termómetro

Una calle que siempre tiene charcos o baches mide con claridad el fracaso de los gobernantes. Pasan décadas y esa callecita siempre está inundada o huele mal. La de por allá ve cómo se le acumula basura en una esquina, o quedó a medio pavimentar o empedrar y daña lo mismo las bicicletas, las rodillas y las llantas. Son llamadas de atención esparcidas por toda la ciudad, sobre todo para las personas que pueden tomar medidas. Y también para las que pueden tomar las calles mismas. Así ha ocurrido hace tiempo con las mujeres que las ocupan cada marzo y antes con los católicos en Belfast, las madres de Plaza de Mayo, las sufragistas en Londres y los activistas por los derechos civiles en Selma. Aquí, los jóvenes del movimiento de 1968 hicieron suyas las calles pacíficamente cuando organizaron la Marcha del silencio, apoderándose de las plazas y el trayecto. Igual hicieron los muchachos en Tiananmén, China. El camino trazado por Mahatma Gandhi, el andar de líderes religiosos y ciudadanos en Ciudad del Cabo, las marchas dolorosas de familias en Cuernavaca, Chihuahua y Was­hington D.C., el regocijo o convencimiento de camino al Zócalo: todas son formas de adueñarse de las calles.

​ Las calles reflejan la vida interior de los países, sus fantasías y sus costumbres. Y cuando son mejores es cuando representan las necesidades colectivas, las aspiraciones ciudadanas, no las de unos pocos.

Imagen de portada: ©Santiago Mora, Aquí había agua, 2021. Cortesía del artista